Lynley se inclinó hacia delante.
– Señora Whitelaw, hemos venido a hablar con usted sobre Kenneth Fleming.
– ¿Ken? ¿Por qué?
– Porque, por desgracia, se ha producido una muerte en su casa, y necesitamos reunir la mayor información para averiguar qué ocurrió.
Al principio, la mujer no se movió. Después, sólo sus dedos estrujaron más el pañuelo.
– ¿Una muerte? Pero el departamento de bomberos no dijo nada. Me pidieron que deletreara su apellido. Dijeron que me informarían en cuanto descubrieran algo… Y ahora usted me dice que desde el primer momento sabían… -Respiró hondo-. ¿Por qué no me lo dijeron? Me tuvieron al teléfono y ni siquiera se molestaron en decir que alguien había muerto. Muerto. En mi casa. Y Gabriella… Oh, Dios mío, he de avisar a Ken.
Lynley percibió en sus palabras el eco fugaz de la esposa turbada del gentilhombre en Inverness: «Cómo, ¿en nuestra casa?».
– Se ha producido una muerte -dijo-, pero no fue Gabriella Patten, señora Whitelaw.
– ¿Que no fue…? -Paseó su mirada entre Lyn-ley y Havers. Se puso rígida en su butaca, como si comprendiera de repente el horror que iba a caer sobre ella-. Entonces, por eso aquel caballero quería saber si había alguien más con ella en la casa. -Tragó saliva-. ¿Quién? Dígamelo, por favor.
– Lamento decir que es Kenneth Fleming.
Su rostro se despojó de toda expresión. Después, aparentó perplejidad.
– ¿Ken? Es imposible.
– Temo que no. Han identificado oficialmente el cadáver.
– ¿Quién?
– Su…
– No -dijo Miriam Whitelaw. El color abandonaba a toda velocidad su cara-. Es una equivocación. Kenneth ni siquiera está en Inglaterra.
– Su esposa ha identificado el cuerpo esta tarde.
– No puede ser. No puede ser. ¿Por qué no me preguntaron…? -Extendió la mano hacia Lynley-. Ken no está aquí. Se ha ido con Jimmy. Han ido a navegar… Han ido a navegar. Se han tomado unas cortas vacaciones y… Están navegando y no me acuerdo. ¿Adonde…? ¿Dónde?
Se puso en pie con un gran esfuerzo, como si levantarse la ayudara a pensar. Miró a derecha e izquierda. Puso los ojos en blanco. Cayó al suelo y derribó la mesa de trípode y su bebida.
– ¡Mil demonios! -exclamó Havers.
La botella y las copas de cristal se derramaron. El licor mojó la alfombra persa. El perfume del jerez era dulce como la miel.
Lynley se había levantado al mismo tiempo que la señora Whitelaw, pero no fue lo bastante rápido para cogerla. Ahora, se precipitó hacia su cuerpo caido. Le tomó el pulso, le quitó las gafas y levantó sus párpados. Apretó su mano. Sintió la piel fría y húmeda.
– Vaya a buscar una manta -dijo Lynley-. Habrá dormitorios arriba.
Oyó que Havers salía como una flecha de la sala. Subió la escalera. Lynley quitó los zapatos a la señora Whitelaw, acercó uno de los diminutos escabeles y elevó sus pies. Volvió a tomar su pulso. Era fuerte. Su respiración era normal. Se quitó el esmoquin y lo extendió sobre la mujer. Le frotó las manos. Cuando la sargento Havers volvió a entrar en el salón con una colcha verde claro en las manos, los párpados de la señora Whitelaw se agitaron. Arrugó la frente, y la hendidura similar a una incisión que separaba sus cejas se ahondó más.
– Se encuentra bien -dijo Lynley-. Ha sufrido un desmayo. Siga tendida.
Sustituyó su chaqueta por la colcha, que Havers habría arrebatado de una cama de arriba. Enderezó la mesa de trípode mientras su sargento recogía la botella y utilizaba un paquete de pañuelos de papel para secar parte del charco de jerez, que había adoptado la forma de Gibraltar y empapaba la alfombra.
La señora Whitelaw temblaba bajo la colcha. Los dedos de una mano asomaban por debajo de la colcha. Aferraban el borde.
– ¿Le doy algo? -preguntó Havers-. ¿Agua? ¿Un whisky?
Los labios de la señora Whitelaw se torcieron cuando intentó hablar. Clavó los ojos en Lynley. Este cubrió sus dedos con la mano.
