Dejé en su sitio el examen. Mi madre levantó la vista, alzó los ojos sobre sus gafas de lectura sin mover la cabeza.
– Estoy embarazada -dije.
Dejó el lápiz sobre la mesa. Se quitó las gafas. Se sirvió otra taza de té. Sin leche, sin azúcar, pero lo removió de todos modos.
– ¿Lo sabe él?
– Evidentemente.
– ¿Por qué evidentemente?
– Se ha largado, ¿no?
Bebió.
– Entiendo.
Recuperó el lápiz y dio unos golpecitos sobre su meñique. Sonrió un momento. Meneó la cabeza. Llevaba pendientes de oro en forma de cuerdas arrolladas y un collar a juego. Recuerdo que brillaban a la luz.
– ¿Qué? -dije.
– Nada. -Bebió otro sorbo de té-. Pensaba que recobrarías el sentido común y romperías con él. Pensé que habías vuelto por eso.
– ¿Qué más da? Se terminó. He vuelto. ¿No es suficiente?
– ¿Qué quieres hacer?
– ¿Con el niño?
– Con tu vida, Olivia.
Detestaba aquel tono profesoral.
– Es mi problema, ¿no? -dije-. Puede que tenga el niño, o puede que no.
Sabía cuál era mi propósito, pero quería que fuera ella quien lo sugiriera. Había interpretado el papel de mujer con Gran Conciencia Social durante demasiados años, y sentía la necesidad de desenmascararla.
– Tendré que pensar en esto -dijo, y volvió a sus papeles.
– Como quieras -contesté, y salí del comedor.
Cuando pasé al lado de su silla, extendió la mano para detenerme y la posó un momento (supongo que sin intención) sobre mi estómago, donde se estaba formando su nieto.
– No se lo diremos a tu padre -dijo. Entonces supe lo que pensaba hacer.
Me encogí de hombros.
– Dudo que lo comprenda. ¿Tiene claro papá de dónde vienen los niños?
– No te burles de tu padre, Olivia. Es más hombre que eso que te dejó tirada.
Utilicé el índice y el pulgar para apartar su mano de mi cuerpo. Salí de la habitación.
Oí que subía y se encaminaba al bufete. Abrió un cajón y rebuscó un momento. Después, volvió al saloncito, tecleó un número de teléfono y empezó a hablar.
Lo arregló para tres semanas después. Muy lista. Quería ponerme a cien. Entretanto, nos comportamos a medio camino entre una familia normal y una tregua vigilada. Mi madre intentó varias veces entablar conversaciones sobre el pasado (dominadas por Richie Brewster) y el futuro (el regreso a Girton College). Pero nunca habló del niño.
Aborté casi un mes después de que Richie me abandonara en el Commodore. Mi madre me llevó en coche, con las manos sobre el volante y sus pies torturando el acelerador. Había elegido una clínica tan al norte de Middlesex como pudo ser, y mientras viajábamos en una espantosa mañana de lluvia y emanaciones de diesel, me pregunté si habría elegido esta clínica en particular para no tropezamos con ningún conocido. Sería muy propio de ella, pensé, muy propio de su hipocresía. Me recliné en mi asiento. Hundí las manos en las mangas de mi chaqueta. Sentí que mi boca se tensaba.
– Necesito un cigarrillo -dije.
– En el coche no -contestó ella.
– Quiero un cigarrillo.
– No es posible.
– ¡Lo quiero!
Se desvió hacia la acera.
– Olivia, no puedes…
– ¿No puedo qué? ¿No puedo fumar o perjudicaré al niño? Vaya mierda.
No la miraba, sino que contemplaba por la ventanilla a dos hombres que descargaban ropa lavada en seco de una furgoneta amarilla y la transportaban hasta la puerta de un Sketchley's. Notaba la cólera de mi madre y su intención de controlarla. Disfrutaba sabiendo que no solo era capaz aún de provocarla, sino que debía esforzarse para controlar su personaje siempre que estábamos juntas.
– Iba a decir que no puedes continuar así, Olivia -dijo con cautela.
Brillante. Otro sermón. Acomodé mi cuerpo y puse los ojos en blanco.
– Sigamos con lo nuestro -repliqué. Señalé la carretera con un movimiento de los dedos-. Sigamos adelante, Miriam, ¿de acuerdo?
