– ¿Estás seguro de que la historia de la Whitelaw se sostiene? -le preguntó Webberly.
– En todos los aspectos. Desde el primer momento.
Webberly se levantó de la silla que había ocupado ante la mesa circular al principio de la reunión. Caminó hacia sus archivadores y levantó una foto de su hija única, Miranda. Posaba con aspecto alegre en el terraplén del río de St. Stephen's College, en Cambridge, con la trompeta sujeta bajo el brazo. Webberly la contempló con aire pensativo.
– Estás pidiendo mucho, Tommy -dijo, sin levantar la vista.
– Es nuestra única esperanza, señor. Durante los últimos tres días, todo el equipo ha examinado y vuelto a examinar todas las pruebas y todos los interrogatorios. Havers y yo hemos ido dos veces a Kent. Hemos hablado con la policía científica de Maidstone. Hemos hablado con todos los vecinos de Celandine Cottage. Hemos peinado el jardín y la casa. Hemos ido a todos los Springburns y husmeado hasta el último rincón. No hemos obtenido más de lo que ya tenemos. En cuanto a mí, solo queda un camino a seguir.
Webberly asintió, si bien la respuesta de Lynley no pareció satisfacerle. Devolvió a su sitio la fotografía de Miranda y limpió una mota de polvo del marco.
– Hillier está hecho una furia.
– No me sorprende. He dejado que la prensa siguiera el caso de muy cerca. He desechado los procedimientos establecidos. Es algo que no le gusta, sean cuales sean las circunstancias.
– Ha convocado otra reunión. He conseguido aplazarla hasta el lunes por la tarde.
Dirigió a Lynley una mirada que comunicaba el mensaje de su comentario: Lynley tenía tiempo hasta el lunes para cerrar el caso. En ese momento, Hillier les sustituiría a todos.
– De acuerdo -dijo Lynley-. Gracias por apartarle de mi camino, señor. No habrá sido fácil.
– No podré retenerle mucho más. Y mucho menos después del lunes.
– Creo que no será necesario.
Webberly enarcó una ceja.
– Estás muy confiado, ¿eh?
Lynley encajó las carpetas y los periódicos bajo el brazo.
– Pues no, sobre todo porque solo me baso en una única llamada telefónica imposible de rastrear. No puedo basar un caso en eso.
– Presiónala, pues.
El superintendente volvió a su escritorio, del cual desenterró otro informe. Asintió para indicar a Lynley que podía marcharse.
Lynley fue a su despacho, donde guardó las carpetas, pero no los periódicos. Se encontró con la sargento Havers camino del ascensor. La sargento estaba hojeando un fajo de mecanoscritos, con el entrecejo fruncido y sin dejar de murmurar.
– Coño, coño, coño. -Cuando le vio, se detuvo, dio media vuelta y acomodó su paso al de él-. ¿Vamos a algún sitio?
Lynley extrajo su reloj de bolsillo y lo abrió. Las cinco menos cuarto.
– ¿No me dijo que esta noche va a una fiesta? «Juegos maravillosos. Se servirán refrescos deliciosos.» ¿No tendría que ir preparándose?
– Dígame, señor, ¿qué demonios puedo comprar a una niña de ocho años? ¿Una muñeca? ¿Un juego? ¿Un equipo de química? ¿Una nintendo? ¿Patines en línea? ¿Una navaja de muelle? ¿Acuarelas? ¿Qué? -Puso los ojos en blanco, pero era pura fachada. Lynley sabía que estaba contenta-. Podría comprarle un Diablo -prosiguió, y mordisqueó el lápiz que había utilizado para dar golpecitos sobre las hojas-. En Camden Lock, hay una tienda que los vende. Y también artilugios de mago. Me pregunto… ¿Qué le parece un equipo de mago para una niña de ocho años? ¿Y un disfraz? A los niños les gusta disfrazarse, ¿verdad? Podría comprarle un disfraz.
– ¿A qué hora es la fiesta? -preguntó Lynley, mientras apretaba el botón del ascendor.
