Maldita sea, pensé. ¿Dónde iríamos a parar? Tendría que haber dicho, ¿qué te ha pasado, Olivia? Yo tendría que haber dicho, he venido a hablar contigo, necesito tu ayuda, voy a morir.
En cambio, estaba sentada en una silla ante el escritorio, medio vuelta en su dirección. Mi madre estaba de pie en el pasillo, y la lámpara del techo proyectaba luz sobre el borde de su absurdo vestido. No podía avanzar hacia ella sin denunciar mi torpeza. Y ella no tenía la menor intención de acercarse a mí. Era lo bastante lista para saber que había venido a pedir algo. Era lo bastante rencorosa para obligarme a arrastrarme sobre carbones al rojo vivo para pedirlo.
Muy bien, pensé. Te concederé tu insignificante victoria. ¿Quieres que me arrastre? Me arrastraré. Seré una artista del arrastre.
– He venido a hablar contigo, madre -dije.
– ¿A las tres de la madrugada?
– No sabía que se harían las tres.
– Has dicho que estabas escribiendo una carta.
Contemplé las hojas de papel que había llenado. Ya no podía utilizar un rotulador. Mi madre no tenía lápices en el escritorio. Los garabatos parecían salidos de la mano de una niña no eseolarizada. Levanté la mano hacia los papeles. Mis dedos los arrugaron.
– Necesito hablar contigo -repetí-. Esto no expresa… Necesito hablar. Es evidente que la he liado. Siento la hora que es. Si quieres que vuelva mañana, pediré a Chris…
– No -dijo. Por lo visto, ya me había arrastrado lo suficiente-. Deja que me cambie. Prepararé té.
Se fue a toda prisa. Oí que subía el primer tramo de escalera, y luego el segundo, hasta llegar a su habitación. Pasaron más de cinco minutos antes de que bajara. Pasó ante el saloncito sin mirarme. Fue a la cocina. Transcurrieron diez lentos minutos. Iba a mantenerme en vilo durante un rato. Iba a disfrutar. Yo quería ponerme a su altura, pero ignoraba cómo.
Me levanté de la butaca, me puse detrás del andador y empecé a avanzar hacia el sofá. Efectué la peligrosa media vuelta previa a acomodarme sobre el terciopelo desgastado, levanté la vista y vi a mi madre en la puerta, con una bandeja en las manos. Nos miramos.
– Hace mucho tiempo que no nos veíamos -dije.
– Diez años, dos semanas, cuatro días -contestó.
Parpadeé, volví la cabeza hacia la pared. Aún colgaban de ella una miscelánea de grabados japoneses, pequeños retratos de Whitelaws muertos y un maestro menor de la escuela flamenca. Los miré mientras mi madre entraba en el salón y dejaba la bandeja sobre una mesilla auxiliar, al lado del sofá grande.
– ¿Como siempre? -preguntó-. ¿Con leche y dos terrones?
Maldita sea, pensé, maldita sea, maldita sea. Asentí. Contemplé el cuadro flamenco: un centauro con las patas delanteras alzadas en el aire, que sujetaba a una mujer sobre su lomo, el brazo izquierdo de él y el derecho de ella levantados por algún motivo. Daba la impresión de que ambos lo quisieran así, el ser monstruoso y la mujer de piernas desnudas que debía de ser su presa. Ni siquiera pugnaba por huir de él.
– Tengo algo llamado ELA -dije.
Oí a mi espalda el ruido familiar y confortable del líquido caliente al verterse en una taza de porcelana. Oí un tintineo cuando dejó el platillo con su taza sobre la mesa. Entonces, la sentí cerca de mí, al lado. Noté que posaba la mano sobre el andador.
– Siéntate -dijo-. Aquí tienes tu té. ¿Te ayudo?
Su aliento, pensé. Olía a alcohol, y comprendí que se había fortalecido para este encuentro mientras se cambiaba de ropa y preparaba el té. Me consoló saberlo.
– ¿Necesitas ayuda, Olivia? -preguntó.
Negué con la cabeza. Apartó el andador a un lado cuando me acomodé en el canapé. Me tendió la taza, dejó el platillo sobre mi rodilla y lo aguantó hasta que yo lo sujeté.
Se había puesto una bata azul marino. Se parecía más a una madre.
