– ¿Qué detalle? -repitió Faraday.
– Una llamada telefónica que hizo Gabriella Patten.
– ¿Por qué? -preguntó Faraday.
– ¡Chris! Ayúdame. Ven.
– Fue contestada, como era de esperar -dijo Lynley-, pero la persona que en teoría contestó ni siquiera sabe que la llamada telefónica se hizo. Lo considero muy curioso, teniendo en…
– Oh, vale -estalló Olivia-. ¿Recuerda todas las llamadas telefónicas que recibe?
– … teniendo en cuenta la hora en que se hizo la llamada y el contenido del mensaje. Después de medianoche. Insultante.
– Tal vez no existió esa llamada -dijo Olivia-. ¿Ha pensado en esa posibilidad? Quizá Gabríella mintió.
– No. Gabriella Patten no tenía motivos para mentir. Sobre todo porque mentir proporcionaba una coartada al asesino de Fleming. -Se inclinó hacia Olivia y apoyó los codos sobre las rodillas-. No he venido como policía, señorita Whitelaw. He venido como un hombre que desea justicia.
– Se hará. El chico confesó. ¿Qué más quiere?
– Al auténtico asesino. Al asesino que usted puede identificar.
– Chorradas.
Pero no le miró.
– Ha visto los periódicos. Jimmy ha confesado. Ha sido detenido. Ha sido acusado. Irá a juicio. Pero no mató a su padre, y creo que usted lo sabe.
Olivia extendió la mano hacia la lata. Sus intenciones eran obvias, pero Lynley no la dejó.
– ¿No cree que el chico ya ha sufrido bastante, señorita Whitelaw?
– Si él no lo hizo, suéltele.
– Las cosas no funcionan así. Su futuro está trazado desde que confesó el asesinato de su padre. A continuación, viene el juicio. Después, la cárcel. La única manera de exonerarle consiste en detener al auténtico asesino.
– Ese es su trabajo, no el mío.
– Es el trabajo de todos. Es la parte del precio que hemos de pagar por vivir entre otras personas en una sociedad organizada.
– Ah, ¿sí?
Olivia empujó la lata a un lado. Asió el andador y se echó hacia delante. Gruñó a causa del esfuerzo de levantar y mover una masa de músculos poco dispuestos a hacer esfuerzos.
– Livie.
Faraday se levantó y acudió a su lado.
La mujer se apartó de él.
– No. Olvídalo. -Cuando se irguió, sus piernas temblaban tanto que Lynley se preguntó si lograría permanecer de pie más de un minuto-. Míreme. Mí-re-me. ¿Sabe lo que está pidiendo?
– Lo sé -contestó Lynley.
– Bien. No lo haré. No lo haré. Él no es nada para mí. Ellos no son nada para mí. Me importan una mierda. Nadie me importa.
– No lo creo.
– Inténtelo. Lo conseguirá.
Movió el andador a un lado y lo siguió con su cuerpo. Salió de la habitación con dolorosa lentitud. Cuando pasó junto a la mesa de la cocina, la gata saltó al suelo, se enredó entre sus piernas y la siguió con la mirada. Transcurrió más de un minuto antes de que oyeran el ruido de una puerta al cerrarse.
Dio la impresión de que Faraday quería seguirla, pero se quedó donde estaba, junto a su silla. Aunque miraba en la dirección por la que Olivia había desaparecido, dijo a Lynley en voz baja:
– Miriam no estaba aquella noche en su casa, al menos cuando llegamos, pero sí su coche; las luces estaban encendidas y sonaba música, de modo que los dos pensamos… O sea, fue lógico suponer que había ido a ver a algún vecino.
– Lo mismo que pensaría cualquiera que llamara a la puerta.
– Solo que nosotros no llamamos. Porque Livie tenía la llave. Entramos. Yo… Yo la busqué por toda la casa para decirle que Livie había llegado, pero no estaba. Livie dijo que me marchara, y lo hice. -Se volvió hacia Lynley-. ¿Será eso suficiente? -preguntó en tono desesperado-. ¿Para el muchacho?
– No -contestó Lynley, y vio que la expresión de Faraday se ensombrecía aún más-. Lo siento.
– ¿Qué pasará si ella no dice la verdad?
– El futuro de un chico de dieciséis años está en juego.
