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La expresión de Helen se suavizó. Señaló a ambos con el dedo.

– No me refería a nosotros, ni al tema del amor, querido. Dime qué ha pasado. El periódico dijo que había terminado, pero no ha terminado. Basta con mirarte para saberlo.

– ¿Cómo?

– Cuéntame -repitió Helen, con más ternura.

Lynley se sentó en el césped que bordeaba el macizo de rosas, y mientras Helen caminaba entre las plantas, recogía las flores caídas y se manchaba la blusa, el mono y las manos, se lo contó. Habló de Jean Cooper y su hijo. De Olivia Whitelaw. De su madre. De Kenneth Fleming, las tres mujeres que le habían amado y lo que había pasado por culpa de ese amor.

– El lunes me apartarán del caso -concluyó-. La verdad, Helen, me da igual. Me he quedado sin ideas.

Ella se sentó a su lado con las piernas cruzadas, el regazo lleno de restos de rosas.

– Tal vez exista otra forma -dijo.

Lynley meneó la cabeza.

– Solo tengo a Olivia. Le basta con aferrarse a su historia, y tiene todos los motivos del mundo para hacerlo.

– Excepto el que necesita.

– ¿Cuál?

– Que es lo justo.

– Tengo la impresión de que lo justo y lo injusto no significan gran cosa en la vida de Olivia.

– Tal vez, pero la gente puede sorprenderte, ¿verdad, Tommy?

Él asintió y descubrió que ya no quería hablar más del caso. Era demasiado para él, y prometía seguir siendo demasiado durante los siguientes días. Al menos de momento, y durante el resto de la noche, prefería olvidarlo. Buscó la mano de Helen. Limpió el polvo de sus dedos.

– Ese es el motivo, por cierto -dijo.

– ¿Cuál?

– Cuando me pediste que hablara y yo te malinterpreté. Ese fue el motivo.

– ¿Porque me malinterpretaste?

– No. Porque pediste que te contara. Me miraste, supiste que algo iba mal y preguntaste. Ese es el motivo, Helen. Siempre lo será.

Ella guardó silencio un momento. Dio la impresión de que examinaba la forma en que él retenía su mano.

– Sí -dijo por fin, en voz baja y firme.

– ¿Comprendes?

– Comprendo. Sí. Pero en realidad, te estaba contestando.

– ¿Me estabas contestando?

– A la pregunta que me hiciste el viernes pasado por la noche. Aunque en realidad no era una pregunta, ¿verdad? Era más bien una exigencia. Bueno, una exigencia tal vez no. Una petición.

– ¿ El viernes por la noche?

Rememoró. Los días habían transcurrido con tal celeridad que no podía recordar dónde había estado y qué había hecho el pasado viernes por la noche, excepto que habían quedado para ir a un concierto de Strauss, la velada se había estropeado, había ido al piso de Helen a eso de las dos de la mañana y… La miró y descubrió que estaba sonriendo.

– No estaba dormida -dijo Helen-. Te quiero, Tommy. Supongo que siempre te he querido de una forma u otra, incluso cuando pensaba que siempre serías simplemente un amigo. Sí. Quiero. Cuando quieras. Donde quieras.

OLIVIA

He estado observando a Panda, que sigue tendida sobre el tocador, entre un montón de cartas y facturas apiladas con sentido artístico. Parece muy tranquila. Se ha aovillado en una bola perfecta, con la cabeza tocando la parte posterior y las patas encogidas bajo la cola. Ha dejado de intentar comprender por qué sus rituales de la hora de acostarse han cambiado. No pregunta por qué me quedo sentada en la cocina hora tras hora, en lugar de trasladarme a mi habitación en su compañía y ahuecar las mantas para hacerle un sitio al pie de la cama. Me gustaría bajarla del tocador y dejarla un rato en mi regazo. Existe cierto placer que solo proporciona la condescendencia de un gato a ser abrazado y acariciado. Siseo para llamar su atención. Sus orejas se mueven en mi dirección, pero no cambia de postura. Sé lo que me está diciendo. No difiere mucho de lo que me he estado diciendo a mí misma. Lo que voy a sufrir, lo sufriré sola. Es como un ensayo general para la muerte.

Chris está en su habitación otra vez. Parece que consigue mantenerse despierto gracias a una metódica limpieza de la casa. No paro de oír cajones que se abren y aparadores que se cierran. Cuando digo en voz alta que debería acostarse, él responde.

