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– ¿Yo? -dijo. Volvió con copas, platos y el sacacorchos. Dejó todo sobre el banco de trabajo y se volvió hacia nosotros-. ¿Esta noche no habéis escuchado la radio?

Negamos con la cabeza.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Chris. Su expresión se alteró al instante-. Mierda. ¿La policía ha capturado a alguna de nuestras unidades, Max?

– No tiene nada que ver con el MLA. -Max me miró-. Está relacionado con tu madre.

Pensé, oh, Dios, infarto, apoplejía, atropello, asaltada en plena calle. Sentí que una mano fría pasaba sobre mi cara.

– Y ese novio suyo -continuó Max-. ¿No os habéis enterado de lo de Kenneth Fleming?

– ¿Kenneth? -fue mi estúpida pregunta-. ¿Qué ha pasado, Max?

Con aquella rapidez de las ideas al pasar por la mente, pensé, accidente de avión. Pero los periódicos de la mañana no hablaban de ningún accidente, y si un avión se hubiera estrellado camino de Grecia lo anunciarían todos los periódicos, ¿verdad? Y yo tenía un periódico, ¿no? De hecho, tenía dos. Y también el de ayer. Pero ninguno había dicho…

Solo oí fragmentos de la respuesta de Max.

– Muerto… incendio… en Kent… cerca de los Springburns.

– Pero no puede estar en Kent -protesté-. Mi madre dijo…

Enmudecí. Mis pensamientos acallaron mis palabras.

Sabía que Chris me estaba mirando. Me esforcé en no expresar nada. Mi memoria empezó a repasar los detalles de aquellas horas que había pasado sola, y luego con mi madre, en Kensington. Porque ella había dicho…, había dicho… Grecia. El aeropuerto. Le había acompañado. ¿No había dicho eso?

– … en las noticias -estaba diciendo Max-. No sé nada más… muy jodido para todo el mundo.

Pensé en ella, de pie en el pasillo a oscuras. Aquel extraño vestido camisero, la afirmación de que necesitaba cambiarse, el olor a ginebra de su aliento después de que tardara tanto en cambiarse. ¿Qué había notado Chris en ella cuando había llegado? La energía que proyectaba a las cinco de la mañana, tan insólita en una mujer de su edad. ¿Qué estaba pasando?

Tuve la impresión de que una soga se cerraba alrededor de mi cuello. Recé para que Max se fuera cuanto antes, porque sabía que en caso contrario me desmoronaría y empezaría a farfullar como una idiota.

Pero ¿farfullar sobre qué? Debí malinterpretarla, pensé. Al fin y al cabo, estaba nerviosa. Me despertó en pleno sueño. No presté atención a sus palabras. Estaba concentrada en tratar de evitar que nuestra entrevista inicial no se desintegrara en acusaciones y recriminaciones. Debió decir algo que malinterpreté.

Aquella noche, en la cama, examiné los hechos. Dijo que le había acompañado al aeropuerto… No. Dijo que venía del aeropuerto, ¿no? Su vuelo se había retrasado. Bien. Muy bien. Entonces, ¿qué hicieron? Mi madre no habría querido dejarle tirado en el aeropuerto. Debió quedarse, tomaron unas copas. Por fin, él le dijo que volviera a casa. Y después… Después, ¿qué? ¿Ken salió corriendo del aeropuerto y fue a Kent? ¿Por qué? Aunque el vuelo se hubiera retrasado, ya habría entregado los billetes y estaría esperando en la sala de vuelos internacionales, o en una de esas salas para viajeros importantes en las que ni siquiera dejan entrar a personas sin billete…, al igual que tampoco las admiten en la sala de vuelos internacionales. ¿Por qué había pensado que Kenneth y mi madre habrían tomado unas copas juntos, mientras él esperaba su vuelo? No podía ser. Necesitaba algo diferente.

Tal vez habían suspendido el vuelo. Tal vez había ido desde el aeropuerto a Kent para utilizar la casa durante las vacaciones. No se lo había dicho a mi madre porque no sabía que iba a ir, porque cuando ella le dejó en el aeropuerto, Ken ignoraba que el vuelo sería suspendido. Sí. Sí, eso era. Fue a Kent. Sí, fue a Kent. Y en Kent murió. Solo. Un incendio. Un cortocircuito, chispas, prenden en la alfombra, después llamas y más llamas y su cuerpo carbonizado. Un accidente horrible. Sí, sí. Eso era lo que había pasado.

