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Así fue esta vez. Yo no era idiota. Reconocía lo auténtico cuando me abofeteaba en la cara. Por si acaso, esperé dos semanas a que Richie la cagara. Como no lo hizo, volví a Kensington y recogí mis cosas.

Mi madre no estaba cuando llegué. Era un martes por la tarde y el viento soplaba en rachas intermitentes, como si alguien estuviera sacudiendo una sábana gigantesca en el cielo. Primero, llamé al timbre. Esperé, con los hombros alzados para protegerme del viento, y volví a llamar. Después, recordé que mi madre siempre iba los martes por la tarde a la Isla de los Perros, donde instruía a las mentes preclaras de sus grupos de quinto, con la esperanza de abrirlas y llenarlas de verdad. Llevaba encima las llaves de casa, de modo que entré.

Subí como un rayo la escalera, convencida a cada paso de que me estaba desprendiendo de otra capa de la constreñida y estreñida vida familiar burguesa. ¿Para qué necesitaba yo el tedio asfixiante prescrito por generaciones de mujeres inglesas, por no mencionar a mi madre, que habían hecho lo debido? Tenía a Richie Brewster y una vida auténtica, a cambio de todo cuanto implicaba el fúnebre mausoleo de Kensington.

Fuera de aquí, pensé, fuera de aquí, fuera… de… aquí.

Mi madre se me había adelantado. Había ido a Cambridge y recogido mis cosas. Las había guardado, junto con mis demás posesiones, en cajas de cartón que descansaban sobre el suelo de mi dormitorio, cerradas pulcramente con celo.

Gracias, Mir, pensé. Vieja vaca, vejestorio, vieja zorra. Muchísimas gracias por ocuparte de todo con tu eficacia habitual.

Registré las cajas, escogí lo que quería y tiré el resto al suelo o sobre la cama. Después, dediqué media hora a vagar por la casa. Richie había dicho que el dinero se estaba acabando, así que cogí lo que pude para echarle una mano: una pieza de plata por aquí, una jarra de peltre por allí, una o dos porcelanas, tres o cuatro anillos, algunas miniaturas dispuestas sobre una mesa del salón. Todo formaba parte de mi eventual herencia. Sólo me adelantaba un poco al momento.

El dinero escaseó durante meses interminables. El piso y nuestros gastos abarcaban más de lo que Richie ganaba. Para ayudar, cogí un trabajo consistente en rellenar patatas con piel en un café de Charing Cross Road, pero para Richie y yo era más fácil atrapar plumas en un vendaval que contener los gastos. Por lo tanto, Richie decidió que la única solución era aceptar contratos fuera de la ciudad.

– No quiero que trabajes más de lo que ya trabajas -dijo-. Deja que acepte ese contrato en Bristol -o Exeter, York o Chichester- para solucionar las cosas, Liv.

Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que habría debido comprender el significado de las estrecheces económicas combinadas con aquellos contratos extra, pero no lo hice, al principio. No porque no quisiera, sino porque no me lo podía permitir. Había invertido en Richie mucho más que dinero, pero me negaba a pensarlo. Mentí y cerré los ojos a todo. Me dije que necesitábamos dinero y que su decisión era lógica, pero cuando los apuros económicos aumentaron y sus giras no influyeron en nuestros ingresos, me vi obligada a sumar dos y dos. No traía porque se lo gastaba.

Acusé. Admitió. Estaba ahogado por los gastos. Tenía a su mujer en Brighton, a mí en Londres, y a una puta llamada Sandy en Southend-on-Sea.

Al principio, no habló de Sandy. Idiota no era. Me mantenía concentrada en su mujer, la martirizada Loretta, que aún le quería, no podía olvidarle, era la madre de sus hijos, y todos los demás etcéteras. Se dejaba caer por Brighton de vez en cuando, como cualquier padre cumplidor. Había ampliado sus visitas a tres o cuatro (¿o fueron cinco, Richie?) safaris a las bragas de Loretta. Estaba embarazada.

Lloró cuando me lo dijo, Qué podía hacer, dijo, habían estado casados durante años, no podía despreciar su amor cuando se lo ofrecía, cuando ella no podía superarlo, nunca lo superaría… No significaba nada, seguro, ella no significaba nada, que estuvieran juntos no significaba nada, porque «Tú eres la única, Liv. Tú me inspiras mi música. Todo lo demás es insignificante».

