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Por primera vez, me pregunté cómo sería capaz de manipular una silla de ruedas por aquellas habitaciones si se presentaba la ocasión. Al contrario que las de la barcaza, las puertas eran bastante amplias, pero el resto de la mansión era como una carrera de obstáculos. Empecé a sentirme inquieta. Se me antojó que mi futuro no me esperaba en Staffordshire Terrace con mi madre y su novio, sino en un asilo o en un hospital de pasillos amplios, habitaciones desnudas y enfermos terminales plantados delante de la tele, esperando el fin.

Bien, ¿y qué?, pensé. ¿A quién le importa? La cuestión es explicar la película a mi madre, para que cuando Chris y yo necesitemos ayuda, la ofrezca como mejor decida. Hospital, asilo, un piso para mí sola donde acomodar la parafernalia médica que iría adquiriendo a toda velocidad, una cuenta bancaria de la que sacar fondos para mis cuidados, un cheque en blanco encontrado en el buzón una vez al mes. Solo tenía que ayudarnos a salir del mal trago. Y lo haría, ¿verdad?, en cuanto se enterara de todo.

Lo cual significaba que debería decirle lo de la ELA, sin referencias veladas a mi estado. Lo cual significaba que debería conmover su corazoncito. Lo cual significaba que debería hablar con ella en presencia de Kenneth Fleming. ¿Dónde estarían, por cierto? Consulté mi reloj. Casi las doce y media.

Apoyé la cabeza sobre el brazo del sofá y contemplé el techo, cubierto de papel pintado William Morris, al igual que las paredes. El dibujo, como el del comedor, reproducía granadas, la fruta mágica. Come una semilla rojo rubí y… ¿qué? ¿Pide un deseo? ¿Tus sueños se convertirán en realidad? No me acordaba. No me habrían ido mal una o dos granadas.

Bien, pensé, el plan se ha ido a la mierda. Tendré que telefonear a Max para que venga a buscarme. Tendré que inventar una excusa para Chris. Tendré que desarrollar el Plan B. Tendré que…

El teléfono sonó y me despertó por completo de la modorra en que me había sumido. Estaba sobre la mesa de la ventana. Escuché los timbrazos y me pregunté si debería… Bueno, ¿por qué no? Igual podían ser Chris o Max, para averiguar cómo me iba en la guarida del león. Debería tranquilizarles. Una perfecta oportunidad para mentir. Alcancé mi andador, me puse en pie, esquivé el sofá grande y llegué al teléfono cuando completaba su duodécimo timbrazo. Lo descolgué.

– ¿Sí? _

Oí música de fondo, como desde una gran distancia: guitarra clásica, alguien que cantaba en español. Después, algo tintineó contra el teléfono. Oí un jadeo áspero.

– ¿Sí? -repetí.

– Puta -dijo una voz de mujer-. Puta repugnante. Ya tienes lo que querías. -Parecía medio borracha-. Pero aún no ha terminado. Aún… no… ha… terminado. ¿Lo comprendes? Eres una bruja asquerosa. ¿Quién te crees…?

– ¿Quién es?

Una carcajada. Una inhalación enérgica.

– Sabes muy bien quién soy. Espera y verás, abuelita. Atranca puertas y ventanas. Espera… y… verás.

La mujer cortó la comunicación. Colgué. Me froté la mano con la pernera de los tejanos y contemplé el teléfono. Debía de estar bebida. Debía de estar necesitada de un desahogo. Debía de estar… No lo sabía. Temblé y me pregunté por qué temblaba. No tenía nada de qué preocuparme. Al menos, eso pensaba yo.

De todos modos, tal vez debería telefonear a Max. Volver a la barcaza. Regresar en otro momento. Porque era evidente que mi madre y Kenneth no volverían en toda la noche, quizá en días. Ya volvería.

Pero ¿cuándo, cuándo? ¿Cuántas semanas quedaban antes de que la silla de ruedas fuera imprescindible y mi vida en la barcaza llegara a su fin? ¿Cuántas oportunidades más tendría antes de ese momento, cuando Chris paticipara en un asalto y pudiera afirmar otra vez que me había citado con mi madre a solas? Nada estaba saliendo como yo había planeado.

Me enloquecía pensar en volver a engañar a Chris de aquella manera.

