Su brazo se tensó a mi alrededor.
– Me alegré de no tener que decidir, Livie.
Me volví para mirarle. Su barba incipiente era del color de la canela contra su piel.
– Da igual -dije-. Era un sueño. Te despertaste.
– No da igual.
Noté que su corazón latía contra mi cuerpo.
– No pasa nada -dije.
– Lo siento. Todo esto. Lo que cuesta.
– Todo cuesta algo.
– Pero no tanto.
– No lo sé.
Palmeé su mano y dejé que mis ojos se cerraran. La luz de la cocina brillaba como una llama. Aún así, me dormí.
Chris me mantuvo abrazada un rato. Cuando las rampas me despertaron, se apartó de la silla y masajeó mis piernas. A veces, le digo que cuanto todo esto haya terminado, encontrará trabajo como masajista profesional. Dice que eso, o panadero.
– Amasar es lo mío -dice Chris.
– Y lo mío también -contesto.
Y es cierto. La enfermedad te conciencia de la necesidad. Borra cualquier pensamiento de independencia, de «Les voy a enseñar lo que vale un peine», de «Te voy a restregar mi vida por la cara».
Lo cual me conduce a mi madre.
Una cosa era tomar la decisión de confesar a mi madre la enfermedad. Otra era hacerlo. Después de decidirlo aquella noche con Chris y Max en la barcaza, esperé un mes. Imaginaba una forma tras otra. Pensaba pedirle que nos encontráramos en un local público, tal vez aquel restaurante italiano de Argyll Road. Yo pediría risotto (que no me costaría nada llevarme a la boca) y bebería dos copas de vino para relajarme. Tal vez pediría una botella entera y la compartiría con ella. Cuando mi madre estuviera un poco achispada, le soltaría la noticia. Llegaría antes que ella y pediría al camarero que escondiera el andador. Disgustaría a mi madre que no me levantara cuando llegara, pero en cuanto supiera el motivo, perdonaría la afrenta.
O le diría que fuera a la barcaza, con Chris y Max presentes, para que viera cómo había cambiado mi vida durante los últimos años. Max se enzarzaría en una conversación sobre el criquet, sobre las tremendas dificultades de dirigir una empresa, sobre el período victo-nano y su apasionada afición por las antigüedades, que inventaría para la ocasión. Chris se comportaría como Chris, sentado en el primer peldaño de la escalera, mientras daba un trozo de plátano a Panda, que la gata comería mientras se preguntaba todo el rato por qué le ofrecían aquel obsequio inesperado. Yo estaría flanqueada por Beans y Toast. Preferirían estar con Chris, pero yo guardaría galletas para perro en el bolsillo y las tiraría entre sus patas de tanto en tanto, cuando mi madre no mirara. Ños presentaríamos como la viva imagen de la armonía: amigos, camaradas, compatriotas. Nos ganaríamos su apoyo.
O diría a mi médico que llamara. «Señora Whitelaw, soy Stewart Anderson -diría-. La llamo para hablar sobre su hija Olivia. ¿Podemos concertar una cita?» Ella querría saber para qué. Él contestaría que prefería no hablarlo por teléfono. Yo ya estaría en su consulta cuando mi madre llegara. Vería el andador al lado de mi silla. «Dios mío, Olivia -diría-. ¿Qué significa eso, Olivia?» El médico hablaría mientras yo bajaba la mirada.
Llevaba todas aquellas fantasías de reconciliación hasta su conclusión lógica. Cada vez, la conclusión era la misma. Mi madre ganaba, yo perdía. La única forma de vencer en la contienda era reunirme con mi madre en circunstancias que desataran su compasión, amor y perdón. Ella querría aparentar bondad. Como no existían esperanzas de que deseara aparentar bondad en mi honor exclusivo, sabía que cuando nos reuniéramos por fin, Kenneth Fleming estaría presente. Por lo tanto, tendría que ir a Kensington.
