Barbara observó que Lynley hacía caso omiso del velado reproche.
– ¿Y la marca? -preguntó el inspector.
– Sabremos la marca sin la menor duda. El extremo del cigarrillo nos lo revelasá.
Lynley tendió a Barbara un grupo de fotografías.
– Se hizo de manera que pareciera un accidente -explicó Ardery-. Lo que el pirómano ignoraba es que el cigarrillo, las cerillas y la goma no iban a quemarse por completo. No se trata de una equivocación irracional, por supuesto, lo cual nos dice que no era un profesional.
– ¿Por qué no se quemaron? -preguntó Barbara. Empezó a mirar las fotografías. Coincidían con la descripción efectuada por la inspectora Ardery del escenario: la butaca destripada, las configuraciones de la pared, el rastro mortífero de humo. Las dejó a un lado y levantó la vista en busca de una respuesta, antes de proseguir con las fotos del cadáver-. ¿Por qué no se quemaron? -repitió.
– Porque los cigarrillos y las cerillas suelen quedarse encima de las cenizas y los restos.
Barbara asintió con aire pensativo. Desenterró las últimas patatas, las comió, hizo una bola con la bolsa y la tiró a la papelera.
– ¿Por qué nos han llamado? -preguntó a Lynley-. Podría ser un suicidio, ¿no? Disfrazado como un accidente con vistas al seguro.
– No se puede descartar la posibilidad -dijo Ardery-. La butaca expulsó tanto monóxido de carbono como los gases de escape de un motor.
– ¿Y no pudo la víctima preparar la butaca para que se incendiara, encender el cigarrillo, tomarse seis o siete pastillas, atizarse unas copas, y adiós muy buenas?
– Nadie lo ha descartado -dijo Lynley-, aunque de momento parece improbable.
– ¿Por qué de momento?
– Aún no se ha practicado la autopsia. Llevaron el cadáver directamente al forense. Según la inspectora Ardery, el forense se ha saltado otros tres cadáveres para meterle mano a este. Dentro de nada tendremos los datos preliminares sobre la cantidad de monóxido de carbono en la sangre. No obstante, los análisis de sustancias tóxicas tardarán más.
Barbara miró a Lynley, y después a Ardery.
– De acuerdo -dijo poco a poco-. Vale, lo entiendo, pero los análisis de sustancias tóxicas tardarán semanas. ¿Por qué nos han llamado ahora?
– Por el cadáver
– ¿El cadáver?
Cogió las fotos restantes. Las habían tomado en un dormitorio de techo bajo. El cuerpo de un hombre yacía en diagonal sobre una cama de latón. Estaba caído sobre el estómago, vestido con pantalones grises, calcetines negros y una camisa azul claro, con las mangas subidas sobre los codos. Su brazo izquierdo acunaba la cabeza sobre la almohada. El brazo derecho estaba extendido hacia la mesita de noche, sobre la cual descansaban un vaso vacío y una botella de Bushmills. Le habían fotografiado desde todos los ángulos posibles, de cerca y de lejos. Barbara escogió los primeros planos.
Sus ojos estaban casi cerrados del todo, y solo se veía una media luna blanca. La piel coloreada de manera irregular, casi roja en los labios y mejillas, más rosada en la sien, la frente y la barbilla. Una fina línea de espuma asomaba por una comisura de la boca. También era rosada. Barbara estudió la cara. Se le antojó vagamente familiar, pero fue incapaz de concretarla. ¿Un político?, se preguntó. ¿Un actor de televisión?
– ¿Quién es? -preguntó.
– Kenneth Fleming.
Levantó la vista de las fotografías miró a Lynley, después a Ardery.
– ¿El…?
– Sí.
Sostuvo la fotografía de lado y examinó el rostro.
– ¿Lo saben los medios?
– El superintendente jefe del DIC local esperaba la identificación oficial del cadáver -contestó Ardery, mientras giraba la muñeca para examinar la esfera de un magnífico reloj de oro-, que ya habrá tenido lugar hace bastante rato. Se trata de una simple formalidad, porque la identificación del señor Fleming estaba en el dormitorio, en el bolsillo de su chaqueta.
