Chris y yo nos marchamos después de amanecer. Dijo que ya se había reunido con Max, y que los animales rescatados estaban en buenas manos.
– Tengo miembros nuevos en la unidad -dijo-. ¿Te había hablado de ellos? Creo que van a trabajar muy bien.
Imagino que ya estaba intentando hablarme de Amanda, incluso en aquel momento. Debía experimentar cierto alivio. Yo estaba en camino de algún asilo, lo cual significaba que, cuando mi enfermedad progresara, ya.no estaría bajo su responsabilidad. Si quería liarse con Amanda, pese a las reglas del MLA, podía hacerlo sin necesidad de herirme. Todos esos pensamientos debían pasar por su mente, pero no me di cuenta de su serenidad mientras íbamos en coche hacia Little Venice. Estaba demasiado satisfecha por lo que había pasado entre mi madre y yo.
– Ha cambiado -dije-. Parece en paz consigo misma. ¿Te has dado cuenta, Chris?
No la había conocido hasta aquella noche, me recordó, de forma que no sabía en qué había cambiado. No obstante, nunca había conocido a una mujer que a las cinco de la mañana, después de toda una noche sin dormir, estuviera tan aguzada como un escalpelo. ¿De dónde sacaba aquel exceso de energía?, quiso saber. Él estaba exhausto, y yo parecía agotada.
Dije que era debido al té, la teína, la peculiaridad y nerviosismo de la noche.
– Y el amor -dije-. Eso también.
Era más cierto de lo que yo pensaba.
Volvimos a la barcaza. Chris sacó a pasear a los perros. Yo llené sus cuencos de comida y agua. Di de comer a la gata. Disfrutaba mucho realizando las pequeñas tareas que aún me estaban permitidas. Todo saldrá bien, pensé.
Mi cuerpo se vengó de la larga noche de Kensington. Durante todo el día, combatí una oleada de fibrilaciones y debilidad mediante el expediente de pensar que se debía al agotamiento. Chris apoyó aquella conclusión, porque durmió hasta media tarde y solo abandonó la barcaza para pasear dos veces a los perros.
Esperaba con ansiedad que mi madre llamara aquel día. Yo había dado el primer paso. Ella debía dar el segundo. Pero cada vez que el teléfono sonaba, era para Chris.
No era preciso que mi madre telefoneara, por supuesto, y había estado levantada toda la noche como nosotros, así que debería estar durmiendo. Si no, habría ido a la imprenta, a ocuparse del negocio. Dejaría pasar unos cuantos días, decidí. Después, la telefonearía y la invitaría a comer a la barcaza. Mejor aún, esperaría a que Kenneth volviera de Grecia. Utilizaría el viaje como una excusa para telefonear. Bienvenido a casa y venid a comer, diría. ¿Qué mejor forma de demostrar a mi madre que no solo estaba ansiosa por concluir nuestros años de enemistad, sino que tampoco emitía juicios precipitados sobre su relación con un hombre mucho más joven? De hecho, quizá no sería mala idea que me informara sobre la actualidad del mundo del criquet. Me gustaría poder hablar con Ken cuando por fin le conociera, ¿verdad?
Cuando Chris salió a pasear con los perros a la mañana siguiente, le pedí que me trajera un periódico. Volvió con el Times y el Daily Mail. Busqué las noticias deportivas. Artículos sobre boxeo, remo y criquet llenaban la página. Me puse a leer.
Nottinghamshire iba en cabeza de la clasificación. Tres bateadores de Derbyshire habían logrado cada uno una serie de cien en el último partido contra Wor-cestershire. La universidad de Cambridge iba empatada con Surrey hasta el descanso para tomar el té, y después ganó. La Federación Nacional de Criquet iba a celebrar una reunión especial en el Lord's para debatir el futuro del criquet nacional. Aparte de resultados, fechas de futuros encuentros y puntuaciones de los equipos de primera, la única mención ál equipo inglés y a los inminentes partidos entre Inglaterra y Australia aparecía en un artículo sobre los diferentes estilos de sus capitanes: el inglés Guy Mollison (afable y accesible a los medios de comunicación, en contraste con el capitán australiano, Henry Church, colérico y hosco). Tomé nota mental sobre Church. Era un buen tema de discusión. Podía decir, «Kenneth, ¿crees que el capitán australiano es tan antipático como dicen los periódicos?», para romper el hielo.
