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– Lo siento -dije-. Muy oportuna. Dios, cómo lo he complicado todo. -No contestó. Daba la impresión de que esperaba algo más. Estaba sentada muy tiesa a la luz agonizante del atardecer, y me miró mientras yo formulaba la pregunta y hacía acopio de fuerzas para preguntar de nuevo-. ¿Por qué? Madre, ¿por qué lo hiciste? ¿Estás…? ¿Necesitas dinero o algo así? ¿Pensabas en el seguro de la casa?

Su mano derecha buscó la alianza de la izquierda. Sus dedos se cerraron sobre el anillo.

– No -contestó.

– Entonces, ¿qué?

Se levantó. Caminó hacia la ventana salediza y volvió a colgar el teléfono. Se quedó un momento con la cabeza gacha y las yemas de los dedos apoyadas sobre la superficie de la mesa.

– He de barrer estos cristales rotos -dijo.

– Dime la verdad, madre.

– ¿La verdad? -Levantó la cabeza. No se volvió hacia mí-. Amor, Olivia. Así empieza todo siempre, ¿no? Lo que no entendía es que también es el final.

OLIVIA

He aprendido dos lecciones. Primera, la verdad existe. Segunda, ni admitir ni reconocer la verdad te libera.

También he aprendido que, haga lo que haga, alguien sufrirá por mi culpa.

Al principio, pensé que podría sepultar la certeza. Todos aquellos cabos sueltos que rodeaban la madrugada del miércoles al jueves no acababan de encajar, y mi madre no quería aclarar lo que había dicho sobre el amor, aparte de decir que lo había hecho por él, y yo ignoraba (y prefería seguir ignorando) quién era aquella mujer a la que mi madre se refería en relación con Kenneth. Solo sabía con seguridad que la muerte de Kenneth Fleming en la casa se había producido por accidente. Era un accidente. Y el castigo de mi madre, si era necesario un castigo, consistiría en tener que vivir con el conocimiento de que ella había provocado el incendio que causó la muerte del hombre a quien amaba. ¿No era suficiente castigo? Sí, lo era, concluí. Lo era.

Decidí callar lo que sabía. No se lo dije a Chris. ¿Para qué?

Pero después, la investigación continuó. La seguí como pude gracias a los periódicos y las noticias de la radio. Un incendio deliberado se había desatado gracias a un artefacto incendiario, cuya naturaleza la policía no revelaba. Por lo visto, era la naturaleza del artefacto, y no solo su presencia, lo que alentaba a las autoridades a empezar a utilizar las palabras «incendio premeditado» y «asesinato». En cuanto aquellas palabras fueron empleadas, sus compañeras empezaron a menudear en los medios de comunicación: «sospechoso», «asesino», «víctima», «móvil». El interés aumentó. Las especulaciones se desataron. Y después, Jimmy Cooper confesó.

Esperé a que mi madre telefoneara. Es una mujer con conciencia, me dije. Hablará. En cualquier momento. Porque estamos hablando del hijo de Kenneth Fleming. El hijo de Kenneth.

Intenté pensar que el giro de los acontecimientos nos favorecía a todos. Es solo un muchacho, pensé. Si va a juicio y le declaran culpable, ¿qué puede hacer nuestro sistema penal con un asesino convicto y confeso de dieciséis años? ¿No le enviarán a un sitio como Borstal, donde le rehabilitarán durante unos cuantos años? ¿No será mejor así para la sociedad? Le cuidarán, le educarán, le enseñarán un oficio, cosa que sin duda necesita con desesperación. En conjunto, la experiencia le beneficiará.

Después, vi su fotografía, cuando la policía le sacaba de la escuela secundaria. Caminaba entre dos agentes, y se esforzaba por aparentar que todo le importaba un bledo. Se hacía el duro y ponía cara de pasar de todo. Yo conozco muy bien esa expresión. Decía: «Llevo una armadura», y «Todo me importa una mierda». Comunicaba el hecho de que el pasado no le preocupaba, porque no tenía futuro.

Entonces, telefoneé a mi madre. Le pregunté si sabía lo de Jimmy. Dijo que la policía solo quería hablar con él. Pregunté qué iba a hacer. Dijo que estaba en mis manos.

– Olivia, comprenderé tu decisión, sea cual sea.