– Dentro de un rato. Estoy buscando algo.

Pregunto qué es.

– Una foto de Lloyd-George Marley. Llevaba tirabuzones, ¿sabes? Y zapatillas persas puntiagudas.

Comento que Lloyd-George debe de ser un tipo muy resulten.

– Era-dice Chris.

– ¿Ya no le ves, o qué? ¿Por qué no ha venido nunca a la barcaza?

Oigo que un cajón se abre y su contenido se desparrama sobre la cama de Chris.

– Chris, ¿por qué nunca…?

– Está muerto, Livie -me interrumpe Chris.

Repito la palabra «muerto» y pregunto cómo murió.

– Apuñalado -contesta Chris.

No pregunto a Chris si estaba con él cuando sucedió. Ya lo sé.

No creo que el mundo pueda ofrecer gran cosa en materia de felicidad y satisfacción, ¿verdad? Hay demasiado dolor, demasiada pena. Son producto del conocimiento, el apego y el afecto.

No sirve de nada, pero aún me pregunto qué habría pasado si nunca hubiera ido a Julip's hace tantos años y hubiera conocido a Richie Brewster. Si hubiera terminado la universidad, empezado una carrera, contentado a mis padres… ¿Cuántas necesidades de los demás hemos de satisfacer durante nuestra vida? ¿Hasta qué. punto hemos de disculparnos por nuestro fracaso en satisfacer las necesidades de los demás? La respuesta a cada pregunta es negativa, como cualquier tía agonizante le dirá. Pero la vida es más complicada que todo eso.

Me duelen los párpados. Ignoro qué hora es, pero creo que la pantalla negra extendida sobre la ventana de la cocina está virando a gris. Me digo que ya he escrito bastante por ahora, que ya puedo acostarme. Necesito descansar. ¿No me han dicho lo mismo todos los doctores y todos los curanderos? Conserva tus fuerzas, conserva tus energías, me dicen.

Llamo a Chris. Asoma la cabeza al pasillo. Ha desenterrado un fez rojo y dorado de su armario, y lo lleva balanceando sobre la parte posterior de la cabeza.

– ¿Sí, mensahib? -dice, con las manos enlazadas sobre el pecho.

– Te has equivocado de país, capullo -digo-. Necesitas un turbante. ¿Quieres sentarte conmigo, Chris?

– ¿Estás ahí, pues?

– Sí.

– De acuerdo.

Echa la cabeza hacia atrás para tirar el fez en su habitación. Entra en la cocina. Levanta a Panda del tocador y la coloca sobre su hombro. Se sienta delante de mí. La gata no reacciona. Sabe que Chris la ha cogido. Se queda doblada como un saco sobre su hombro. Empieza a ronronear.

Chris extiende la otra mano por encima de la mesa. Abre mi palma izquierda y entrelaza sus dedos con los míos. Veo que mis dedos se retuercen antes de conseguir que se cierren sobre los suyos. Pese a todo, sé que su fuerza ha menguado. Sus dedos aprietan los míos.

– Continúa -dice.

Y lo hago.

Mi madre y yo hablamos durante aquella madrugada en Kensington. Hablamos hasta que Chris vino a buscarme.

– Es mi amigo -dije-. Creo que te gustará.

– Es bueno tener amigos -contestó ella-. Un único buen amigo es mejor que cualquier otra cosa. -Agachó la cabeza y añadió con cierta timidez-: Al menos, eso es lo que yo he descubierto.

Chris entró, con aspecto de agotamiento. Tomó una taza de té con nosotras.

– ¿Ha ido bien? -pregunté.

– Ha ido bien -contestó sin mirarme. Mi madre nos observó con curiosidad, pero no hizo preguntas.

– Gracias por cuidar de Olivia, Chris -dijo.

– Livie suele cuidar de sí misma -contestó Chris.

– Bah. Tú me animas a continuar, y lo sabes.

– Eso está bien -dijo mi madre.

Sospechaba que existía algo más que amistad entre Chris y yo. Como todas las mujeres enamoradas, quería que todo el mundo compartiera su felicidad. Quise decir, «No hay nada entre nosotros, mamá», pero sentí una punzada de celos a causa de sus sospechas infundadas.