De todos modos -dijo Barbara-, podría ser para despistar, si este tipo se le parece bastante y alguien quisiera hacernos creer…
Lynley levantó una mano para interrumpirla.
– Muy improbable, Havers. La policía local le reconoció.
– Ah.
Tuvo que admitir que reconocer a Kenneth Fleming sería muy fácil para cualquier aficionado al criquet. Fleming era el mejor bateador del país, una leyenda durante los dos últimos años. Había sido seleccionado para jugar por Inglaterra a la edad poco corriente de treinta años. No había ascendido de la manera típica, desde los campos de criquet de la escuela secundaria y la universidad, o por su experiencia con los equipos de aficionados y los condados. En cambio, había jugado en una liga de East End con el equipo de una fábrica, donde un entrenador retirado del condado de Kent le había visto un día y se había ofrecido a entrenarle. Nada que ver con un entrenamiento privado. Lo cual era un tanto en su contra, algo que la gente llamaba una variación del síndrome de nacer con una estrella en el culo.
Su primera aparición en el equipo de Inglaterra se había saldado con una derrota humillante, que tuvo lugar en el Lord's, prácticamente lleno, cuando uno de los jugadores de Nueva Zelanda consiguió detener su primer y último lanzamiento. Fue el segundo tanto en su contra.
Fleming abandonó el campo perseguido por los abucheos de sus compatriotas, sufrió la ignominia de pasar entre los implacables y rencorosos miembros del Marylebone Cricket Club, que como siempre montaban guardia en el Pabellón de ladrillos ámbar, y respondió a un silbido apagado que sonó en la Sala Larga con un gesto nada caballeroso. Fue el tercer tanto en su contra.
Todos esos tantos en contra fueron la comidilla de los periodistas y, sobre todo, de la prensa sensacionalista diaria. Al cabo de una semana, los amantes del criquet estaban divididos entre los que abogaban por concederle una segunda oportunidad y los que pedían sus pelotas. Los seleccionadores nacionales, que jamás hacían caso de la opinión pública cuando se jugaba un partido decisivo, se decidieron por lo primero. Kenneth Fleming defendió los colores nacionales por segunda vez en un partido jugado en Oíd Trafford. Ocupó su puesto en un ambiente silencioso y preñado de reservas. Cuando terminó, había logrado cien puntos. Cuando el lanzador consiguió por fin ponerle fuera de juego, había marcado ciento veinticinco puntos para Inglaterra. No había vuelto la vista en ningún momento.
– Greater Springburn llamó a la gente de su división de Maidstone -estaba diciendo Lynley-. Maidstone -cabeceó en dirección a la inspectora Ardery- tomó la decisión de cedernos el caso.
Ardery le miró con expresión grave. No parecía muy complacida.
– Yo no, inspector. Lo ordenó mi superior.
– ¿Sólo porque se trata de Fleming? -preguntó Barbara-. Suponía que estaría ansioso por quedarse con el caso.
– Yo lo prefiriría así -replicó Ardery-. Por desgracia, da la impresión de que los principales implicados en este caso están esparcidos por todo Londres.
– Ah. Política.
– Ya lo creo.
Los tres sabían bien cómo funcionaba. Londres estaba dividido en distritos policiales individuales.
El protocolo exigía a la policía de Kent que informara al oficial superior del distrito de toda invasión en su jurisdicción para llevar a cabo un interrogatorio o una entrevista. El papeleo, las llamadas telefónicas y las maniobras políticas podían abarcar tanto tiempo como la investigación en sí. Era mucho más fácil pasarla a los peces gordos de New Scotland Yard.
– La inspectora Ardery se ocupará del caso en Kent -apuntó Lynley.
– Ya nos hemos puesto en movimiento, inspector -aclaró Ardery-. Nuestra policía científica está en la casa desde la una de la tarde.
– Mientras nosotros hacemos nuestra parte en Londres -terminó Lynley.