– ¿Qué le harán? ¿Qué le harán, madre?

– No lo sé. Ya le he buscado un abogado. Ha hablado con el muchacho.

– ¿El abogado lo sabe? Me refiero a…

– No creo que le lleven a juicio, Olivia. Puede que estuviera en las cercanías aquella noche, pero no estuvo en la casa. No tienen pruebas.

– ¿Qué pasó? Aquella noche. Dime al menos qué pasó, madre.

– Olivia. Querida. No creo que quieras saberlo. No creo que quieras cargar con ese peso.

Su voz era plácida, razonable. No era la voz de la Miriam Whitelaw que en otros tiempos hacía buenas obras por todo Londres, sino la voz de una mujer alterada de forma permanente.

– Necesito saberlo -dije-. Has de decírmelo.

Para saber cómo debía actuar, qué hacer, qué pensar, cómo comportarme en adelante.

Me lo contó. Era muy sencillo, en realidad. Dejó la casa como si hubiera gente dentro: las luces encendidas, el estéreo en funcionamiento, ambos con progra-madores de tiempo que reprodujeran los movimientos lógicos de sus ocupantes por la noche. Salió por el jardín trasero y se deslizó por los callejones al amparo de la oscuridad, sin hacer ruido y sin coger el coche, porque el coche no era necesario.

– Pero ¿cómo? -pregunté-. ¿Cómo llegaste a la casa? ¿Cómo lo hiciste?

Más que sencillo. Un trayecto en metro hasta la estación Victoria, desde donde partían trenes a Gatwick las veinticuatro horas del día, y en Gatwick las agencias de alquiler de coches tampoco cierran en todo el día, y no cuesta nada alquilar un Cavalier azul para llegarse hasta Kent (no es un trayecto muy largo), y es fácil coger las llaves del cobertizo pasada la medianoche, cuando las luces están apagadas y la única habitante de la casa está dormida, de manera que no oye a la intrusa, que tarda menos de dos minutos en entrar por la cocina, colocar en una butaca un cigarrillo sujeto a unas cerillas, un cigarrillo sacado de un paquete comprado en cualquier estanco, un cigarrillo vulgar, el cigarrillo más vulgar imaginable. Y después, de vuelta por la cocina, sin detenerse más que para sacar a dos gatitos, porque los gatitos son inocentes, ellos no han elegido vivir allí, no tienen por qué morir abrasados con ella, un gran incendio en que la casa será sacrificada, pero da igual, ella también da igual, todo da igual, excepto Kenneth y poner fin al dolor que ella le causa.

– Tenías la intención de… No fue un accidente.

¿Qué más pruebas necesito?, me pregunté.

¿Accidente? No. No fue un accidente. De ninguna manera. Un accidente no habría podido planearse con tanta minuciosidad, volver por la noche, conducir hasta el aeropuerto, desde el cual parten trenes hacia Londres sin parar, coger un taxi frente a la estación Victoria, un taxi que conducirá a una mujer solitaria hasta una casa con las luces apagadas de Argyll Road, que no dista mucho de Phillips Walk, y el regreso silencioso a altas horas de la mañana (sin que el motor de un coche llame la atención) pasará desapercibido. Muy sencillo. ¿Quién iba a creer que la estación Victoria, el aeropuerto de Gatwick y un coche alquilado durante una sola noche podían estar relacionados con el incendio de Kent?

Pero estoy en tus manos, Olivia.

¿Qué más me da?, pensé, pero algo más temblorosa, y con menos convicción. No conozco a ese chico. No conozco a su madre. No conozco a sus parientes. Nunca conocí a su padre. Si fue lo bastante imbécil para ir a Kent, la misma noche que su padre murió, era su problema. ¿Verdad? ¿Verdad?

Y entonces, inspector, usted se presentó en la barcaza.

MLA, intenté decirme al principio. Preguntó por Kenneth Fleming, pero el auténtico motivo de su visita era otro. Nadie nos había relacionado jamás con el movimiento, pero siempre existe la posibilidad. Chris se había liado con Amanda en flagrante violación de las normas, ¿verdad? Tal vez era una infiltrada. Había reunido información, dado el chivatazo a sus superiores, y aquí estaba el resultado. Parecía muy lógico. Por más que hable sobre una investigación criminal, ha venido en busca de pruebas para relacionarnos con el MLA.