Выбрать главу

Barbara frunció el entrecejo al caer en la cuenta de la irregularidad que estaban tramando, pero verbalizó sus objeciones con cautela, consciente de la comprensible inclinación de la inspectora Ardery a proteger su parcela.

– ¿No se les cruzarán los cables a todo el mundo, señor? La mano izquierda no sabe lo que hace la derecha. Los ciegos guían a los sordos. Ya sabe a qué me refiero.

– No debería constituir un problema. La inspectora Ardery y yo coordinaremos la investigación.

«La inspectora Ardery y yo.» Lo dijo con sencillez y generosidad, pero Barbara oyó las implicaciones con tanta claridad como si las hubiera expuesto en voz alta. Ardery había querido encargarse del caso. Sus superiores se lo habían arrebatado. Lynley y Havers deberían mimar mucho a Ardery si deseaban la colaboración que necesitaban de su policía científica.

– Oh-dijo Barbara-. Claro. Claro. ¿Cuál es el primer paso?

Ardery se puso en pie de un solo y ágil movimiento. Barbara vio que era exageradamente alta. Cuando Lynley se levantó, su estatura de un metro ochenta y cinco solo le concedió una ventaja de cinco centímetros sobre ella.

– Han de comentar el caso, inspector -dijo Ardery-. Me atrevería a afirmar que ya no me necesitan. He anotado mi número en la primera página del informe.

– En efecto.

Lynley rebuscó en el cajón de su escritorio, extrajo una tarjeta y se la dio.

Ardery la guardó en su bolso sin mirarla.

– Le telefonearé por la mañana. Supongo que el laboratorio ya me habrá pasado información.

– Estupendo.

Lynley cogió el informe que Ardery había traído. Colocó las fotografías bajo los documentos. Dejó el informe en el centro del papel secante que, a su vez, estaba en el centro del escritorio. Era evidente que estaba esperando a que ella se marchara, y ella esperaba que hiciera algún comentario previo. «Será un placer trabajar con usted» habría bastado, pero también habría aceptado, por mucho que le desagradara, la verdad.

– Buenas noches, pues -dijo por fin la inspectora Ardery-. Lamento haber desbaratado sus planes para el fin de semana -añadió, con una sonrisa deliberada e irónica dedicada al atuendo de Lynley. Cabeceó en dirección a Barbara-. Sargento -fue su única palabra de despedida, y se marchó.

Sus pasos resonaron con energía mientras caminaba hacia el ascensor.

– ¿Cree que en Maidstone la tienen conservada en hielo, y solo la descongelan para ocasiones especiales como esta? -preguntó Barbara.

– Creo que tiene un trabajo duro en una profesión todavía más dura.

Lynley volvió a su asiento y empezó a revisar unos papeles. Barbara le dirigió una mirada perspicaz.

– Caramba. ¿Le ha gustado? Es bastante guapa, y admito que cuando la vi sentada aquí pensé que usted… Bueno, usted lo adivinó, ¿verdad? ¿De veras le gusta?

– No es obligatorio que me guste. Sólo estoy obligado a trabajar con ella. Y también con usted. ¿Empezamos, pues?

Estaba recordando su rango, cosa que hacía muy raras veces. Barbara tuvo ganas de protestar, pero sabía que la igualdad de rango entre él y Ardery implicaba que se mantendrían unidos si la situación se complicaba. Era inútil discutir.

– De acuerdo -dijo.

Lynley indicó el informe.

– Contamos con varios datos interesantes. Según el informe preliminar, Fleming murió el miércoles por la noche o en la madrugada del jueves. En esté momento, calculan entre medianoche y las tres. -Leyó un momento y subrayó algo con lápiz en el informe-. Le encontraron esta mañana…, a las once menos cuarto, cuando la policía de Greater Springburn llegó y logró entrar en la casa.

– ¿Por qué es interesante eso?

– Porque, dato interesante número uno, desde el miércoles por la noche hasta el viernes por la mañana, nadie informó sobre la desaparición de Kenneth Fleming.

– Quizá había ido a pasar unos días solo.

– Lo cual nos conduce al dato interesante número dos. Al ir a esa casa en concreto de los Springburn, no buscaba soledad. La habitaba una mujer. Gabriella Patten.

¿Es importante?

