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– No lo sabías, ¿verdad querida? -dijo mi madre, y la compasión que percibí en su voz me proporcionó fuerzas para contestar.

– ¿Qué más da? Pues claro que lo sabía. No soy una cretina.

Pero lo era. Porque no envié a la mierda a Richie Brewster en aquel momento.

Os estaréis preguntando por qué, ¿no? Muy sencillo. No tenía otra alternativa. ¿Adonde habría ido? ¿De vuelta a Cambridge para interpretar el papel de estudiante modelo, mientras todo el mundo espiaba mi falso movimiento siguiente? ¿A la casa de Kensington, donde mi madre actuaría con nobleza mientras atendía mis males sentimentales? ¿Al arroyo? No. Nada de eso me convenía. No iba a ir a ningún sitio. Controlaba mi vida y lo iba a demostrar sin la menor duda.

– Va a dejar a su mujer -dije-, por si te interesa saberlo.

Cerré la puerta. Con llave.

Llamaron durante un rato. Al menos, mi madre lo hizo. Oí decir a papá «Basta ya, Miriam» en voz baja, que sonó muy lejana. Registré la cómoda en busca de un nuevo paquete de cigarrillos. Encendí uno, me serví otra copa y esperé a que se rindieran y marcharan. Y todo el rato pensé en lo que iba a decir y hacer cuando Richie apareciera y le pusiera de rodillas.

Tenía cien escenas, y todas terminaban con Richie suplicando clemencia, pero no volvió al Commodore hasta pasadas dos semanas. Se enteró de alguna manera. Y cuando por fin asomó la jeta, yo ya sabía desde hacía tres días que estaba embarazada.

OLIVIA

El cielo está despejado hoy, no se ve ninguna nube, pero su color no es azul y no sé por qué. Se alza como el reverso de un escudo sin pulir detrás del horrible monolito de apartamentos que han construido donde vivió Robert Browning, y me siento a mirarlo y mi mente divaga sobre por qué ha perdido su color. No recuerdo la última vez que vi un cielo verdaderamente azul, y eso me preocupa. Quizá el sol está devorando el azul, abrasa primero el cielo por los bordes, como las llamas queman el papel, y después avanza con creciente velocidad hasta que solo quede sobre nosotros una bola de fuego blanca que gire hacia lo que ya se ha convertido en ascuas.

Nadie más parece reparar en esa diferencia. Cuando se lo indico a Chris, se protege los ojos con las manos y echa un vistazo.

– Sí, ya lo creo -dice-. Según mis cálculos, nos quedan otras dos horas de aire respirable en nuestro entorno actual. ¿Nos quedamos hasta entonces, o huimos a los Alpes?

Después, me revuelve el pelo; acto seguido entra en la cabina y oigo que empieza a silbar y sacar de las estanterías todos sus libros de arquitectura.

Está ocupado en reproducir un fragmento de cornisa de una casa que hay en Queen's Park. Es un trabajo bastante fácil, porque la cornisa es de madera, y él prefiere trabajar con madera que con yeso. Dice que el yeso le pone nervioso.

– Jesús, Livie, ¿quién soy yo para meterme con un techo estilo Adam? -dice.

En otro tiempo pensé que era falsa modestia por su parte, teniendo en cuenta la cantidad de gente que le contrata para trabajar en sus casas, en cuanto corre la voz de que van a remozar el barrio, pero eso fue antes de que le conociera bien. Le consideraba un tipo que había logrado limpiar las telarañas de dudas de todos los rincones de su vida. Aprendí, con el tiempo, que era una máscara que adoptaba cuando había que tomar las riendas de algo. El auténtico Chris está como todos nosotros, en posesión de un puñado de incertidumbres. Tiene una máscara nocturna que puede ponerse cuando la situación lo exige. De día, sin embargo, cuando el poder no cuenta para él, es quien es.

Desde el primer momento deseé ser como Chris. Incluso cuando estaba más harta de él (al principio, cuando arrastraba a otros tíos a la barcaza con aquella desagradable y significativa sonrisa mía, y me los follaba hasta que aullaban, siempre segura de que Chris sabía lo que estaba haciendo y con quién) quería ser como él. Anhelaba intercambiar cuerpo y alma con él. Quería sentirme libre para sincerarme y decir: «Esta soy yo debajo de tanto disfraz», igual que Chris, y como no podía hacerlo, porque no podía ser él, intentaba hacerle daño. Me esforzaba por sacarle de sus casillas. Quería destruirle, porque si era capaz de destruirle, significaría que toda su forma de vivir era una mentira. Y yo necesitaba eso.

