– ¿Está segura sobre lo del viaje? ¿Está segura de que iba a marchar el miércoles por la noche?
– Le ayudé a cargar el equipaje en el coche.
– ¿Un taxi?
– No, su coche. Dije que le acompañaría al aeropuerto, pero se había comprado el coche unas semanas antes. Cualquier excusa le servía para sacarlo a la carretera. Iba a buscar a Jimmy, y después se irían. Los dos solos. En barco. Un crucero por las islas. Unos pocos días, porque falta muy poco para el primer partido. -Sus ojos se llenaron de lágrimas. Los apretó con el pañuelo y carraspeó-. Perdone.
– No se disculpe, por favor. -Lynley esperó a que la mujer recobrara la compostura-. ¿Qué coche tenía?
– Un Lotus.
– ¿Qué modelo?
– No lo sé. Era antiguo. Restaurado. Bajo hasta el suelo. Faros como vainas.
– ¿Un Lotus 7?
– Era verde.
– No había ningún Lotus en la casa. Solo un Aston Martin en el garaje.
– Sería el de Gabriella -dijo la señora Whitelaw. Movió el pañuelo para apretarlo contra el labio superior. Habló con la mano sobre la boca. Más lágrimas acudieron a sus ojos-. No puedo creer que esté muerto. Estuvo aquí el miércoles. Cenamos temprano juntos. Hablamos de la imprenta. Hablamos de los partidos de este verano. El lanzador australiano. El reto que supondrá para un bateador. Ken estaba preocupado por si le iban a seleccionar de nuevo para el equipo inglés. Duda cada vez que los seleccionadores empiezan a elegir. Yo le digo que sus temores son ridículos. Es un jugador excelente. Siempre está en forma. ¿Por qué duda siempre de que le vayan a seleccionar? Es… Tiempo presente. Oh, Dios, estoy usando tiempo presente. Es porque estuvo… Perdone, por favor. Por favor. Si pudiera serenarme. No debo desmoronarme. Más tarde. Ya me desmoronaré más tarde. Hay cosas más acuciantes. Lo sé. Lo haré.
Lynley recuperó el poco jerez que quedaba en la botella. Le ofreció la copa y ella la sostuvo con mano firme. Tragó el vino como si fuera una medicina.
– Jimmy -dijo-. ¿Tampoco estaba en la casa?
– Solo Fleming.
– Solo Ken.
Desvió la vista hacia el fuego. Lynley vio que tragaba saliva, que sus dedos empezaban a tensarse, y luego se relajaban.
– ¿Qué pasa?-preguntó.
– Nada. Nada importante.
– Deje que sea yo quien decida eso, señora Whitelaw.
La mujer se pasó la lengua por los labios.
– Jimmy esperaba que su padre fuera a buscarle el miércoles para coger el avión. Si Ken no hubiera aparecido, me habría llamado para saber por qué.
– ¿No lo hizo?
– No.
– ¿Se quedó en casa cuando Fleming se fue el miércoles por la noche? ¿No salió para nada, ni siquiera unos minutos? Tal vez no oyó la llamada.
– Estuve aquí. Nadie telefoneó.-sus ojos se ensancharon un poco cuando pronunció la última palabra-. No. Eso no es del todo cierto.
– ¿Alguien telefoneó?
– Antes. Justo antes de cenar. Una llamada para Ken.. -¿Sabe quién era?
– Guy Mollison.
Capitán del equipo inglés durante mucho tiempo, pensó Lynley. No era raro que telefoneara a Fleming, pero la hora de la llamada era interesante.
– ¿Escuchó la conversación de Fleming?
– Descolgué el teléfono de la cocina. Ken habló por el de la salita.
– ¿Escuchó la conversación?
La mujer le miró. Parecía demasiado agotada para ofenderse por la pregunta, pero contestó en tono severo.
– Por supuesto que no.
– ¿Ni siquiera antes de que colgara? ¿Ni por un momento, para asegurarse de que Fleming había cogido la llamada? Sería muy natural.
– Oí la voz de Ken. Después, la de Guy. Nada más.
– ¿Qué dijeron?
– No estoy segura. Algo… Ken dijo hola, y Guy algo acerca de una disputa.
– ¿Discutieron?
– Dijo algo acerca de que quería recuperar las Cenizas. Algo así como «queremos recuperar las malditas Cenizas, ¿verdad? ¿No podemos olvidar la disputa y seguir con lo nuestro?». Hablaban de los partidos. Nada más.
