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Más abajo, en dirección a Regent's Park, todas las barcazas son individuales. Están pintadas de alegres colores y alineadas como vagones de tren a lo largo de ambas orillas del canal. Los turistas que van a Regent's Park o Camden Lock las fotografían. Supongo que intentan imaginar cómo es vivir en una barcaza en medio de una ciudad. Deben creer que uno olvida por completo que está en medio de una ciudad.

No suelen fotografiar nuestra barcaza. Chris la construyó en un estilo práctico, no para que fuera decorativa, así que no hay mucho que mirar, pero como hogar es resultona. Paso casi todo el tiempo en la cabina. Miro a Chris mientras hace bocetos para sus moldes y me ocupo de los perros.

Chris aún no ha regresado de su carrera. Sabía que tardaría una eternidad. Si llega al parque y entra con los perros, tarda horas en volver. En ese caso, me traerá algo de comer. Por desgracia, será algún tan-doori indio. Olvidará que no me gusta. No le culpo. Tiene muchas cosas en la cabeza.

Yo también.

No consigo dejar de ver su cara. Eso es algo que me ponía a parir hace un tiempo, la idea de una persona a la que ni siquiera conozco, lo bastante caradura para imponerme una exigencia ética, para pedirme que tenga principios, por el amor de Dios. Por extraño que parezca, esta demanda no verbalizáda me ha proporcionado una extraña sensación de paz. Chris lo explicaría diciendo que he tomado por fin una decisión y la estoy llevando a la práctica. Tal vez tenga razón. Recordad que no me agrada exhibir ante vosotros mis trapos sucios, pero he visto su cara una y otra vez (la sigo viendo), y su cara me ha reconciliado con el hecho de que, si me declaro responsable, he de explicar el cómo y el por qué.

Yo era una especie de decepción en las vidas de mis padres, aunque quién era yo y lo que hacía afectaba mucho más a mi madre que a papá. O sea, las reacciones de mi madre ante mi comportamiento eran mucho más explícitas. Me etiquetaba con mayúsculas: Qué Decepción. Hablaba en términos de lavarse las manos respecto a mí, y se enfrentaba a los problemas que yo causaba a su manera habituaclass="underline" distrayéndose.

Captáis mi amargura, ¿verdad? Supongo que no me creeréis si digo que apenas la siento ahora. Pero entonces sí. Me sentía amargada cantidad. Pasé la infancia viéndola correr de tal reunión a cual celebración para recoger fondos, escuchando sus historias de los pobres pero dotados en su clase de inglés de quinto, y tratando de aumentar su nivel de interés en mí mediante diversos métodos, todos clasificados bajo el epígrafe Olivia Ha Vuelto A Ponerse Difícil. Y lo era, ya lo creo. Cuando tenía veinte años, era tan colérica como un jabalí acorralado, e igual de atractiva. Richie Brewster fue mi truco para comunicar mis sentimientos de animadversión hacia mi madre. Sin embargo, en aquel momento no lo vi. Solo vi amor.

Conocí a Richie un viernes por la noche en Soho. Tocaba el saxo en un club llamado Julip's. Ahora está cerrado, pero es probable que lo recordéis, unos noventa metros cuadrados de humo de cigarrillos y cuerpos sudorosos en un sótano de Greek Street. En aquellos días, había luces azules en el techo, que estaban muy de moda, pese a que todos los presentes parecían heroinómanos a la caza y captura de un chute. Se jactaba de que a veces acudían miembros de la realeza, perseguidos por paparazzi. Lo frecuentaban actores, pintores y escritores. Era el típico lugar al que se va para ver o ser vistos.

Yo no quería ninguna de las dos cosas. Fui con unas amigas. Bajamos desde la universidad para asistir a un concierto en Earl's Court, cuatro chicas de veinte años a la busca de un respiro entre examen y examen.

Terminamos en el Julip's por casualidad. Había una multitud en la acera esperando a entrar, y nos sumamos a la cola para ver qué era. No tardamos mucho en descubrir que media docena de canutos circulaban de mano en mano. También nos sumamos.

