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El desenlace de la situación no deja de ser irónico.

OLIVIA

Siento el calor del sol sobre mis mejillas. Sonrío, me reclino y cierro los ojos. Cuento un minuto tal como me enseñaron: mil uno, mil dos, y así. Tendría que llegar a trescientos, pero por ahora mi límite está en sesenta. E incluso entonces, cuando llego a mil cuarenta, suelo acelerar hasta el final. Llamo al minuto «tomar un descanso», cosa que debo hacer varias veces al día. No sé por qué. Creo que «tomar un descanso» es lo que te dicen cuando no tienen nada más productivo que decir. Quieren que cierres los ojos y te duermas poco a poco. Me resisto a esa idea.

Es como pedir a alguien que se resigne a lo inevitable antes de que esté preparado, ¿no?

Solo que lo inevitable es algo negro, frío e infinito, mientras aquí en la barcaza, desde mi silla de lona, veo las franjas rojas de la luz del sol a través de mis párpados y noto el calor como dedos apretados contra mi cara. Mi jersey está empapado de sudor. Mis polainas lo distribuyen sobre mis espinillas. Y todo, sobre todo el mundo, parece tan terriblemente olv…

Lo siento. Me he dormido por completo. El problema es que lucho contra el sueño toda la noche, y a veces me pilla desprevenida de día. Es mejor así, en realidad, porque es algo apacible, como ser arrebatada de la orilla lentamente por la marea. Y los sueños que llegan con el sueño diurno y te roban la conciencia… son los más dulces.

Estaba con Chris en mi sueño. Sabía que era él por la firme seguridad de que no iba a abandonarme. Me aferré a su espalda y nos elevamos sobre un litoral rocoso verdinegro como los Acantilados de Moher, donde el océano despide espuma a trescientos metros de altura. Su pelo era largo por algún motivo, no como el de Chris, largo, negro como el azabache y tieso como el asta de una lanza. Me cubría mientras volábamos. Sentía sus hombros, la fuerza de sus piernas, el viento en mi cara. Cuando aterrizamos, fue en un lugar yermo como los Burren, y dijo, aquí es donde sucederá, Livie. ¿Qué?, dije, y él contestó, brotarán niños de las rocas. Y cuando sonrió, vi que se había transformado en mi padre.

Yo maté a mi padra Vivo con esa certeza, junto con todo lo demás. Chris me dice que no cargo con tanta responsabilidad por la muerte de papá como aparento querer cargar. Pero Chris no me conocía entonces. No me había sacado de la ciénaga, no me había desafiado, con su impecable sensatez, a actuar en consonancia con mis palabras, a hablar como él me creía capaz. Le he preguntado desde entonces por qué me tomó bajo su tutela. Se encoge de hombros y dice: «Instinto, Livie. Vi en tus ojos quién eras». «Es porque te recuerdo a ellos», digo. «¿Ellos? ¿Quiénes?», dice, pero sabe a quién me refiero, y los dos sabemos que es verdad. «La salvación es tu fuerte, ¿eh?», digo. «Necesitabas algo en qué creer, como todo el mundo», dice. La cuestión es que Chris siempre me ha considerado mejor de lo que soy. Piensa que tengo buen corazón. Yo creo que está ausente.

Como la última vez que me encontré cara a cara con mi padre.

Vi a mi madre y a papá un viernes por la noche, frente a la estación de Covent Garden. Habían ido a la ópera. Incluso en mi estado fui capaz de deducirlo, porque mi madre iba vestida de negro de pies a cabeza, con una ristra de perlas cuádruple. Era de esos collares ceñidos al cuello, de forma que lo hace más corto, y parecía Winston Churchill travestido. Papá vestía un esmoquin que olía a lavanda. Se había cortado el pelo hacía poco, más de la cuenta. Sus orejas parecían conchas pegadas a su cabeza. Le daban un aire de sorpresa e inocencia. Había desenterrado de algún sitio un par de zapatos de charol, que brillaban como un espejo.,

No había visto ni hablado a ninguno de los dos desde aquel día que hablé con papá por teléfono, cuando pedí ayuda. Habían pasado casi dos años. Había tenido seis empleos diferentes, cinco compañeros de piso y vivía como me daba la gana, sin dar explicaciones a nadie, a mi aire.