– Pero si él no lo hizo…
– Tenemos su confesión. Es sólida. La única forma de negarla es identificar a quien lo hizo.
Lynley esperó a que Faraday le contestara de alguna manera. Solo esperaba una pista de lo que pudiera ocurrir a continuación. Había vaciado su bolsa de trucos. Si Olivia no se desmoronaba, habría manchado el nombre y la vida de un muchacho inocente por nada.
Pero Faraday no contestó. Se acercó a la mesa de la cocina, se sentó y sepultó la cabeza entre las manos. Apretó su cráneo con los dedos hasta que las uñas se pusieron blancas.
– Dios -dijo.
– Hable con ella -dijo Lynley.
– Se está muriendo. Tiene miedo. No me quedan palabras.
Entonces, estaban perdidos, concluyó Lynley. Recogió sus periódicos, los dobló y salió a la noche.
OLIVIA
Los pasos se acercaron. Eran seguros, decididos. Sentí la garganta seca cuando llegaron a la puerta del saloncito. Se detuvieron de repente. Oí que alguien respiraba hondo. Me volví en la silla. Era mi madre.
Nos miramos.
– Santo Dios -dijo, con la mano sobre el pecho, y se quedó donde estaba. Esperé a oír los pasos de Kenneth. Esperé a oír su voz diciendo «¿Qué pasa, Miriam?», o «¿Pasa algo, querida?», pero solo se oyó el reloj del pasillo cuando dio las tres. La única voz era la de mi madre.
– ¿Olivia? ¿Olivia? Dios mío, ¿qué demonios…?
Pensé que entraría en el salón, pero no lo hizo. Siguió en el pasillo a oscuras, al otro lado del umbral. Extendió una mano hacia el quicio de la puerta y la otra trepó hacia el cuello de su vestido. Lo estrujó. Las sombras la ocultaban bien, pero veía lo bastante para saber que no llevaba uno de sus vestidos a la Jackie Kennedy, sino un modelito verde de primavera con un estampado de narcisos que subían desde el borde hasta una cintura fruncida. Era como lo que se ve en los escaparates de C & A para anunciar el cambio de estación. Mi madre nunca se había puesto algo semejante, y destacaba sus caderas de una forma poco halagadora. Me sentí rara al verla vestida así, y me pregunté si había colgado un sombrero de paja con cintas en el gancho de la puerta del jardín. Casi esperaba mirar sus pies y verlos calzados con unos zapatitos blancos de tirillas. Sentí vergüenza ajena. No hacía falta una licenciatura en psicología humana para comprender la intención del vestido.
– Te estaba escribiendo una carta -dije.
– Una carta.
– Me habré quedado dormida.
– ¿Desde cuándo estás aquí?
– Desde las diez y media. Más o menos. Chris, el tío con quien vivo, me trajo. Te estaba esperando. Después, decidí escribirte. Chris vendrá a buscarme dentro de un rato. Me quedé dormida.
Tenía la cabeza espesa. No estaba saliendo como había planeado. Se suponía que yo debía estar tranquila y al mando de la situación, pero cuando la miré, descubrí que no sabía cómo continuar. Vamos, vamos, me dije con rudeza, ¿qué más da lo que haga para mantener el interés de su amorcito? Deja claro quien manda aquí. Tienes la ventaja de la sorpresa, como querías.
Pero ella también tenía la ventaja de la sorpresa, y no estaba haciendo nada por suavizar la situación. Tampoco era que me debiera una transición fácil a su mundo. Yo había renunciado a todos los derechos de las conversaciones madre-hija desde hacía años.
Los ojos de mi madre se clavaron en los míos. Parecía decidida a no mirar mis piernas, a no fijarse en el andador de aluminio colocado junto al escritorio, y a no preguntarse qué significaban mis piernas, el andador y, sobre todo, mi presencia en su casa a las tres de la madrugada.
– He leído sobre ti en los periódicos de vez en cuando -dije-. Sobre ti. Y Kenneth. Ya sabes.
– Sí -dijo, como si esperara el comentario.
Sentí los sobacos húmedos. Tuve ganas de secarlos con un pañuelo o algo.
– Parece un tipo bastante agradable. Le recuerdo de cuando eras maestra.
– Sí-dijo.