Y se las acabo de proporcionar. Con este documento. ¿Se pregunta por qué, inspector? Usted, tan decidido a que cometiera un acto de traición… ¿Le gustaría saberlo?
Bien, la calle es de dos direcciones. Pasee por ella. Siéntala bajo los pies. Después, decida. Como yo. Decida, decida.
Estábamos sentados en la cubierta de la barcaza cuando por fin conté a Chris lo que sabía. Esperaba convencerle de que usted estaba husmeando nuestra relación con el MLA, pero Chris no es idiota. Supo que había algo raro en cuanto vio a mi madre en Kensington. Estuvo en la casa, vio su estado, oyó sus palabras, me vio absorta en los periódicos, vio que no podía parar de leerlos. Preguntó si quería decirle qué estaba pasando.
Yo estaba sentada en mi silla de lona. Chris estaba tirado sobre la cubierta, con las rodillas levantadas, los tejanos alzados y los calcetines blancos bajados, de forma que se veía una franja de piel pálida en cada pierna. En aquella postura, parecía vulnerable. Parecía más joven. Enlazó las manos alrededor de las piernas y sus muñecas sobresalían por las mangas de la chaqueta.
Tan protuberantes, pensé. Como sus codos,, sus tobillos y sus rodillas.
– Tendríamos que hablar -dijo.
– Creo que no puedo.
– Tiene que ver con tu madre. -No era una pregunta, y tampoco me molesté en negarlo.
– No tardaré en convertirme en una muñeca de trapo, Chris -dije-. Es probable que me quede atada a una silla de ruedas. Con tubos y respiradores. Piensa en lo horrible que será. Y cuando muera…
– No estarás sola. -Rodeó mi tobillo con los dedos. Dio un tironcito a mi pierna-. Nunca te he dejado, Livie. Te doy mi palabra. Yo te cuidaré.
– Como a los perros -susurré.
– Yo te cuidaré.
Fui incapaz de mirarle. Desvié la vista hacia la isla. Los sauces, con sus ramas que caían hasta el suelo, proporcionaban un refugio que dentro de pocas semanas se convertirían en una pantalla, tras la cual los amantes podrían acostarse en aquella depresión del suelo donde incontables amantes se habían tendido antes que ellos. Pero yo no sería uno de ellos.
Extendí mi mano hacia Chris. La cogió, cambió de posición para sentarse a mi lado y miró también hacia la isla. Me escuchó mientras relataba lo sucedido aquella noche en Kensington.
– No te quedan muchas opciones, Livie -dijo cuando terminé.
– ¿Qué pueden hacerle? Si hay un juicio, lo más probable es que no le declaren culpable.
– Si le llevan a juicio, culpable o no, ¿imaginas cómo será el resto de su vida?
– No me pidas que haga esto. No me lo pidas, por favor.
Sentí que apretaba los dedos contra el dorso de mi mano.
– Está refrescando -dijo-. Tengo hambre. Bajemos, ¿vale?
Hizo la cena. Yo me senté en la cocina y miré. Llevó nuestros platos a la mesa, se sentó frente a mí como de costumbre, pero no lo hizo con entusiasmo. Extendió la mano por encima de la mesa y me acarició la mejilla.
– ¿Qué? -dije.
– Esto -contestó. Pinchó con el tenedor un trozo de calabaza-. Nada parece correcto, Livie. Qué hacer. Cómo comportarse. A veces, todo es confuso.
– Me da igual lo que es correcto. Solo me gusta lo fácil.
– A ti y a todos los habitantes del mundo.
– ¿A ti también?
– Sí. No soy diferente.
Pero parecía que para Chris era diferente. Siempre parecía tan seguro de adonde iba y de lo que hacía. Incluso ahora, sentado frente a mí, con mi mano entre las suyas, aún parece seguro. Levanto la cabeza.
– ¿Y bien? -dice.
– Ya lo he hecho. -Siento que sus dedos aprietan los míos-. Si le envío esto, Chris, no podré volver a casa. Me quedaré aquí. Atrapados. Tú y yo. Yo. El desastre que soy. No puedes… Tú y… No podréis…
Soy incapaz de continuar. Las palabras son tan sencillas: tú y Amanda no podréis estar juntos como queréis mientras yo siga aquí y esté viva, Chris. ¿Lo has pensado? Pero no puedo decirlas. No puedo pronunciar su nombre. No puedo relacionar el nombre de ella con el de Chris.