– Creo que se encuentra bien -dijo a su sargento-. Quédese quieta -aconsejó a la señora Whitelaw.
La mujer cerró los ojos. Respiraba con dificultad, pero daba la impresión de reflejar su batalla por recuperar el control emocional antes que indicar una crisis física.
Havers añadió varios carbones al fuego. La señora Whitelaw se llevó la mano a la sien.
– La cabeza -susurró-. Dios. El martilleo.
– ¿Telefoneamos a su médico? Puede que se haya dado un golpe fuerte.
La mujer meneó la cabeza.
– Vienen y van. Migrañas. -Sus ojos se llenaron de lágrimas y los abrió, en un esfuerzo por contenerlas-. Keni. Él sabía.
– Sabía ¿qué?
– Qué hacer. -Sus labios parecían secos, y su piel agrietada, como los vidriados antiguos de la porcelana-. Mi cabeza. Él sabía. Siempre aliviaba el dolor.
Pero no este dolor, pensó Lynley.
– ¿Está sola en casa, señora Whitelaw? -preguntó en voz alta. Ella asintió-. ¿Telefoneamos a alguien? -Sus labios formaron la palabra no-. Mi sargento puede quedarse con usted toda la noche.
La mano de la mujer agitó la colcha en un gesto de rechazo.
– Yo… me pondré… -Parpadeó-. Me pondré bien enseguida -dijo con voz débil- Perdónenme, por favor. Lo siento muchísimo. La sorpresa.
– No se disculpe. Es normal.
Esperaron en silencio, roto tan sólo por el siseo de los carbones a medida que se iban consumiendo y el tic-tac de los diversos relojes del salón. Lynley se sentía oprimido por todas partes. Tuvo ganas de abrir las ventanas pintadas y manchadas, pero.se quedó donde estaba, con un mano posada sobre el hombro de la señora Whitelaw.
La mujer empezó a incorporarse. La sargento Havers se precipitó a su lado. Ella y Lynley sentaron a la mujer, y después la ayudaron a ponerse en pie. Se tambaleó. La guiaron por los codos hasta una de las butacas. La sargento Havers le dio las gafas. Lynley encontró su pañuelo bajo la mecedora y se lo devolvió. Envolvió sus hombros con la colcha.
– Gracias -dijo con cierta dignidad la señora Whitelaw, después de carraspear. Se caló las gafas y alisó sus ropas-. Si no le importa… -dijo vacilante-. Si pudiera recuperar también mis zapatos… -Esperó a tenerlos antes de seguir hablando. Una vez calzada, apretó los dedos temblorosos de su mano derecha contra la sien, en un intento de controlar el martilleo que sentía en su cráneo-. ¿Está seguro? -preguntó en voz baja.
– ¿De que era Fleming?
– Si hubo un incendio, es posible que el cuerpo estuviera… -Apretó los labios con tanta fuerza que las impresiones de sus dientes se transparentaron a través de la piel-. Podría ser una equivocación, ¿verdad?
– Lo ha olvidado. No fue ese tipo de incendio -dijo Lynley-. El cuerpo no se quemó. Sólo estaba descolorido. -Como ella se encogió, se apresuró a tranquilizarla-. Por obra del monóxido de carbono. Inhalación de humo. Su piel enrojeció mucho, pero no impidió que su mujer le reconociera.
– Nadie me lo dijo -repitió la mujer-. Ni siquiera me telefonearon.
– La policía avisa antes a la familia.
– La familia. Sí. Bien.
Lynley ocupó la mecedora, mientras la sargento Havers volvía a su posición anterior y cogía la libreta. La señora Whitelaw aún no tenía buen color, y Lynley se preguntó si aguantaría mucho tiempo el interrogatorio.
La señora Whitelaw contempló el dibujo de la alfombra persa. Habló con voz lenta, como si recordara cada dato momentos antes de verbalizarlo.
– Ken dijo que iba… Era Grecia. Unos días de crucero por Grecia, eso dijo. Con su hijo.
– Usted mencionó a Jimmy.
– Sí. Su hijo. Jimmy. Por su cumpleaños. Ese fue el motivo de que Ken interrumpiera los entrenamientos. Salía…, salían de Gatwick.
– ¿Cuándo era?
– El miércoles por la noche. Lo planeó hace meses. Era el regalo de cumpleaños de Jimmy. Iban los dos solos.