– ¿Y la disputa?
– No sé. Ken no lo dijo. Supuse que estaría relacionada con el criquet, con la influencia de Guy sobre los seleccionadores, tal vez.
– ¿Cuánto duró la conversación?
– Bajó a la cocina cinco, tal vez diez minutos, después.
– ¿No dijo nada entonces, o durante la cena?
– Nada.
– ¿Y durante los días anteriores, la semana anterior? ¿Le vio cambiado?
– ¿Cambiado? No. Estaba igual que siempre. -Ladeó la cabeza-. ¿Por qué? ¿Qué me está preguntando, inspector?
Lynley pensó en la mejor manera de contestar a la pregunta. La policía llevaba ventaja en aquel momento, pues sabía cosas que sólo el pirómano conocía.
– Se han detectado algunas irregularidades en el fuego declarado en su casa -dijo con cautela.
– ¿No dijo que había sido un cigarrillo en una butaca?
– ¿Le vio deprimido durante los últimos días?
– ¿Deprimido? Por supuesto que no. Preocupado sí, sobre su selección para el equipo. Quizá también por marcharse unos días con su hijo en plenos entrenamientos, pero nada más. ¿Por qué demonios iba a estar deprimido?
– ¿Tenía problemas personales? ¿Familiares? Sabemos que su mujer y sus hijos viven en otro sitio. ¿Había dificultades entre ellos?
– No más de las normales. Jimmy, el mayor, era motivo de preocupaciones para Ken, como cualquier chico de dieciséis años.
– ¿Le dejó Fleming una nota?
– ¿Una nota? ¿Por qué? ¿Qué clase de nota?
Lynley se inclinó hacia delante.
– Señora Whitelaw, hemos de descartar un suicidio antes de apuntar en otra dirección.
Ella le miró fijamente. Lynley comprendió que intentaba abrirse paso entre el lodo emocional provocado primero por la noticia de la muerte de Fleming, y ahora por la insinuación de suicidio.
– ¿Podemos registrar el dormitorio de Fleming?
La mujer tragó saliva, sin contestar.
– Considérelo una formalidad necesaria, señora Whitelaw.
La mujer se levantó, vacilante, con una mano aferrada al brazo de la butaca.
– En ese caso, síganme -dijo en voz baja.
Les guió fuera del salón y. subieron otro tramo de escalera.
La habitación de Kenneth Fleming estaba en el segundo piso y daba al jardín de atrás. Casi todo el espacio estaba ocupado por una cama de latón, frente a la cual estaba desplegado un enorme abanico oriental sobre la chimenea. Cuando la señora Fleming se sentó en la única butaca de la habitación, una de orejas embutida en la esquina, Lynley se acercó a una cómoda que se alzaba bajo la ventana, mientras Havers abría un ropero acristalado.
– ¿Estos son sus hijos? -preguntó Lynley. Cogió unas fotografías que descansaban sobre la cómoda. Había nueve instantáneas enmarcadas de niños en diversas fases de crecimiento.
– Tiene tres hijos -contestó la señora Whitelaw-. Han crecido desde que se tomaron esas fotos.
– ¿No tenía recientes?
– Ken quería tomar algunas, pero Jimmy no colaboraba cuando Ken sacaba la cámara. Su hermano y su hermana imitan todo lo que hace Jimmy.
– ¿Existían roces entre Fleming y su hijo mayor?
– Jimmy tiene dieciséis años -repitió la mujer-. Es una edad difícil.
Lynley tuvo que darle la razón. Sus dieciséis años habían sido el inicio de una degradación en las relaciones con sus padres que solo había concluido cuando tenía treinta y dos.
No había nada más sobre la cómoda, nada excepto jabón y una toalla doblada sobre el lavabo, nada apoyado sobre las almohadas de la cama, y solo un ejemplar manoseado de El país del agua, de Graham Swift, sobre la mesita de noche. Lynley lo hojeó. No cayó nada.
Empezó a registrar la cómoda. Vio que Fleming era compulsivamente pulcro. Cada jersey y camiseta estaban doblados de manera idéntica. Hasta los calcetines estaban ordenados por colores en su cajón. Al otro lado de la habitación, la sargento Havers había extraído la misma conclusión de la fila de camisas en sus perchas, seguidas por pantalones, seguidos por chaquetas, y los zapatos alineados debajo.