– EL A-dijo.
– Lo tengo desde hace un año.
– ¿Te dificulta caminar?
– De momento.
– ¿De momento?
– De momento, solo caminar.
– ¿Y después?
– Stephen Hawking.
Había levantado la taza para beber. Me miró a los ojos por encima del borde. Dejó poco a poco la taza en su platillo, sin beber el té. Colocó la taza y el platillo sobre la mesa. Tan cautelosos eran sus movimientos que no hizo el menor ruido. Se sentó en la esquina del sofá. Nuestros cuerpos formaban un ángulo recto, nuestras rodillas solo estaban separadas por quince centímetros.
Tenía ganas de que dijera algo, pero su única reacción fue llevarse la mano derecha a la sien y presionarla con los dedos.
Pensé en decir que ya volvería otro día.
– De dos a cinco años, básicamente -dije en cambio-. Con suerte, siete.
Dejó caer la mano.
– Pero Stephen Hawking…
– Es la excepción. Y da igual, porque tampoco quiero vivir de esa manera.
– Aún no puedes saberlo.
– Sí que puedo, créeme.
– Una enfermedad consigue que la persona considere la vida desde un punto de vista diferente.
– No.
Le conté cómo había empezado, con la caída en la calle. Le hablé de los exámenes físicos y las pruebas. Le hablé sobre el inútil programa de ejercicios, sobre los curanderos. Por fin, le expliqué el progreso de la enfermedad.
– Se está apoderando de mis brazos -terminé-. Mis dedos se están debilitando. Si miras la carta que intentaba escribirte…
– Maldita seas -dijo, si bien las palabras estaban desprovistas de pasión-. Maldita seas, Olivia.
Había llegado el momento del sermón. Yo había querido llevar la voz cantante. Había querido ganar. ¿Cómo había podido ser tan ingenua? No había regresado triunfalmente a Staffordshire Terrace. Había vuelto como la hija pródiga, una ruina física en lugar de económica, aferrada a aforismos como «la sangre es más espesa que el agua, ¿eh?», como si pudieran renconstruir un puente que tanto me había gustado destruir. Confié en sobrevivir a lo que ella creía que yo debía escuchar en aquel momento: este es el resultado… ¿Qué se siente cuando el cuerpo se va despedazando?… Rompiste el corazón de tu padre… Destruíste nuestras vidas-Sobreviviría, pensé. Solo eran palabras. Ella necesitaba decirlas. En cuanto hubiera terminado, podríamos pasar de las recriminaciones a los proyectos para el futuro. Para acabar con el sermón lo antes posible, le di una ayudita.
– Cometí estupideces, madre… No era tan lista como pensaba. Me equivoqué y lo siento.
Era su turno. Esperé, resignada. Que me destroce, pensé.
– Yo también, Olivia. Lo siento, quiero decir.
Nada más. No la estaba mirando, sino que tironeaba de un hilo suelto de la costura de mis tejanos. Alcé los ojos. Los de mi madre parecían húmedos, pero no supe si la humedad significaba lágrimas, agotamiento o un esfuerzo por combatir la migraña. Daba la impresión de estar envejeciendo a marchas forzadas. Pese a su aspecto de media hora antes, en aquel momento aparentaba su verdadera edad.
Formulé la pregunta sin darme cuenta.
– ¿Por qué me enviaste aquel telegrama?
– Para herirte.
– Podríamos habernos ayudado mutuamente.
– Entonces no, Olivia.
– Te odiaba.
– Yo te culpaba.
– ¿Aún me culpas?
Negó con la cabeza.
– ¿Y tú?
Reflexioné sobre la pregunta.
– No lo sé.
Sonrió apenas.
– Por lo visto, te has vuelto sincera.
– Es porque voy a morir.
– No debes decir…
– Va incluido en el lote de la sinceridad. -Bajé la taza hacia la mesa. Tabaleó como huesos secos sobre el platillo. Me la cogió. Apoyó la mano sobre mi puño derecho-. Has cambiado. No eres como yo esperaba.
– Es obra del amor.
Lo dijo sin la menor señal de embarazo. No parecía orgullosa ni cautelosa. Hablaba como si se limitara a enunciar un hecho.
– ¿Dónde está él? -pregunté.
Frunció el entrecejo, como perpleja.