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– Caramba -dijo la sargento-. Ni un hilo fuera de sitio. A veces lo hacen, ¿verdad, señor?

– ¿Quiénes? -preguntó Miriam Whitelaw.

Havers puso cara de arrepentirse de haber hablado.

– Los suicidas -dijo Lynley-. Por lo general, antes ponen todo en orden.

– También suelen dejar una nota, ¿no? -preguntó la señora Whitlaw.

– No siempre. Sobre todo si quieren que el suicidio parezca un accidente.

– Pero fue un accidente -dijo la señora Whitelaw-. Tuvo que ser un accidente. Ken no fumaba. Si iba a suicidarse y disfrazarlo de accidente, ¿Por qué utilizó un cigarrillo?

Para arrojar sospechas sobre otra persona, pensó Lynley. Para que pareciera un asesinato. Respondió a la pregunta con otra.

– ¿Qué puede decirnos sobre Gabriella Patten?

La señora Whitelaw no contestó enseguida. Dio la impresión de que estaba sopesando las implicaciones de la pregunta.

– ¿Qué quiere saber?

– ¿Es fumadora, por ejemplo?

La señora Whitelaw miró hacia la ventana, en cuyo cristal se reflejaban todos. Era como si estuviej ra intentando imaginarse a Gabriella Patten con y sin cigarrillo.

– Aquí nunca fumaba -contestó por fin-, en esta casa. Porque yo no fumo. Ken no… fumaba. En todo caso, lo ignoro. Puede que sea fumadora.

– ¿Cuál era su relación con Fleming?

– Eran amantes. Lo sabía poca gente -añadió, cuando Lynley enarcó las cejas-, pero yo sí. Hablábamos de ello muchas noches, Ken y yo, desde que empezó la situación.

– ¿La situación?

– Estaba enamorado de ella. Quería casarse con ella.

– ¿Y ella?

– A veces, decía que quería casarse con él.

– ¿Sólo aveces?

– Ella es así. Le gustaba tenerle en ascuas. Salían desde… -Se llevó la mano al collar mientras pensaba-. Todo empezó el otoño pasado. Él supo enseguida que quería casarse con ella. Gabriella estaba menos segura.

– Tengo entendido que está casada.

– Separada.

– ¿Cuando empezaron a verse?

– No. Entonces no.

– ¿Y ahora?

– ¿ Oficialmente?

– Y legalmente.

– Por lo que yo sé, sus abogados estaban preparados. Su marido tenía los suyos propios. Según Ken, se vieron cinco o seis veces, pero no llegaron a un acuerdo.

– ¿El divorcio estaba pendiente?

– ¿Por parte de ella? Es probable, pero lo ignoro.

– ¿Qué decía Fleming?

– A veces, Ken pensaba que ella no tenía prisa, pero él era así…, impaciente por arreglar las cosas lo antes posible. Siempre era así cuando tomaba una decisión sobre algo.

– ¿Había solucionado sus propios problemas?

– Había hablado por fin con Jean del divorcio, si se refiere a eso.

– ¿Cuándo?

– Cuando Gabriella dejó a su marido, más o menos. A principios del mes pasado.

– ¿Accedió su esposa a divorciarse?

– Hace cuatro años que vivían separados, inspector. El que ella accediera o no daba igual, ¿no cree?

– ¿Pero accedió?

La señora Whitelaw vaciló. Se removió en la butaca. Un muelle crujió bajo su peso.

– Jean quería a Ken. Quería que volviera. Sintió lo mismo durante todo el tiempo que estuvo ausente, y no creo que cambiara porque él pidiera por fin el divorcio.

– ¿Y el señor Patten? ¿Qué sabe de él? ¿Qué papel juega en todo esto? ¿Estaba enterado de la relación de su mujer con Fleming?

– Lo dudo. Intentaban ser discretos.

– Pero si ella vivía en su casa -intervino la sargento Havers desde el ropero, donde registraba sistemáticamente el vestuario de Fleming-, es como proclamar a gritos la situación, ¿no cree?

– Por lo que yo sé, Gabriella no dijo a nadie dónde estaba. Necesitaba un lugar donde vivir después de dejar a Hugh. Ken me preguntó si podía utilizar mi casa. Yo accedí.