Ahora, el cannabis es como el Leteo * para mí. Cuando veo negro el futuro, fumo y vuelo. Pero entonces, era el pasaporte a un rato agradable. Me encantaba colocarme. Unas cuantas caladas y me convertía en alguien nuevo, Liv Whitelaw la Forajida, intrépida y escandalosa. Así que fui yo quien siguió el rastro de la hierba: tres tíos de Gales, estudiantes de medicina en pos de una noche de música, copas, porros y polvos. Estaba claro que ya habían conseguido los tres primeros objetivos. Cuando nos conocieron, tuvieron acceso al resto, pero los números ya estaban distribuidos, según pudimos ver todas. Y a menos que uno de los tíos se cepillara a dos, una de las tías iba a quedarse a dos velas. Nunca he sido muy buena en atraer hombres. Supuse desde el primer momento que la perdedora sería yo.

Por otra parte, ninguno de aquellos tíos me atraía. Dos eran demasiado bajos. El aliento del tercero olía a serrín. Mis amigas se los podían quedar.

En cuanto entramos en el club, se dedicaron a un magreo intensivo en la pista de baile. Eso era normal en el Julip's, así que nadie prestó mucha atención. Me puse a mirar al grupo.

Dos de mis compañeras ya se habían largado, diciendo «Nos veremos en clase, Liv», su forma de comunicarme que no las esperara mientras echaban un polvo. Entonces, el grupo se tomó un descanso. Me recliné en la silla y me dispuse a encender un cigarrillo. Richie Brewster me lo encendió.

Qué poco convincente se me antoja ahora aquel momento, cuando el encendedor escupió su llama a quince centímetros de mi cara e iluminó la suya. Claro que Richie había visto todas las películas en blanco y negro habídas y por haber, y se consideraba un cruce entre Humphrey Bogart y David Niven.

– ¿Te importa si me siento contigo? -preguntó.

– Haz lo que quieras -replicó Liv Whitelaw la Forajida, y compuso en su rostro una perfecta exhibición de a-b-u-r-r-i-m-i-e-n-t-o. Por lo que pude distinguir, Richie era viejo, bastante por encima de los cuarenta, quizá cerca de los cincuenta. La piel se le estaba aflojando alrededor de la mandíbula, y tenía bolsas bajo los ojos. No me interesaba.

¿Por qué me fui con él aquella noche, cuando el grupo tocó su último tema y el Julip's cerró? Podría deciros que el último tren a Cambridge había salido ya y que no tenía otro lugar a donde ir, pero la verdad es que habría podido ir a mi casa a Kensing-ton. En cambio, cuando Richie guardó su saxo en el estuche, encendió dos cigarrillos, me extendió uno y me invitó a tomar una copa, entrevi la posibilidad de conseguir emociones y experiencia.

– Claro, ¿por qué no? -dije, y así cambié la dirección del resto de mi vida.

Fuimos en taxi a Bayswater.

– El Commodore, en Queensway -dijo Richie al taxista, apoyó la mano sobre mi muslo y lo apretó.

Todas las maniobras parecían ilícitas y adultas. Un intercambio de dinero en la recepción del hotel, comprar dos botellas, subir a la habitación, abrir la puerta. Richie no dejó de mirarme en todo el rato, y yo no dejé de sonreírle con aire conspirador. Yo era Liv Whitelaw la Forajida, un animal sexual, una mujer que tenía en su poder a un hombre, con los párpados caídos y los pechos echados hacia delante, insinuantes. Dios, qué imbécil.

Richie desenvolvió el plástico de los vasos posados sobre una cómoda tambaleante. Se atizó tres vodkas cortos seguidos. Se sirvió un cuarto más largo y lo engulló antes de servirme una ginebra. Enganchó las botellas entre sus dedos y las llevó, junto con su vaso, hasta la mesa circular colocada entre las dos únicas sillas de la habitación. Eran de un vinilo color sopa de guisantes, y el farolillo rosado que cubría la luz del techo las teñía del color de hojas muertas. Richie se sentó, encendió un cigarrillo y empezó a hablar.

Aún recuerdo su selección de temas: música, arte, teatro, viajes, libros y películas. Escuché, anodada por su erudición. Hice pocos comentarios. Descubrí más tarde que el silencio y una apariencia de atención era todo cuanto se me exigía, pero en aquel momento pensé que era cojonudo estar con un hombre que sabía Cómo Sincerarse Con Una Mujer.

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* En la mitología griega, río de los infiernos, cuyas aguas provocan el olvido. (N. del T.)