– Livie, tienes que decírselo.
– No les debo nada. No debo nada a nadie.
Su cara había adoptado la expresión testaruda que prefería cuando quería soslayar un tema. Discutir más sería inútil en aquel momento. Chris suspiró. Acarició su cabeza con las yemas de los dedos. Su cabello crecía salvaje, como malas hierbas.
– Pero es una cuestión de deudas, te guste o no -dijo.
– No les debo una mierda…
– A ellos no. A ti.
Lynley pasó un momento por su casa. Denton estaba tomando su té de la tarde, con la taza en la mano, los pies apoyados sobre la mesita auxiliar del salón, la cabeza reclinada en el sofá y los ojos cerrados. Andrew Lloyd Webber retumbaba en el estéreo mientras Denton berreaba a coro con Michael Crawford. Lynley se preguntó cuándo pasaría de moda El fantasma de la ópera. Pronto no sería suficiente, pensó.
Se acercó al estéreo y bajó el volumen, lo cual dejó a Denton solo, aullando «…the music of the niiiiight» en una habitación moderadamente silenciosa.
– Desafinas -dijo con sequedad Lynley.
Denton se puso en pie de un brinco.
– Lo siento. No esperaba…
– Me he hecho una idea general, créeme -le interrumpió Lynley.
Denton se apresuró a dejar su taza de té sobre la mesa. Barrió migas imaginarias de su superficie con la palma de la mano. Las depositó sobre la bandeja que había cargado de bocadillos, galletas y uvas para él.
– ¿Té, milord? -dijo con humildad.
– Me voy.
Denton miró hacia la puerta.
– ¿No acaba de llegar?
– Sí. Me alegro de que solo me regalaras los oídos con los últimos veinte segundos de tus cánticos. -Se encaminó hacia la salida-. Sigue sin mí, pero a un volumen más bajo, por favor. La cena a las ocho y media. Para dos.
– ¿Dos?
– Lady Helen cenará conmigo.
Denton resplandeció.
– ¿Buenas noticias, pues? Usted y ella han… Quiero decir…
– A las ocho y media -repitió Lynley.
– Sí. De acuerdo.
Denton puso sobre la bandeja la tetera, los platillos y la taza.
Mientras subía la escalera, Lynley reflexionó sobre la circunstancia de que no podía dar ninguna noticia real sobre Helen, ni a Denton ni a nadie. Tan solo una llamada el miércoles por la noche, después de que ella hubiera leído las noticias sobre su odisea del martes por la tarde.
– Dios mío, Tommy -dijo Helen-. ¿Te encuentras bien?
– Sí, estupendo -contestó él-. Te he echado de menos, querida.
– Tommy, he estado pensando desde el domingo por la mañana. Tal como tú me pediste.
Lynley descubrió en aquel momento que no podría soportar una conversación acerca de sus vidas.
– Hablaremos el fin de semana, Helen -contestó, y quedaron en cenar.
Entró en su dormitorio, abrió el ropero y empezó a sacar prendas. Tejanos, un polo, un par de zapatillas de gimnasia desgastadas, un par de calcetines blancos. Se cambió y tiró la chaqueta, los pantalones y el chaleco sobre la cama. Se miró en el espejo de la cómoda y estudió su reflejo. El cabello era un desastre. Lo despeinó como pudo. Sacó las llaves del coche de sus pantalones y se marchó.
El espeso tráfico típico de los viernes por la tarde entorpeció el recorrido desde Belgravia a Little Venice. Estaba muy complicado en las cercanías de Hyde Park, porque un autocar turístico se había averiado en Park Lane, paralizando a toda una hilera de vehículos.
Después del parque, la situación no era mucho mejor que en Edgware Road. Por lo visto, todo el mundo intentaba abandonar la ciudad para pasar el fin de semana fuera. No podía culparles. Hacía un mayo perfecto, una invitación a huir al campo o a la costa. Ojalá el campo o la costa fueran su destino. Prefería no pensar en las horas inmediatas, sus consecuencias o lo mucho que dependía de ellas.
