– Hemos venido a ver a Miriam Whitelaw -dijo Lynley, y tendió a la mujer su tarjeta de identificación.
– Sí, lo sé. Soy yo. Entren, por favor.
Lynley sintió más que vio la mirada que la sargento Havers lanzó en su dirección. Sabía que estaba haciendo lo mismo que éclass="underline" decidir si debían llevar a cabo una rápida rectificación de sus conclusiones anteriores acerca de la naturaleza de la relación entre Kenneth Fleming y la mujer con quien vivía. Miriam Whitelaw, aunque muy bien vestida y arreglada, aparentaba casi setenta años, más de treinta años mayor que el hombre fallecido en Kent. En los tiempos modernos, la expresión «vivir con» conllevaba un significado inconfudible. Tanto Lynley como Havers la habían asumido sin pensar. Lo cual, comprendió Lynley con desagrado, no era el más propicio de los signos en cuanto a la progresión del caso.
Miriam Whitelaw se retiró de la puerta para dejarles pasar.
– ¿Subimos al salón? -preguntó, y les guió por un pasillo hasta la escalera-. He encendido el fuego.
Y un fuego necesitarían, pensó Lynley. Pese al mes, el interior de la casa parecía solo unos grados por encima de un congelador.
Por lo visto, Miriam Whitelaw leyó sus pensamientos.
– Mi difunto marido y yo pusimos calefacción central después de que mi padre sufriera una aplopejía a finales de los sesenta. Yo no la utilizo mucho. Supongo que soy más parecida a mi padre de lo que pensaba. Excepto por la electricidad, que aceptó por fin después de la Segunda Guerra Mundial, mi padre quiso que la casa se conservara como sus padres la habían arreglado, en la década de 1870. Sentimental, lo sé, pero así son las cosas.
Lynley no vio ninguna señal de que los deseos de su padre hubieran sido desatendidos. Entrar en el número 18 de Staffordshire Terrace era como subir a una cápsula temporal llena de papel premodernista: incontables estampados en las paredes, alfombras persas en el suelo, antiguas luces de gas con su globo azul que servían de candelabros y un hogar con repisa de terciopelo, en cuyo centro colgaba un gong de bronce. Era decididamente peculiar.
La sensación de anacronismo solo hizo que aumentar cuando subieron la escalera. Al principio, pasaron junto a paredes dedicadas a exhibir grabados deportivos desteñidos, y después del entresuelo, toda una pared de caricaturas de Punch enmarcadas. Estaban ordenadas por años. Empezaban en 1858.
Lynley oyó que Havers susurraba «Jesús», mientras miraba a su alrededor. Vio que se estremecía, y adivinó que no tenía nada que ver con el frío.
La sala a la que Miriam Whitelaw les condujo habría servido de admirable decorado para un drama de costumbres televisivo o una reproducción de museo de un salón Victoriano. Tenía dos chimeneas de azulejos, ambas con marcos de mármol y repisas de espejos dorados venecianos, frente a las cuales descansaban relojes de oro molido, jarrones etruscos y pequeñas esculturas de bronce que reproducían a Mercurio, Diana y hombres nervudos que peleaban desnudos. Un fuego ardía en la más alejada de las dos chimeneas, y Miriam Whitelaw caminó hacia ella. Cuando pasó junto a un piano de cola, el borde de un chal de seda que cubría el instrumento se enganchó con un anillo que llevaba. Se detuvo para desenredarlo, alisar el chal y enderezar una de la docena o más de fotografías que se erguían en marcos plateados sobre el piano. No era tanto un salón como una carrera de obstáculos consistentes en borlas, terciopelos, adornos de flores secas, mecedoras y minúsculos escabeles que amenazaban a los incautos con caer de cabeza. Lynley se preguntó si alguna señorita solterona vivía en la casa.
De nuevo, dio la impresión de que la señora Whitelaw leía sus pensamientos.
– Es algo a lo que una se acostumbra, inspector. Cuando era niña, este lugar se me antojaba mágico. Tantas chucherías misteriosas que mirar, con las que fantasear y tejer historias. Cuando heredé la casa, no me decidí a cambiar nada de su decoración. Siéntense, por favor.