– Es la mujer de Hugh Patten.

– ¿Quiénes…?

– El director de una empresa llamada Power-source. Patrocinaba los encuentros de criquet de este verano contra Australia. Y ella, Gabriella, su mujer, ha desaparecido, pero su coche sigue en el garaje de la casa. ¿Qué le sugiere esto?

– ¿Tenemos un sospechoso?

– Es muy posible, diría yo.

– ¿O un secuestro?

Lynley hizo un ademán de duda. Continuó.

– Dato interesante número tres: aunque Fleming fue encontrado en el dormitorio, su cuerpo, como ya ha visto, estaba vestido por completo, a excepción de la chaqueta. Y no había bolsa de viaje ni en el dormitorio ni en la casa.

– ¿No tenía la intención de quedarse? ¿Es posible que le dejaran inconsciente de un golpe y le arrastraran hasta el dormitorio para simular que había subido a descabezar un sueñecito?

– Y dato interesante número cuatro: su mujer y su familia viven en la Isla de los Perros, pero Fleming vive en Kensington, desde hace dos años.

– Están separados, ¿no? ¿Por qué es el dato interesante número cuatro?

– Porque él vive en Kensington, con la dueña de la casa de Kent.

– ¿Esa Gabriella Patten?

– No. Es una tercera mujer. Se llama… -Lynley recorrió la página con el dedo-. Miriam Whitelaw.

Barbara apoyó el tobillo sobre la rodilla y jugueteó con el lazo de su bamba roja.

– Un tipo muy ocupado, el tal Fleming, cuando no estaba jugando a criquet. Una mujer en la Isla de los Perros, una… ¿amante en Kensington?

Eso parece. -Entonces, ¿qué era la de Kent? -Esa es la cuestión. -Lynley se puso en pie-. Vamos a buscar la respuesta.

Capítulo 4

Las casas de Staffordshire Terrace corrían a lo ancho de la ladera sur de Campden Hill y reflejaban el apogeo de la arquitectura victoriana en la parte norte de Kensington. Eran de estilo italiano clásico, con balaustradas, ventanas saledizas, cornisas de diente de perro y otros adornos de estuco blanco que servían para decorar lo que, en caso contrario, serían edificios sólidos y sencillos de color pimienta. Tres verjas negras de hierro forjado, flanqueaban la estrecha calle con repetitiva dignidad. Sus fachadas solo se diferenciaban en la elección de las flores que crecían en las jardineras y macetas de las ventanas.

En el número 18 las flores eran jazmines, y crecían en una profusión densa y rebelde desde tres jardineras que descansaban en una ventana salediza. Al contrario que la mayoría de las demás casas de la calle, el número 18 no había sido convertido en apartamentos. No había panel de timbres, solo uno, que Lynley y Havers apretaron veinticinco minutos después de que la inspectora Ardery les hubiera dejado.

– Muy elegante. -Havers movió la cabeza en dirección a la calle-. He contado tres BMW, dos Range Rovers, un Jaguar y un Coupe de Ville.

¿Un Coupe de Ville? -preguntó Lynley, y miró hacia la calle, sobre la que farolas victorianas arrojaban un resplandor amarillento-. ¿Está Chuck Berry en el barrio?

Havers sonrió.

– Pensaba que nunca escuchaba rock'n roll.

– Algunas cosas se saben por osmosis, sargento, mediante la exposición a una experiencia cultural común que se acumula furtivamente en los conocimientos propios. Yo lo llamo asimilación subliminal. -Miró la ventana de abanico que había sobre la puerta. Salía luz por ella-. La ha telefoneado, ¿verdad?

– Justo antes de marcharnos.

– ¿Para decir?

– Que queríamos hablar con ella sobre la casa y el incendio.

– Entonces, ¿dónde…?

– ¿Quién es, por favor? -dijo una voz firme detrás de la puerta.

Lynley y Havers se identificaron. Oyeron el ruido de una cerradura que giraba. La puerta se abrió despacio y se encontraron cara a cara con una mujer de cabello gris, vestida elegantemente con un vestido azul marino y una chaqueta a juego que colgaba casi hasta el borde del vestido. Llevaba unas gafas de montura grande a la moda que destellaron a la luz cuando paseó la vista entre Lynley y Havers.