No se mueve. Me observa. Fuera, la luz aumenta de intensidad. Oigo que un pato aletea sobre la superficie del canal. Si levanta el vuelo o se posa, imposible saberlo.
– No es fácil -dice Chris-. Pero es correcto, Livie. Estoy convencido.
Nos miramos y me pregunto qué ve. Yo sé lo que veo y mi pecho experimenta la necesidad de estallar y decir todas las palabras aprisionadas en mi corazón. Qué gran alivio sería. Dejar que Chris cargara con el peso una temporada. Pero entonces, se pone en pie, me levanta y me lleva a mi habitación, y sé que su carga es más que suficiente.
Capítulo 26
Con un «Confía en mí, cariño. Es lo mejor para nosotros. Te prometo que no te arrepentirás», Helen condujo a Lynley hasta Hyde Park el domingo por la mañana. Se habían puesto los chándales que ella había comprado la semana anterior, y Helen insistió en que, si eran sinceros en lo de ponerse en forma, debían empezar por una marcha a buen paso desde Eaton Terrace a Hyde Park Córner, que había elegido como punto de partida. Cuando decidió que «el precalentamiento ya ha sido suficiente», se desvió hacia el norte, en dirección a Marble Arch.
Helen estableció un paso admirable para los dos. Adelantaron a una docena de corredores, como mínimo, sin el menor problema. Detrás de ella, Lynley se controlaba y concentraba en no agotarse demasiado pronto. En verdad, Helen era notable, pensó. Su estilo era hermosísimo, con la cabeza echada hacia atrás, los brazos doblados por el codo y el cabello oscuro al viento. De hecho, empezaba a pensar que se había entrenado en secreto para impresionarle, cuando ella empezó a desfallecer en el momento que el Dorchester aparecía al otro lado de Park Lane. Se puso a su lado.
– ¿Demasiado deprisa, querida? -preguntó.
Ella resopló.
– No. No. -Agitó los brazos-. Maravilloso, ¿verdad?
– Sí, pero te veo un poco colorada.
– ¿De veras? -Helen continuó con aire decidido-. Pero es… bueno…, ¿verdad? La sangre… La circulación. Todo eso.
Recorrieron otros cincuenta metros.
– Me parece… -Helen tragaba aire como alguien que hubiera sobrevivido a la asfixia-. Estupendo para un… ¿No crees?
– Ya lo creo -contestó Lynley-. Los ejercicios cardiovasculares son los mejores del mundo. Me alegro de que lo sugirieras, Helen. Ya es hora de que nos esforcemos en ponernos en forma. ¿Un poco más despacio?
– No…, de ninguna… manera. -Gotas de sudor habían aparecido en su frente y sobre el labio superior-. Estupendo… Esto es… fantástico, ¿no?
– Mucho. -Rodearon la fuente de la Alegría de la Vida -. ¿Hacia Speaker's Corner, o entramos en el parque?
Helen agitó un brazo én dirección norte.
– Corner -resolló.
– Perfecto. Que sea Speaker's Córner. ¿Más despacio? ¿Más rápido? ¿Qué?
– Ya está… bien. Maravilloso.
Lynley reprimió una sonrisa.
– No sé -dijo-. Creo que hemos de dedicarnos más en serio, como auténticos profesionales. Quizá deberíamos llevar pesas también.
– ¿Qué?
– Pesas. ¿Las has visto, cariño? Se colocan en las muñecas y fortalecen tus brazos mientras corres. El problema de correr, si es que se le puede llamar problema, porque bien sabe Dios que me hace sentir de maravilla, ¿no es cierto?
– Sí… Sí…
– El problema, sin embargo… Aumentemos un poco la velocidad, creo que nos estamos relajando… El problema consiste en que el corazón se ejercita y la mitad inferior del cuerpo se fortalece, pero la mitad superior puede irse al carajo. Bien, si lleváramos pesas en los brazos y las levantáramos mientras corriéramos…
Helen se detuvo de repente, tambaleante. Apoyó las manos sobre las rodillas, mientras su pecho subía y bajaba y respiraba con ruidos similares a chillidos.