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El hombre observó a Barbara con sus ojos oscuros. Ella le devolvió el examen. No era muy alto, y era más guapo que apuesto a causa de sus delicadas facciones. Su espeso cabello negro brotaba del límite de la frente, y tenía un lunar en la mejilla tan perfectamente colocado que Barbara habría jurado que era artificial. Podía tener entre veinticinco y cuarenta años. Era difícil calcularlo, porque ninguna arruga surcaba su piel.

– Taymullah Azhar -dijo.

Barbara se preguntó cómo debía contestar. ¿Existía alguna especie de saludo musulmán?

– De acuerdo -dijo, con un cabeceo que movió la toalla, y se la ajustó alrededor de la cabeza una vez más.

Una leve sonrisa curvó los labios del hombre.

– Me llamo Taymullah Azhar. El padre de Hadiyyah.

– ¡Oh! Barbara Havers. -Le ofreció la mano-. Usted trasladó mi nevera. Recibí su nota. No entendí la firma. Gracias. Encantada de conocerle, señor…

Enarcó las cejas y trató de recordar qué hacía aquella gente con sus nombres.

– Azhar es suficiente, puesto que vamos a ser vecinos -dijo el hombre. Barbara vio que llevaba debajo de la chaqueta una camisa tan blanca que parecía incandescente a la luz del anochecer.

– Bien, de acuerdo. Bien. Bueno. -¿Qué estaba farfullando? Se controló-. Es que acabo de darme un baño parcial en el Támesis, por eso voy vestida así. De lo contrario, no iría de esta guisa. Quiero decir, ¿qué hora es? Aún no es hora de acostarse, ¿verdad? ¿Quieren entrar?

Hadiyyah tiró de la mano de su padre y agitó los pies como si bailara. Su padre apoyó la mano sobre su hombro, y la niña se quedó quieta al instante.

– No. Esta noche sería una intrusión, pero Hadiyyah y yo le damos las gracias.

– ¿Ha cenado? -preguntó Hadiyyah-. Nosotros no. Vamos a tomar curry. Papá va a a prepararlo. Ha traído cordero. Tenemos de sobra. Montones. Papá hace un curry muy bueno. Si aún no ha cenado.

– Hadiyyah -dijo en voz baja Azhar-. Compórtate, por favor. -La niña se quedó quieta de nuevo, aunque la alegría no huyó de su cara y sus ojos-. ¿No tenías que darle algo a tu amiga?

– ¡Oh! ¡Sí, sí! -Dio un saltito. Su padre extrajo un sobre verde de la chaqueta. Se lo dio a Hadiyyah. Ella lo extendió ceremoniosamente en dirección a Barbara-. Esto es lo que iba a dejar en la puerta -explicó-. No tiene por qué abrirlo ahora, pero si quiere, puede. Si de veras quiere.

Barbara pasó un dedo bajo la solapa. Sacó una cartulina amarilla con ribetes que, al abrirse, se convirtió en un resplandeciente girasol, en cuyo centro se había impreso con todo cuidado el mensaje: ESTÁ USTED INVITADA CORDIALMENTE A LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS DE KHALIDAH HADIYYAH EL VIERNES POR LA NOCHE A LAS SIETE EN PUNTO. ¡HABRÁ MARAVILLOSOS JUEGOS! ¡SE SERVIRÁN DELICIOSOS REFRESCOS!

– Hadiyyah no se habría quedado tranquila si no le hubiera entregado la invitación esta noche -explicó Taymullah Azhar-. Espero que pueda venir, Barbara. Será… -dirigió una cautelosa mirada a la niña- una reunión muy pequeña.

– Cumpliré ocho años -anunció Hadiyyah-. Tendremos helado de fresa y pasteles de chocolate. No hace falta que traiga un regalo. Supongo que recibiré otros. Mamá enviará algo desde Ontario. Eso está en Canadá. Está de vacaciones, pero sabe que es mi cumpleaños y sabe lo que quiero. Se lo dije antes de que se fuera, ¿verdad, papá?

– Ya lo creo. -Azhar rodeó la mano de la niña en la suya-. Y ahora que ya has entregado la invitación a tu amiga, tal vez será mejor que digas buenas noches.

– ¿Vendrá? -preguntó Hadiyyah-. Nos lo pasaremos muy bien. Seguro.

Barbara paseó la mirada entre la niña ansiosa y el padre serio. Se preguntó qué procesión iba por dentro.

– Pasteles de chocolate -dijo la niña-. Helado de fresa.