– ¿Su forma de conceder su aprobación tácita a la relación? -preguntó Lynley.

– Ken no pidió mi aprobación.

– ¿Y si la hubiera pedido?

– Ha sido como un hijo para mí durante años. Quería que fuera feliz. Si él creía que casarse con Gabriella le proporcionaría la felicidad, yo no podía por menos que estar de acuerdo.

Una contestación interesante, pensó Lynley. La palabra «creía» contenía todo un mundo de significados.

– La señora Patten ha desaparecido -dijo-. ¿Tiene alguna idea de dónde podría estar?

– Ninguna en absoluto, a menos que haya vuelto con Hugh. Amenazaba con hacerlo cada vez que Ken y ella se peleaban. Puede que haya cumplido su palabra.

– ¿Se pelearon?

– Lo dudo. Ken y yo solíamos hablar después de sus peleas.

– ¿Discutían con frecuencia?

– A Gabriella le gusta hacer las cosas a su modo, y a Ken también. De vez en cuando, les resulta difícil alcanzar un compromiso. Eso es todo. -Dio la impresión de comprender por dónde iban los tiros-. No pensará que Gabriella… Eso es absurdo, inspector.

– ¿Quién sabía que se alojaba en la casa, aparte de usted y Fleming?

– Los vecinos lo sabrían, por supuesto. El cartero. El lechero. La gente de Lesser Springburn, si alguna vez iba al pueblo.

– Me refiero aquí, en Londres.

– Nadie.

– Aparte de usted.

Su expresión era seria, pero no demostró haberse ofendido.

– Exacto -dijo-. Nadie, aparte de mí. Y Ken.

Miró a Lynley como a la espera de que la acusara de un momento a otro. Lynley no dijo nada. La mujer afirmaba que Kenneth Fleming era como un hijo para ella. No lo tenía claro.

– Ah. Aquí hay algo -dijo la sargento Havers. Había abierto un sobre estrecho que había sacado del bolsillo de una de las chaquetas-. Billetes de avión -dijo, y levantó la vista-. Grecia.

– ¿Llevan la fecha del vuelo?

Havers los alzó a la luz. Su frente se arrugó cuando examinó la escritura.

– Sí, aquí. Son para… -Efectuó un cálculo mental con la fecha-. El pasado miércoles.

– Debió olvidarlos -dijo la señora Whitelaw.

– O nunca tuvo la intención de cogerlos.

– Recuerde el equipaje, inspector -dijo la señora Whitelaw-. Se llevó el equipaje. Yo le ayudé a hacer la maleta. Le ayudé a llevar sus cosas al coche. El miércoles. El miércoles por la noche.

Havers dio unos golpecitos con los billetes sobre la palma de su mano, pensativa.

– Puede que hubiera cambiado de idea. Aplazado el viaje. Aplazada la salida. Eso explicaría por qué su hijo no telefoneó cuando Fleming no fue a buscarle para ir al aeropuerto.

– Pero eso no explica por qué hizo las maletas como si fuera a marcharse -insistió la señora Whitelaw-. No, porque dijo, «Te enviaré una postal desde Mykonos», antes de marcharse.

– Eso es muy fácil -contestó Havers-. Por algún motivo, quería que usted se quedara convencida de que iba a Grecia. Ya entonces.

– O tal vez no quería descubrir que antes iba a Kent -añadió Lynley.

Esperó a que la señora Whitelaw hiciera un esfuerzo por asimilar la información. Y le costó un gran esfuerzo, a juzgar por la expresión de dolor que nubló sus ojos. Intentó, y no consiguió, fijar en su rostro una expresión que les comunicara su escasa sorpresa por el hecho de que Kenneth Fleming le hubiera mentido.

Igual que un hijo, pensó Lynley. Se preguntó si la mentira de Fleming le convertía más o menos en un hijo para la señora Whitelaw.

OLIVIA

Cuando las barcazas turísticas pasan, siento que la nuestra oscila un poco en el agua. Chris dice que son imaginaciones mías, porque son individuales y no dejan apenas estela, en tanto la nuestra es doble e imposible de mover. En cualquier caso, juro que noto cómo sube y baja en el agua. Si estoy acostada y la habitación está a oscuras, es como estar en el útero, supongo.