– A las siete. ¿Y juguetes bélicos? ¿Modelos de coche? ¿Aviones? ¿Rock and roll? ¿Cree que es demasiado joven para Sting, o David Bowie?
– Creo que debería ir a comprar el regalo de inmediato -dijo Lynley. Las puertas del ascensor se abrieron. Entró.
– ¿Una cuerda para saltar a la comba? -continuó Havers-. ¿Un juego de ajedrez? ¿Backgammon? ¿Una planta? Fantástico. Qué idiota. Una planta para una niña de ocho años. ¿Y libros?
Las puertas del ascensor se cerraron.
Lynley se preguntó cómo se sentiría si solo tuviera aquellas preocupaciones un viernes por la noche.
Chris Faraday paseaba con parsimonia por Warwick Avenue, desde la estación de metro hasta Blomfield Road. Beans y Toast correteaban delante de él. Obedientes, se sentaron en la esquina de la calle, a la espera de oír la orden «¡Caminad, perros!», que les permitiría cruzar Warwick Place y continuar su camino hacia la barcaza. Como la orden no llegó, corrieron hacia él y dieron vueltas alrededor de sus piernas, sin dejar de ladrar. Estaban acostumbrados a una buena carrera, de principio a fin. Él era quien siempre había insistido al respecto. Teniendo en cuenta las preferencias de los animales, se habrían decantado por remolonear, olfatear los cubos de basura y perseguir a gatos callejeros siempre que se presentara la oportunidad, pero les había adiestrado bien, y la ruptura de la rutina les tenía confusos. Expresaron su perplejidad con las cuerdas vocales. Ladraron. Tropezaron entre sí. Se pegaron a sus piernas.
Chris sabía que estaban a sus pies, y sabía lo que deseaban: velocidad, acción, la brisa del atardecer acariciando sus orejas. Tampoco se habrían negado a cenar, o a perseguir una pelota de papel. Pero Chris estaba preocupado por el Evening Standard.
El periódico, que había comprado durante el paseo, publicaba otra variante de la historia que les ocupaba desde mediados de semana. Se había apuntado el tanto de tener a un fotógrafo en la Isla de los Perros cuando el muchacho había huido de la policía, y daba la impresión de que los redactores subrayaban el hecho. Hoy, viernes, con el titular DRAMA EN EL EAST END, el periódico dedicaba toda una página al asesinato de Kenneth Fleming, la posterior investigación, la persecución del hijo de Fleming, la dramática zambullida que había concluido el caso y el espectacular rescate, a cargo de un solo hombre, que había seguido a continuación. Las fotografías del río eran granulosas porque se habían tomado con teleobjetivo, pero su intención era clara: el largo brazo de la ley se extendía para capturar al culpable, pese a sus esfuerzos por evitarlo.
Chris dobló el periódico. Lo encajó bajo el brazo con el resto. Arrastró los pies sobre los brotes de cerezo que cubrían la acera de Warwick Avenue y pensó en su conversación con Amanda, anoche, después de haber acomodado a Livie en la cama.
– Creo que no va a salir como esperábamos -fue lo único que pudo decir con sinceridad.
Había percibido el miedo de Amanda en su voz, pese a sus esfuerzos por disimularlo.
– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Livie ha cambiado de opinión?
Chris adivinó por el tono de voz que no tenía tanto miedo de la verdad como del dolor que representaba la verdad. Sabía que estaba preguntando sin decirlo: «¿Prefieres Livie a mí?».
Quiso decirle que no era una cuestión de elección. La situación era mucho más simple. El camino que antes se les había antojado lógico y carente de complicaciones, era ahora no solo tortuoso, sino casi imposible. Pero no podía decírselo. Sería como una invitación involuntaria a hacer más preguntas, a las que él deseaba contestar pese a saber que no podía.
Dijo que Livie no había cambiado de opinión, pero que las circunstancias que gravitaban alrededor de su decisión habían cambiado.