Suspiré. Si el Plan A no funcionaba, habría que probar el Plan B. Vi el escritorio de mi madre cerca de la puerta que daba al comedor. En los cajones encontraría pluma y papel. Le escribiría una carta. No tendría el mismo poder de sorpresa, pero era inevitable.

Encontré lo que buscaba, me senté y empecé a escribir. Estaba cansada, mis dedos se negaban a colaborar. Después de cada párrafo, tenía que parar para descansar. Iba por la cuarta página cuando descansar mis dedos se convirtió en descansar mis ojos se convirtió en descansar mi cabeza sobre la superficie del escritorio. Cinco minutos, pensé. Dejadme cinco minutos, y luego continuaré.

El sueño me condujo al último piso de la casa, a mi antigua habitación. Llevaba mis mochilas, pero cuando las abrí para vaciarlas, no contenían ropa, sino los cuerpos de aquellos gatitos que habíamos rescatado del experimento con espinas dorsales. Pensaba que estaban muertos, pero no. Empezaron a arrastrarse sobre la colcha de la cama, con sus patitas traseras retorcidas e inútiles detrás de ellos. Intenté levantarlos. Sabía que debía ocultarlos antes de que mi madre llegara, pero cada vez que me apoderaba de un gatito, aparecía otro. Estaban debajo de las almohadas y en el suelo. Cuando abrí un cajón de la cómoda para ocultarlos, ya se habían multiplicado en su interior. Y luego, de esa forma grotesca que adoptan los sueños, apareció Richie Brewster. Estábamos en la habitación de mi madre. Estábamos en su cama. Richie tocaba el saxo con una serpiente sobre el hombro. Reptó sobre su pecho y se metió debajo de las sábanas. Richie sonrió, hizo un gesto con el saxo y dijo «Chupa, nena. Chupa, Liv», y comprendí qué quería, pero tenía miedo de la serpiente y miedo dé lo que pasaría si mi madre entraba y nos veía en su cama, pero de todos modos metí la cabeza debajo de las sábanas, hice lo que él deseaba, pero cuando dijo «Hummm hummm hummm» con un gruñido, levanté la cabeza y vi que era mi padre. Sonrió y abrió la boca para hablar. De ella surgió la serpiente. Pegué un bote y desperté.

Tenía la cara húmeda. Me había quedado con la boca abierta mientras dormía y había mojado la página en la que había estado escribiendo. Gracias a Dios que es posible despertarse de estos sueños, pensé. Gracias a Dios que los sueños no significan nada. Gracias a Dios…, y entonces lo oí.

No me había despertado espontáneamente. La causa era un ruido. Una puerta se estaba cerrando abajo, la puerta del jardín.

La llamada telefónica, pensé. No dije nada, mientras mi corazón se aceleraba. Sonaron pasos en la escalera. Oí que se abría la puerta al final del pasillo. Se cerró. Más pasos. Una pausa. Luego, se acercaron con rapidez.

La llamada telefónica, pensé. Oh Dios, oh Dios. Miré hacia el teléfono y deseé volar para cruzar la sala y teclear aquellos triples nueves, para llamar a gritos a la policía. Pero no podía moverme. Nunca había sido más consciente de lo que significaba el presente y lo que el futuro prometía.

Capítulo 24

Lynley concluyó su reunión con el superintendente Webberly y recogió las carpetas de papel manila, así como los periódicos de los tres últimos días. Este último material empezaba con la zambullida de Jimmy Cooper en el Támesis el martes por la noche. Continuaba con el relato de que había sido detenido el miércoles por la mañana, sacado de la Escuela Secundaria George Green con la cabeza gacha y los hombros hundidos entre dos agentes uniformados. El jueves, con titulares que anunciaban la acusación de asesinato que iba a ser presentada contra el hijo de Kenneth Fleming, abarcaba todo, desde gráficas que explicaban el funcionamiento del sistema penal juvenil hasta entrevistas con fiscales de la Corona que expresaban su opinión sobre la edad en que los niños deberían ser tratados como adultos, y concluía con la recapitulación matutina del crimen, junto con información pertinente acerca de la familia de Fleming y un repaso a la carrera del eminente bateador. Todos los artículos contenían el mismo mensaje subliminaclass="underline" el caso estaba cerrado y el juicio era inminente. Lynley no podía pedir más.