Aparcó en el lado sur de Little Venice y, de nuevo con los periódicos encajados bajo el brazo, siguió el perímetro de Warwick Crescent hacia el puente que salvaba Regent's Cannal. Se detuvo un momento. Contempló las aguas oscuras, donde cinco gansos de Canadá chapoteaban en dirección al estanque y Browning Island.
Desde allí veía muy bien la barcaza de Faraday. Aunque aún quedaban dos horas de luz, no había nadie en la cubierta y las luces de dentro estaban encendidas. Proyectaban franjas doradas sobre el cristal. Mientras observaba, vio que el reflejo oscilaba cuando alguien se interponía entre la ventana y la luz. Faraday, pensó. Lynley habría preferido encontrarse con Olivia a solas, pero sabía que se resistiría a celebrar una entrevista sin que su compañero estuviera presente.
Faraday se lo encontró en la puerta de la cabina, antes de que Lynley hubiera tenido la oportunidad de llamar. Estaba a mitad de la escalera, vestido con un chan-dal, y los perros se revolvían alrededor de sus piernas.
Uno arañó el peldaño sobre el cual se erguía Faraday. El otro ladró.
Faraday no habló. Se limitó a descender de nuevo hacia la cabina de la barcaza, y cuando los perros se lanzaron hacia Lynley y la salida, gritó:
– ¡No, perros!
Lynley descendió. Faraday le miró con expresión cautelosa. Sus ojos se desviaron hacia los periódicos que Lynley llevaba bajo el brazo, y después hacia su cara.
– ¿Está aquí? -preguntó Lynley.
Un roce metálico contra el linóleo le contestó.
– Maldita sea -dijo la voz de Olivia-. Chris, he tirado el arroz. Se ha desparramado por todas partes. Lo siento.
– Olvídalo -dijo Chris sin volverse.
– ¿Que lo olvide? Joder, Chris, deja de tratarme como a…
– El inspector ha venido, Livie.
Se hizo un brusco silencio. Lynley intuyó que Olivia había contenido el aliento, mientras intentaba decidir cómo lograría evitar la confrontación final. Al cabo de un momento, durante el cual Faraday miró hacia la cocina y los perros trotaron para ver qué pasaba, se oyeron ruidos de movimientos. El andador de aluminio crujió cuando recibió su peso. Suelas de zapato se arrastraron sobre el suelo. Olivia gruñó.
– Chris, no puedo moverme. Es por el arroz. No quiero aplastarlo.
Faraday fue a ayudarla.
– ¡Beans! ¡Toast! ¡Echaos! -gritó, y el ruido de sus uñas sobre el linóleo se desvaneció cuando se dirigieron, obedientes, hacia la parte delantera de la barcaza.
Lynley encendió las lámparas apagadas de la habitación principal. Olivia podía utilizar la enfermedad si deseaba evitar su presencia, pero no permitiría que jugara con más variaciones de luces y sombras. Buscó una mesa sobre la que poder dejar los periódicos que había traído, pero aparte de la mesa de trabajo de Faraday, pegada a la pared, no había nada más, excepto las butacas, y no servían. Los dejó en el suelo.
– ¿Y bien?
Giró en redondo. Olivia se había desplazado hasta la abertura entre la cocina y la habitación principal. Estaba postrada entre las barras de su andador, con los hombros hundidos. Su cara parecía radiante y cerúlea al mismo tiempo, y cuando se inclinó hacia delante, esquivó sus ojos.
Faraday la seguía, con una mano levantada, la palma hacia delante, a pocos centímetros de su espalda. Olivia se quedó inmóvil cuando vio los periódicos, pero emitió otro gruñido, entre despectiva e irritada, y los contorneó con todo cuidado para acomodarse sobre una de las butacas de pana. Cuando se sentó, mantuvo el andador ante ella, como una muralla defensiva. Faraday hizo ademán de moverlo.
– No -dijo Olivia-. ¿Quieres ir a buscarme los cigarrillos, Chris?
Utilizó el mechero para encender un cigarrillo que sacudió del paquete. Lanzó un delgado chorro de humo gris.
– ¿Va a un baile de disfraces, o algo por el estilo? -preguntó a Lynley.
– Estoy fuera de servicio.
Olivia inhaló y lanzó otro chorro gris. Tenía los labios fruncidos y su expresión era hosca.