Experimenté un alivio increíble al llegar a esta conclusión. ¿Qué había pensado?, me pregunté. ¿Por qué demonios lo había pensado?

Cuando Chris entró con el té de la mañana, dejó la taza sobre la estantería contigua a la cama. Se sentó en el borde.

– ¿Cuándo iremos? -preguntó.

– ¿Adónde?

– A verla. Querrás verla, ¿no?

Musité un sí. Le pedí que me comprara el periódico.

– Quiero saber qué pasó -dije-. Antes de hablar con ella. He de saberlo para decidir qué debo decir.

Me trajo el Times otra vez. Y el Daily Mail. Mientras preparaba nuestro desayuno, me senté a la mesa y leí los artículos. Había pocos detalles aquella primera mañana después de que el cadáver de Kenneth hubiera sido descubierto: el nombre de la víctima, el nombre de la casa donde le habían encontrado, el de la propietaria de la casa, el del lechero que había descubierto el incendio, la hora del descubrimiento, los nombres de los principales investigadores. A continuación, seguía una breve biografía de Kenneth Fleming, y al final se apuntaban las teorías actuales, que debían confirmar la autopsia y la investigación posteriores. Leí esta última parte una y otra vez, con especial atención a las palabras «especialistas en incendios provocados» y a la supuesta hora de la muerte: «Antes de la autopsia, el forense destacado al lugar de los hechos determinó que la muerte tuvo lugar entre treinta y treinta y seis horas antes de descubrir el cadáver». Yo realicé los cálculos mentales en mi cabeza. Eso concretaba la hora de la muerte alrededor de la medianoche del miércoles. Sentí un dolor sordo en el pecho. Pese a lo que mi madre me hubiera dicho la madrugada del jueves sobre el paradero de Kenneth Fleming, una cosa estaba clara: el hombre no podía estar en dos sitios a la vez, en compañía de mi madre camino de o ya en el aeropuerto, y en Celandine Cottage. O el forense se equivocaba, o mi madre estaba mintiendo.

Me dije que debía averiguarlo. La telefoneé, pero no hubo respuesta. Telefoneé todo el día y parte de la noche. Y la tarde siguiente perdí la paciencia.

Pedí a Chris que fuéramos a Kensington. Dije que quería ver a solas a mi madre, si no le importaba. Porque hacía mucho tiempo que estábamos distanciadas, dije. Estará triste, dije. Necesitará a alguien de la familia a su lado.

Ghris dijo que comprendía. Me acompañaría a Kensington. Esperaría a que yo le telefoneara y volvería a buscarme.

No toqué el timbre después de subir penosamente los siete peldaños del frente. Entré con mi llave. Cerré la puerta a mi espalda y vi que la puerta del comedor estaba cerrada, al igual que la del saloncito. Las cortinas estaban corridas sobre la ventana que daba al jardín trasero. Me quedé de pie en la oscuridad casi total de la entrada. Escuché el profundo silencio de la casa.

– ¿Madre? -llamé, con tanta serenidad como pude reunir-. ¿Estás aquí?

Como el miércoles por la noche, no hubo respuesta. Me acerqué al comedor y abrí la puerta. Se filtró luz hacia la entrada y cayó sobre el poste situado al pie de la escalera, del cual colgaba un bolso. Fui a examinarlo. Recorrí con los dedos la suave piel. Una tabla crujió en el piso de arriba. Levanté la cabeza y llamé.

– ¿Madre? Chris no está. He venido sola.

Clavé la vista en la escalera. Ascendía hasta perderse en la oscuridad. Era primera hora de la tarde, pero mi madre había logrado convertir la casa en una tumba, con las puertas y ventanas cerradas. Solo veía formas y sombras.

– He leído los diarios. -Dirigí mi voz hacia donde debía estar, en el segundo piso de la casa, ante la puerta de su dormitorio, apoyada contra la hoja, las manos a la espalda y aferradas al pomo-. Sé lo de Kenneth. Lo siento mucho, madre. -Finge, pensé. Finge que nada ha cambiado-. Cuando leí lo del incendio, pensé que debía venir. Habrá sido horrible para ti. ¿Te encuentras bien, madre?

Tuve la impresión de que un suspiro flotaba desde arriba, aunque bien habría podido ser una ráfaga de viento al golpear la ventana del final del pasillo. Oí un roce. Después, la escalera empezó a crujir poco a poco, como si bajaran un peso de cien kilos centímetro a centímetro.