Excepto Sandy, tal como descubrí. Me enteré de la existencia de Sandy un miércoles por la mañana, cuando el médico me explicó que aquella infección tan molesta e incómoda era, en realidad, un herpes. Terminé con Richie el jueves por la noche. Reuní fuerzas suficientes para tirar sus cosas por la escalera y cambiar la cerradura de la puerta. El viernes por la noche, pensé que iba a morir. El sábado, el médico la calificó como «una infección de lo más interesante y prodigiosa», lo cual era su forma de decir que nunca había visto nada semejante.

¿Cómo era? Como fiebre y quemaduras, como ahogar los chillidos con una toalla cuando iba al retrete, como ratas devorándome a bocados el cono. Tuve seis semanas para pensar en Sandy, Richie y Southend-on-Sea, mientras viajaba del médico al vá-ter y de allí a la cama, y pensaba que la gangrena no podía ser peor que lo que me estaba desgarrando.

Pronto se terminó la comida que había en el piso, la ropa sucia se amontonaba por doquier, y diversos cacharros fueron a parar contra las paredes y las puertas. Pronto se me terminó el dinero. La Seguridad Social sustituyó al médico, pero nadie sustituyó todo lo demás.

Recuerdo que estaba sentada junto al teléfono y pensaba, hielo caliente y fuego del infierno, por fin doy la talla. Recuerdo que reí. Me había bebido los últimos restos de ginebra por la mañana, y fue necesaria una combinación de ginebra y desesperación para hacer la llamada. Era domingo, a mediodía.

Contestó papá.

– Necesito ayuda -dije.

– ¿Livie? ¿Dónde estás, en el nombre de Dios? ¿Qué ha pasado, cariño?

¿Cuándo había hablado con él por última vez? No me acordaba.

¿Siempre había hablado en ese tono tan cariñoso? ¿Era su voz tan dulce y grave a la vez?

– No estás bien, ¿verdad? -dijo-. ¿Has tenido un accidente? ¿Estás herida? ¿Estás en un hospital?

Experimenté una sensación extrañísima. Sus palabras obraron el efecto de un anestésico y un escalpelo. Me abrí a él sin el menor dolor.

Se lo conté todo.

– Papá, ayúdame -dije, cuando terminé-. Ayúdame a salir de esto, por favor.

– Déjame arreglar las cosas. Voy a hacer lo que pueda. Tu madre está…

– No puedo seguir aquí.

Me puse a llorar. Me odié por ello, porque le diría a mi madre que estaba llorando y ella le hablaría sobre hijos que se complacen en manipular y padres que se mantienen firmes y se atienen a su palabra y a su ley y a su miserable creencia de que la suya es la única manera correcta de vivir.

– ¡Papá!

Debía aullar, porque oí el eco de la palabra en el piso mucho después de que la pronunciara.

– Dame tu número de teléfono, Livie -dijo con suavidad-. Dame tu dirección. Hablaré con tu madre. Seguiremos en contacto.

– Pero yo…

– Has de confiar en mí.

– Prométemelo.

– Haré lo que pueda. No será fácil.

Supongo que expuso mi caso lo mejor que supo, pero mi madre siempre había sido la experta en lo tocante a Problemas Familiares. Se mantuvo en sus trece. Dos días más tarde, me envió cincuenta libras dentro de un sobre. Una hoja de papel blanco iba doblada alrededor de los billetes. En ella había escrito «Un hogar es un lugar donde los hijos aprenden a vivir según las normas de los padres. Cuando seas capaz de garantizar que aceptarás nuestras normas, nos lo haces saber. Lágrimas y súplicas de ayuda ya no son suficientes en este momento. Te queremos, cariño. Siempre te querremos». Y eso era todo.

Miriam, pensé. La buena de Miriam. Leí entre las líneas de su perfecta caligrafía. Hablaba de lavarse las manos respecto a los hijos. En lo que a mi madre concernía, yo tenía lo que merecía.

Bien, que se vaya a la mierda, pensé. Le deseé todas las maldiciones que se me ocurrieron. Todas las enfermedades, todas las desventuras, todas las desdichas. Si se regodeaba en mi desgracia, yo me regodearía aún más en la suya.