Eligió una mecedora cubierta de terciopelo verde. Indicó que tomaran asiento en las butacas más cercanas al fuego de carbón que proyectaba un chorro de calor. Las butacas eran mullidas y de tapizado elegante. Más que sentarse, uno se hundía en ellas.
Al lado de la mecedora había una mesa de trípode sobre la que descansaba una botella y copas pequeñas. Una estaba medio llena. Miriam Whitelaw la cogió y bebió.
– Siempre tomo jerez después de cenar -explicó-. Un solecismo social, lo sé. Whisky o coñac serían más apropiados, pero no me gustan. ¿Les apetece un jerez?
Lynley dijo que no. Havers tenía todo el aspecto de haberse abalanzado sobre un Glenlivet si se lo hubieran ofrecido, pero negó con la cabeza, hundió la mano en su bolso y sacó su libreta de notas.
Lynley explicó a la señora Whitelaw cómo iba a llevarse el caso, coordinado desde Kent y Londres. Le dio el nombre de la inspectora Ardery. Le tendió su tarjeta. Ella la cogió, leyó y dio la vuelta. La dejó junto a su copa.
– Perdone -dijo-. No lo entiendo. ¿Qué significa «coordinado»?
– ¿No ha hablado con la policía de Kent, o con los bomberos? -preguntó Lynley.
– He hablado con los bomberos, después de comer. No recuerdo el nombre del caballero. Me telefoneó al trabajo.
– ¿Dónde es?
Lynley vio que Havers empezaba a escribir.
– Una imprenta de Stepney.
Al oír sus palabras, Havers levantó la cabeza. Miriam Whitelaw no parecía encajar en Stepney, ni en una imprenta.
– Artes gráficas Whitelaw -aclaró la mujer-. Soy la directora. -Introdujo la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo, que sostuvo en su palma, con los dedos cerrados a su alrededor-. ¿Pueden explicarme qué está pasando exactamente, por favor?
– ¿Qué le han dicho hasta el momento? -preguntó Lynley.
– El caballero del departamento de bomberos me dijo que se había declarado un incendio en la casa. Dijo que habían tenido que derribar la puerta. Dijo que el fuego ya se había apagado y que no se habían producido muchos daños, aparte del humo y el hollín. Quise ir a echar una mirada, pero dijo que habían sellado la casa y no podría entrar hasta que la investigación terminara. Le pregunté qué investigación. Pregunté por qué era necesaria una investigación, si el fuego ya estaba apagado. Me preguntó quién se alojaba en la casa. Se lo dije. Me dio las gracias y colgó. -Arrugó más el pañuelo en su palma-. Telefoneé dos veces más por la tarde. Nadie me dijo nada. Tomaron mi nombre y mi número cada vez, me dieron las gracias y dijeron que se pondrían en contacto conmigo cuando tuvieran noticias. Eso es todo. Ahora, vienen ustedes y… ¿Qué ha pasado, por favor?
– Le dijo que una mujer llamada Gabriella Patten se alojaba en la casa.
– Exacto. El caballero que telefoneó me pidió que deletreara su apellido. Preguntó si había alguien con ella. Contesté que no, por lo que yo sabía. Gabriella había ido a recluirse, y pensé que no estaba para muchas diversiones. Pregunté al caballero si Gabriella se encontraba bien. Dijo que se pondría en contacto conmigo en cuanto lo supiera. -Alzó la mano del pañuelo hacia el collar. Era de oro, trenzado con gruesos eslabones. Los pendientes iban a juego-. En cuanto lo supiera… -dijo en tono pensativo-. ¿Cómo no iba a saber…? ¿Resultó herida, inspector? ¿Han venido por eso? ¿Gabriella está en el hospital?
– El fuego se inició en el comedor -dijo Lynley.
– Eso ya lo sé. ¿En la alfombra? A Gabriella le gustan los fuegos, y si saltó un ascua de la chimenea mientras ella estaba en otra habitación…
– De hecho, fue por culpa de un cigarrillo en la butaca. Hace varias noches.
– ¿Un cigarrillo?
Miriam Whitelaw bajó los ojos. Su expresión cambió. Ya no parecía tan comprensiva como cuando había pensado que un ascua de la chimenea era la causante del incendio.