Estoy avergonzada de la persona que fui. Chris dice que es absurdo avergonzarse. Dice: «Eras lo que tenías que ser, Livie. Déjalo correr», pero nunca soy capaz. Cada vez que me creo a punto de abrir la mano, extender los dedos y dejar que los recuerdos se derramen en el agua como arena, algo me lo impide. A veces, es una melodía o la risa de una mujer, cuando es chillona y falsa. A veces, es el olor agrio de la ropa que lleva demasiado tiempo sin lavarse. A veces, es la visión de una cara arrebatada por una súbita expresión de ira, o una mirada intercambiada con un extraño cuyos ojos parecen opacos de desesperación. Y después, viajo contra mi voluntad, retrocedo en el tiempo y quedo depositada ante la puerta de quien yo era antes. «No puedo olvidar», digo a Chris, sobre todo si le he despertado cuando las rampas se apoderan de mis piernas y viene a mi habitación, seguido de Beans y Toast, con un vaso de leche caliente, que me obliga a beber.

– No has de olvidar -dice, mientras los perros se echan a sus pies-. Olvidar significa que tienes miedo de aprender del pasado. Lo que has de hacer es perdonar.

Y bebo la leche aunque no me gusta, levanto el vaso con las dos manos hasta la boca, reprimo gruñidos de dolor. Chris se da cuenta. Se pone a darme masajes. Los músculos se aflojan de nuevo.

– Lo sjento -digo cuando esto sucede.

– ¿Por qué has de sentirlo, Livie? -contesta él.

Esa es la cuestión, en efecto. Cuando oigo su pregunta, es como la música, la risa, la ropa, la visión de una cara, el intercambio casual de miradas. Vuelvo a ser una viajera, que se enfrenta de nuevo con quien era.

Veinte años y preñada. Lo llamaba la cosa. No lo consideraba tanto un bebé que crecía en mi interior como un estorbo. Para Richie, fue la excusa para desaparecer. Tuvo la amabilidad de pagar la factura antes de esfumarse, pero también la grosería de informar al recepcionista de que, a partir de aquel momento, yo me las iba a arreglar por mi cuenta. Yo ya había quemado bastantes puentes con el personal del Commodore. Me echaron muy contentos.

Cuando me encontré en la calle, tomé una taza de café y un bocadillo de salchichas en un bar situado frente a la estación de Bayswater. Consideré mis alternativas. Contemplé el rojo, blanco y azul tan conocidos del letrero del metro, hasta que me revelaron su lógica y la cura de todos mis males. Allí mismo, tenía la entrada a las líneas Circular y Distrito, a apenas treinta metros de donde estaba sentada. Y tan solo dos paradas al sur estaba High Street Kensington. Qué coño, decidí. Lo menos que podía hacer en esta vida era dar a mamá una oportunidad de abandonar su papel de Elizabeth Fry * por el de Florence Nightingale. Fui a casa.

Os estaréis preguntando por qué me acogieron de nuevo. Supongo que sois de los que nunca habéis causado a vuestros padres un momento de dolor, de modo que os resulta imposible imaginar cómo podría ser bienvenida alguien como yo en cualquier lugar. Olvidáis la definición básica de hogar: un lugar al que vas, llamas a la puerta, finges arrepentimiento y te dejan entrar. Una vez estás dentro con las maletas deshechas, anuncias la mala noticia que te ha llevado de regreso allí.

Esperé dos días para decir a mi madre lo del embarazo. La asalté cuando estaba corrigiendo exámenes de una de sus clases de inglés. Estaba en el co-giedor, en la parte delantera de la casa, con tres montañas de exámenes apiladas sobre la mesa y una

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[1]* Reformadora de las cárceles femeninas británicas (1780-1845). (N. del T.) tetera humeante de Darjeeling a su lado. Cogí al azar un examen de una pila y leí la primera frase. Aún la recuerdo: «Al explorar el carácter de Maggie Tulliver, el lector puede meditar sobre la distinción entre destino y hado». Muy profético.