Chris quería acompañarme, pero como lo de que ya había llamado a mi madre era una mentira, no podía permitir que estuviera conmigo cuando ella y yo nos encontráramos. Esperé hasta enterarme del siguiente asalto, y aquella fue la noche que elegí para anunciar, después de cenar, que mi madre me esperaba a las diez y media. Le dije que podía dejarme en Kensington, camino del laboratorio experimental de Northampton. Me apresuré a añadir que daba igual si no volvía a recogerme hasta la madrugada, como sería el caso. Mi madre y yo teníamos mucho de qué hablar, y estaba tan ansiosa como yo de derribar los muros de nuestra enemistad, mentí. No sería cosa de una o dos horas. Había que enmendar diez años de alejamiento, ¿no?
– No sé, Livie -dijo Chris, poco convencido-. No me gusta la idea de dejarte tirada allí. ¿Y si sale mal?
Le dije que ya habíamos roto el hielo. ¿Por qué iba a salir mal? Yo no estaba en condiciones de montarle un cirio a mi madre. Iría a verla con el corazón en la mano. Yo era la pedigüeña. La decisión descansaba en sus manos. Etcétera, etcétera.
– ¿Y si se pone desagradable?
– No irá a pelearse con una minusválida, ¿verdad? Sobre todo, delante de su noviete.
Pero Fleming podía azuzarla, señaló Chris. Tal vez Fleming no querría ver peligrar su situación, si mi madre y yo hacíamos las paces.
– Si Kenneth tiene ganas de chulear a una inválida -dije-, telefonearé a Max para que venga a buscarme. ¿De acuerdo?
Chris accedió a regañadientes.
A las diez y veinte, nos dirigimos hacia Staffordshi-re Terrace. Como de costumbre, no había sitio para aparcar, de manera que Chris dejó el motor en marcha y me ayudó a salir. Dejó el andador en la acera y me depositó sobre él.
– ¿Preparada?
– Como Gibraltar en una galerna -contesté con desenvoltura.
Para llegar a la puerta había que subir siete peldaños. Lo logramos entre los dos. Nos detuvimos en el porche. Se veían luces en el comedor. La ventana salediza estaba iluminada. Brillaban más luces en el salón. Chris extendió la mano para tocar el timbre.
– Espera -dije con una sonrisa-. Quiero recuperar el aliento.
Y me armé de valor. Esperamos.
Se oía música por una ventana abierta por encima de nuestras cabezas. Mi madre había plantado jazmines en el macetero de la ventana del comedor, que derramaban una cortina de largos zarcillos sobre las ventanas de la planta baja. Aspiré la fragancia de las flores.
– Escucha, Chris -dije-. Me las puedo arreglar sola. Vete.
– Me ocuparé de acomodarte.
– No hace falta que te molestes. Mi madre lo hará.
– No seas pesada, Livie.
Palmeó mi hombro y tocó el timbre.
Hasta aquí hemos llegado, pensé. Me pregunté qué demonios iba a decir para calmar el susto de mi madre cuando me viera sin tener la menor noticia. A Chris no le iba a gustar que le hubiera mentido.
Transcurrieron treinta segundos. Chris oprimió el botón de nuevo. Otros treinta segundos.
– ¿No me habías dicho…?
– Estará en el váter -dije. Saqué la llave de mi bolsillo y recé para que no hubiera cambiado la cerradura de la puerta. Qué alivio.
Nada más entrar, Chris se puso detrás de mí.
– ¿Madre? -llamé-. Soy Olivia. Estoy aquí.
La música que habíamos oído desde el porche venía de arriba. Frank Sinatra cantaba «My Way». La Voz se bastaba y sobraba para que nadie pudiera oír nada desde arriba.
– Está arriba -dijo Chris-. Iré a buscarla.
– No te conoce, Chris. Se llevará un susto de muerte.
– Si sabe que ibas a venir…
– Cree que vengo sola» ¡No! ¡Chris, no! -grité, cuando se encaminó a la escalera situada al final del pasillo.
– Señora Whitelaw -llamó mientras empezaba a subir-. Soy Chris Faraday. He venido con Livie. ¿Señora Whitelaw? He traído a Livie.
Desapareció en el rellano. Gruñí y cojeé hasta el comedor. No me cabía otra opción que hacer de tripas corazón y enfrentarme a lo inevitable.
Tenía que adoptar una postura de relativa superioridad. Entré por la puerta contigua del comedor al saloncito, donde contra una pared se apoyaba el elegante sofá de nogal forrado de terciopelo que había pertenecido a mi bisabuela desde la década de mil ochocientos cincuenta. Eso serviría.