Nunca la había llamado por el nombre, y cuando cambié dé «madre» a «Miriam», percibí que el equilibrio de poder se decantaba por mi lado.
– Te regodeas en tu crueldad, ¿verdad?
– No empecemos, por favor.
– No comprendo esa clase de naturaleza en una persona -dijo, en su tono «Yo soy la voz de la razón»-. Lo intento, pero no puedo comprenderlo. Dime, ¿de dónde has sacado ese carácter ofensivo? ¿Cómo debo interpretarlo?
– Escucha, limítate a conducir. Llévame a la clínica y acabemos de una vez.
– Hasta que hablemos, no.
– Oh, Jesús. ¿Qué cono quieres de mí? Si esperas que te bese la mano como todos esos desgraciados en cuya vida te entrometes, no va a suceder.
– Todos esos desgraciados… -dijo en tono reflexivo-. Olivia. Querida.
Se movió en su asiento y comprendí que se había vuelto hacia mí. Me imaginé muy bien su expresión, porque la oía en su tono y la leía en su elección de palabras. «Querida» significaba que le había concedido la oportunidad de exhibir un torrente de comprensión y su correspondiente compasión. «Querida» me hizo apretar los dientes y alteró el equilibrio de poder en su favor.
– Olivia, ¿has hecho todo esto por mi culpa? -preguntó.
– No te hagas ilusiones.
– Por culpa de mis proyectos, mi carrera, mis… -Tocó mi hombro-. ¿Crees que no te quiero? Cariño, ¿has intentado…?
– ¡Joder! ¿Quieres cerrar el pico, y conducir? ¿Es pedir demasiado? ¿Quieres hacer el favor de conducir, fijar los ojos en la carretera y apartar tus pegajosas manos de mí?
Al cabo de un momento, con el fin de permitir que mis palabras resonaran en el coche para lograr el máximo efecto, dijo:
– Sí. Por supuesto.
Comprendí que me había arrastrado de nuevo a su juego. Había dejado que se sintiera la parte ofendida.
Así era siempre con mi madre. Cuando yo creía controlar la situación, ella no tardaba en hacerme ver la realidad.
En cuanto llegamos a la clínica y llenamos los papeles, el procedimiento en sí fue rápido. Un poco de raspado, un poco de succión, y el estorbo aparecido en nuestras vidas desapareció. Después, me quedé tendida en una cama estrecha y blanca de una habitación estrecha y blanca, y pensé en lo que mi madre esperaba de mí. Llanto y rechinar de dientes, sin duda. Arrepentimiento. Culpa. Alguna prueba de que había Aprendido La Lección. Un plan para el futuro. Fuera lo que fuera, no estaba dispuesta a complacer a la muy zorra.
Pasé dos días en la clínica para controlar una pequeña hemorragia y una infección que no gustaban a los médicos. Querían que me quedara una semana, pero yo no opinaba lo mismo. Me despedí y volví a casa en taxi. Mi madre me recibió en la puerta. Tenía una pluma en la mano, un sobre de color marrón claro en la otra, y las gafas de leer en el extremo de la nariz.
– Olivia, ¿qué demonios…? -dijo-. El médico me dijo que…
– Necesito dinero para el taxi -contesté, y dejé que se ocupara de ello mientras yo entraba en el comedor y me servía una copa. Me quedé junto al bufete y pensé muy seriamente en lo que iba a hacer a continuación. No con mi vida, sino con la noche.
Engullí una ginebra. Me serví otra. Oí que la puerta principal se cerraba. Los pasos de mi madre se acercaron por el pasillo y se detuvieron en el umbral del comedor. Habló a mi espalda.
– El doctor me habló de una hemorragia. De una infección.
– Están controladas.
Di vueltas a la ginebra en el vaso.
– Olivia, me gustaría aclarar que no fui a verte porque dijiste que no me querías allí.
– Tienes razón, Miriam.
Di unos golpecitos con la uña al cristal, y observé que el sonido aumentaba en profundidad cuando subía desde el fondo hasta el borde, al contrario de lo que cabía esperar.
– Como no pudiste volver a casa la misma noche, tuve que decirle algo a tu padre para que…
– ¿Es incapaz de asumir la verdad?