– Hadiyyah.,

Azhar pronunció el nombre en voz baja.

– Sí, iré -dijo Barbara.

Fue recompensada con una sonrisa. Hadiyyah retrocedió. Tiró de la mano de su padre para llevarle en dirección al piso.

– A las siete en punto -dijo-. No se olvidará, ¿verdad?

– No me olvidaré.

– Gracias, Barbara Havers -dijo Taymullah Azhar.

– Barbara. Solo Barbara.

El hombre asintió. Guió a su hija por el sendero. Hadiyyah se puso a correr, con las trenzas volando a su alrededor como cuerdas retorcidas.

– Cumpleaños, cumpleaños, cumpleaños -canturreó.

Barbara les siguió con la mirada hasta que desaparecieron por la esquina de la casa principal. Cerró la puerta. Miró la invitación en forma de girasol. Meneó la cabeza.

Tres semanas y cuatro días, se dio cuenta, sin una palabra ni una sonrisa. ¿Quién habría pensado que su primera amiga del vecindario sería una niña de ocho años?

OLIVIA

He descansado durante casi una hora. Tendría que acostarme, pero he empezado a pensar que si voy a mi habitación sin terminar esto, ahora que falta tan poco, me faltarán fuerzas.

Chris salió de su habitación hace un rato. Tenía los ojos enrojecidos, como siempre que se despierta, por eso supe que había echado una siesta. Llevaba el pantalón del pijama y nada más. Se quedó en la puerta de la cocina, parpadeó y bostezó.

– Me puse a leer. Me dormí como un tronco. Me estoy haciendo viejo.

Se acercó al fregadero y se sirvió un vaso de agua. No bebió. En cambio, se inclinó y se mojó con el agua el cuello y el pelo, que restregó vigorosamente.

– ¿Qué estás leyendo? -pregunté.

– Atlas Shmgged. El discurso.

– ¿Otra vez? -Me estremecí imperceptiblemente-. No me extraña que te hayas sobado.

– Lo que siempre he deseado saber es…

Bostezó de nuevo y estiró los brazos sobre su cabeza. Se rascó con aire ausente el escaso vello que crecía en forma de pluma desde su ombligo hasta el pecho. Parecía más esquelético que nunca.

– ¿Qué te has preguntado?

– ¿Cuánto tiempo tardaría un tío en hablar para llenar sesenta y tres páginas?

– No vale la pena escuchar a ningún tío que necesita sesenta y tres páginas para expresar su opinión -dije. Dejé el lápiz sobre la mesa y me concentré en convertir las dos manos en puños-. «¿Quién es John Galt?» no es la pregunta, a menos que la respuesta sea «¿A quién le importa?».

Chris lanzó una risita. Se acercó a mi silla.

– Échate hacia delante -dijo. Me movió hacia el borde y se puso detrás de mí.

– Me caeré.

– Ya te tengo. Échate hacia atrás.

Me apretó contra él y enlazó los brazos alrededor de mi cintura. Apoyó la barbilla sobre mi hombro. Sentí su respiración sobre mi cuello. Acerqué mi cabeza a la suya.

– Vete a la cama -dije-. Ya me las arreglaré.

Mantuvo un brazo a mi alrededor, sujetándome a la silla. Me acarició el lado del cuello con la otra mano.

– Estaba soñando -murmuró-. Estaba otra vez en la escuela con Lloyd-George Marley.

– ¿Pariente lejano de Bob?

– Éso decía. Nos enfrentábamos a un puñado de fachas que solían merodear en la parada de taxis cercana a nuestra escuela. Tíos del National Front. Botas con puntera de metal y toda la parafernalia. -Hablaba en voz baja. Sus dedos trabajaban los músculos rígidos de la base de mi cuello-. Doblamos una esquina, Lloyd-George y yo, y vimos a esos tíos. Supe que querían follón. Conmigo no, con Lloyd-George. Querían machacarle, enviar un mensaje a los de su raza. Vuelve a tu sitio, gorila de la selva. Estás contaminando el río de nuestra limpia sangre inglesa. Llevaban llaves inglesas. Cadenas. Supe que la habíamos cagado.

– ¿Qué hiciste?

– Intenté gritar a Lloyd-George que corriera, como haces en sueños, pero no me salió la voz. Siguió caminando hacia ellos. Y ellos se siguieron acercando. Le cogí del brazo. Dije vamonos, vamonos. Quería huir. Quería pelear.

– ¿Y?

– Me desperté.

– Qué suerte.

– No es eso.

– ¿Por qué?