Estaba con dos tíos que había conocido en un pub de King Street llamado el Carnero o el Buey. Nos dirigíamos a una fiesta que, según se rumoreaba, iba a volar los tejados de Brixton. Al menos, yo me dirigía allí. Los tíos me seguían. Habíamos esnifado un poco de coca en el lavabo de caballeros, y después (cuando todo parecía más divertido de lo que era), nos habíamos reído a gusto con la idea de hacer un menage a trois, en el que me la meterían por ambos orificios a la vez. Estaban ansio- sos por hacerlo, juraban que me gustaría cantidad, porque eran guerreros, eran reyes, eran auténticos sementales. Me sobaban, pellizcaban y se la meneaban, y mientras yo me moría de ganas por la coca. Era un caso evidente de ver quién se iba a salir con la suya, y yo era lo bastante lista para saber que, en cuanto accediera a sus deseos, me quedaría con un palmo de narices.

Os estremecéis al leer esto, ¿eh? Dejáis estas páginas a un lado. Miráis por la ventana hasta que alguna belleza exterior os proporciona fuerzas para volver conmigo.

Porque vuestra vida no ha sido como la mía, ¿verdad? Imagino que nunca os habéis metido en drogas, y no sabéis en qué clase de basura humana os convertís cuando queréis colocaros. No os imagináis arrodillados sobre las losas rajadas de un lavabo de caballeros, mientras un tío que va de banquero en la City durante el día forcejea con la cremallera de sus pantalones de cuero y ríe mientras os agarra por la cabeza y dice, «Vamos, hazlo». No os lo podéis imaginar, ¿verdad? Ni siquiera imagináis considerar la idea, porque ignoráis cómo es después, cuando aquellos escasos minutos, complacientes pero algo desagradables, en el lavabo de caballeros, de rodillas y con la cabeza en la entrepierna de alguien, os proporcionan poder, sabiduría, energía, brillantez y la certeza de que eres el ser más superior que Dios puso en la Tierra jamás.

Porque así es cuando la nieve sube como un cohete por tu nariz y pega fuego a tus ojos. De todos modos, no necesitaba tanto la coca como para haber olvidado la forma de conseguirla. Así que me reí con ellos, arrodillada sobre aquellas losas, mientras el borde roto de una me perforaba los tejanos, y di a cada uno de aquellos tíos un buen anticipo del futuro placer que les aguardaba. Cuando se pusieron calientes, me apoyé sobre mis talones. Bostecé, con los párpados caídos.

– Necesito otro chute -dije, porque ya había decidido que ninguno de los dos iba a obtener algo más de mí hasta que me viera recompensada con una parte justa de su droga.

Eran unos tíos bastante cortos, pese a su pronunciación de escuela pública y sus elegantes trabajos en la City. Pensaban que ya me tenían donde querían, y que había llegado el momento de mostrarse avaros con la droga. Debían pensar que un poquito de mezquindad atizaría mi interés.

Se equivocaban.

– Abrios, mamones -dije, y fue suficiente para darles a entender que era necesaria una demostración de buena voluntad si querían que sus sucios sueños se convirtieran en realidad. Nos tomamos un respiro para esnifar un par de líneas sobre el maletero de un coche, y luego nos encaminamos cogiditos del brazo hacia la estación. No sé ellos, pero yo me sentía a veinte metros de altura.

Clark cantaba «Satisfaction» con una nueva letra, destinada a glosar sus futuras circunstancias sexuales, Barry alternaba entre meterme el dedo medio en la boca y sobarse para no perder la forma, en vistas a la diversión. Atravesamos la horda de peatones que siempre pupula alrededor de Covent Garden como un cuchillo al rojo vivo se abre paso entre la crema batida. Una mirada en nuestra dirección, y la gente bajaba de la acera, así de sencillo. Hasta que nos topamos con mis padres.

Aún no entiendo qué estaban haciendo en la estación aquella noche. Cuando no conduce su coche, mi madre siempre ha sido una persona de taxi, una de esas mujeres que se dejarían arrancar las uñas de los pies una a una antes que vagar por las entrañas del transporte londinense. Papá no le hacía ascos al metro. Para él, un viaje en metro era un viaje en metro, eficiente, barato y relativamente seguro. Iba de casa al trabajo y viceversa por la línea del Distrito de lunes a sábado, y dudo que jamás se haya parado a pensar en quién se sentaba a su lado, o en las implicaciones de llegar a la imprenta en algo inferior a un Ferrari.