Reí para mis adentros cuando pensé en lo de romper el hielo. ¿Qué me estaba pasando? Estaba pensando en facilitar las cosas a alguien. ¿Cuándo en mi vida me había preocupado eso? Pese a que, hasta perder la gracia por culpa de Jean Cooper, había atormentado mi adolescencia, descubrí que deseaba simpatizar con Kenneth Fleming, quería caerle bien, quería que todos nos lleváramos bien. ¿Qué cojones me estaba pasando? ¿Adónde habían ido a parar las envidias, las inquinas y la desconfianza?
Cojeé hasta el váter para echarme un vistazo en el espejo, con la convicción de que si ya no se me revolvían las tripas al pensar en mi madre, tal vez habría cambiado por fuera también. No era así. Hasta mi aspecto me desorientó. El pelo era el mismo, y el aro en la nariz, los clavos, los gruesos círculos negros que conseguía pintar alrededor de mis ojos cada mañana. Por fuera, yo era la misma persona que había considerado a Miriam Whitelaw una vaca y una puta, pero mi corazón había cambiado, aunque mi apariencia no. Era como si una parte de mí hubiera desaparecido.
Decidí que la causa de mi cambio era el cambio operado en mi madre. No había dicho «Me lavé las manos de ti hace diez años, Olivia», o «Después de todo lo que hiciste, Olivia», impulsada por la necesidad de revivir y repetir el pasado. En cambio, su aceptación había sido incondicional. Aquel gesto pedía a cambio mi aceptación incondicional. Concluí que aquel cambio se debía a su relación con Kenneth Fleming. Y si Kenneth Fleming había sido capaz de influir en su comportamiento hasta tal punto, yo estaba más que dispuesta a aceptarle.
Recuerdo ahora que pensé fugazmente en Jean Cooper, en dónde encajaba, en cómo, cuándo y si mi madre se las había tenido con ella. No obstante, decidí que el triángulo mamá-Kenneth-Jean no era mi problema. Si mi madre no perdía el sueño por Jean Cooper, ¿por qué iba a hacerlo yo?
Saqué la colección de libros sobre cocina vegetariana de Chris, que guardaba en la estantería clavada sobre los fogones, y los llevé de uno en uno a la mesa. Abrí el primer libro y pensé en la comida que Chris y yo prepararíamos para mi madre y Kenneth. Entrante, segundo plato, pudin y quesos sería perfecto. Hasta tomaríamos vino. Empecé a leer. Cogí un lápiz de la lata para tomar notas.
Mientras pensaba y planificaba, Chris examinaba un molde en el cuarto de trabajo. Nuestros lápices garrapatearon sobre el papel durante la mayor parte de la tarde. Aparte de ese ruido y de los discos que sonaban en el estéreo, nada nos molestó o distrajo hasta que Max vino a vernos por la noche.
– ¿Chris? ¿Muchacha? ¿Estáis ahí abajo? -se anunció, mientras saltaba con un gruñido a la barcaza. Los perros empezaron a ladrar.
– Está abierto -contestó Chris, y Max bajó con cuidado la escalera. Tiró galletas de perro al otro extremo de la habitación y sonrió cuando Toast y Beans salieron disparados detrás de ellas. Yo estaba dormitando en la vieja butaca naranja. Chris se había tirado al suelo, a mis pies. Los dos bostezamos.
– Hola, Max -dijo Chris-. ¿Qué hay de nuevo?
Una bolsa blanca de colmado colgaba de la mano derecha de Max. La levantó un poco. Por un momento, y aunque resultara extraño, aparentó torpeza y falta de seguridad en sí mismo.
– Os he traído unas golosinas.
– ¿Qué celebramos?
Max sacó uva roja, un trozo de queso, galletas y una botella de vino italiano.
– Me he permitido una reacción secular a una crisis. En un pueblo, cuando el desastre se abate sobre una familia, los vecinos les llevan comida. Es una actividad prima segunda de preparar té.
Max entró en la cocina. Chris y yo nos miramos perplejos.
– ¿Desastre? -preguntó Chris-. ¿Qué ha pasado, Max? ¿Te encuentras bien?