– Lo harás -sollozé-. Ahora. Ya.
Me arrastré de rodillas. Concentré mi mente en los dos, Barry y Clark, y recorrí el piso como una furia vengadora. Rompí lo que era rompible. Destrocé platos contra las encimeras, vasos contra las paredes y lámparas contra el suelo. Desgarré con un cuchillo lo que estaba hecho o cubierto de tela. Tiré y pateé nuestros escasos muebles. Al final, me derrumbé sobre el colchón deshilachado y manchado de nuestra cama y adopté la posición fetal.
Pero hacer eso me obligó a pensar en él. Y en la estación de Covent Garden… No podía permitirlo. Tenía que escapar. Tenía que superarlo. Tenía que volar. Necesitaba poder. Necesitaba algo, alguien, no importaba qué o quién mientras el resultado fuera sacarme de allí, lejos de aquellas paredes que avanzaban hacia mí, del destrozo, del dolor de pensar que Shepherd's Bush tenía algo que ofrecer cuando fuera me esperaba un mundo que conquistar y quién necesitaba esta mierda quién la quería quién pedía que fuera parte de su vida.
Dejé el piso y no volví nunca más. El piso significaba pensar en Clark y Barry. Clark y Barry significaban pensar en papá. Mejor zambullirse en las drogas. Mejor atizarse pildoras. Mejor encontrar algún tío de pelo grasiento que pagara la ginebra con la esperanza de echarme un polvo en el asiento trasero de su coche. Mejor que nada. Mejor ponerse a salvo.
Salí de Shepherd's Bush. Llegué a Notting Hill, y merodeé un rato por Landbroke Road. Sólo llevaba encima veinte libras (poco dinero para mis propósitos), de modo que no estaba tan borracha como me habría gustado cuando llegué por fin a Kensington. Pero sí lo bastante.
Avancé tambaleante por aquella calle de pulcras casas blancas, con sus columnas dóricas y ventanas saledizas adornadas. Me abrí paso entre los coches aparcados. Murmuré: «Te veo, Vacamiriam, tu cara gorda y fea». Me detuve al otro lado de la calle, frente a aquella puerta negra y lustrosa. Me apoyé contra un dos caballos antiguo y eché un vistazo a los peldaños. Los conté. Siete. Tuve la impresión de que se movían. O tal vez era yo. Solo que toda la calle parecía ladearse de una forma muy rara. Una neblina cayó entre mi destino y yo, luego se despejó, volvió a caer. Empecé a sudar y temblar al mismo tiempo. Mi estómago emitió un solo aviso.
Vomité sobre el capó del dos caballos. Luego, sobre la acera y la zanja.
– Eres tú -dije a la mujer que estaba dentro de la casa de enfrente-. Esto eres tú.
No «por ti». No «por tu culpa». Sino «tú». ¿En qué estaba pensando? Incluso ahora me lo pregunto. Quizá pensaba que se podía deducir una relación indisoluble mediante un método tan sencillo como vomitar en la calle.
Ahora, sé que no es el caso. Existen maneras más profundas y duraderas de romper el vínculo entre madre e hija.
Cuando pude incorporarme, volví sobre mis pasos poco a poco. Me sequé la boca con el jersey. Pensé, puta, bruja, arpía. Me culpaba de su muerte y yo lo sabía. Me había castigado con el mejor método que pudo encontrar. Bien, yo también podía culpar y castigar. Ya veríamos quién era la experta, pensé.
Puse en marcha el proyecto y trabajé como una maestra en culpa y castigo durante los siguientes cinco años.
OLIVIA
Chris ha vuelto. Ha traído comida preparada, como ya me imaginaba, pero no es un tandoori. Es tailandesa, de un lugar llamado Bangkok Hideaway. Sostiene la bolsa bajo mi nariz.
– Mmmm -dice-, huele, Livie. Aún no la habíamos probado, ¿verdad? Cocinan los fideos con cacahuetes y brotes de soja.
Baja, atraviesa su cuarto de trabajo y entra en la cocina, donde le oigo mover platos. También canta. Le encanta el country & western norteamericano, y en este momento ataca «Crazy», pero no tan bien como Patsy Cline. Le gusta el fragmento que habla de probar y llorar. Alza la voz en esos versos, y siempre descompone «crazy» en tres sílabas, cr-RAY-tsi. Estoy tan acostumbrada a la forma en que la canta Chris que cuando pone a Patsy Cline en el estéreo no consigo oírla a ella en lugar de a él.
Desde donde estoy vi a Chris viniendo con los perros por Blomfield Road. Ya no corrían y, a juzgar por la forma de andar de Chris, adiviné que sujetaba las correas de los perros, una bolsa y algo más, acunado en su brazo. Los perros parecían interesados en esa otra cosa. Beans intentaba saltar para echar un vistazo. Toast se esforzaba en empujar el brazo de Chris, quizá con la esperanza de que cayera aquella cosa. No fue así, y cuando subieron a bordo (primero los perros, arrastrando las correas), vi al conejo. Temblaba tanto que parecía una mancha gris y parda, con las orejas colgando y los ojos como chocolate bajo cristal. Paseé la mirada entre él y Chris.
– El parque -dijo-. Beans le ahuyentó de debajo de una hortensia. La gente me pone enferma a veces.
Sabía a qué se refería. Alguien se había cansado del problema que representaba un animal doméstico y había decidido que sería mucho más feliz en libertad. Daba igual que no hubiera nacido salvaje. Se acostumbraría y le encantaría, si un perro o un gato no le atacaban antes.
– Es un encanto -dije-. ¿Cómo le llamaremos?
– Félix.
– ¿No es nombre de gato?
– En latín significa feliz. Y espero que lo sea, ahora que lo hemos sacado del parque.
Bajó.
Chris ha subido a cubierta con los perros. Lleva sus cuencos, y va a darles de comer. Suele darles de comer abajo, pero sé que quiere hacerme compañía. Deja los cuencos cerca de mi silla de lona y contempla a los perros mientras dan cuenta de su cena. Se estira, arquea los brazos hacia arriba. El sol del atardecer provoca la sensación de que tiene la cabeza cubierta de plumón color orín. Dirige la mirada hacia Browning's Island. Sonríe.
– ¿Qué? -digo, en referencia a su sonrisa.
– Me gustan los sauces cuando han sacado hoja. Fíjate en cómo la brisa agita las ramas. Parecen bailarines. Me recuerdan a Yeats.
– ¿Y eso te hace sonreír? ¿Yeats te hace sonreír?
– ¿Cómo es posible diferenciar al bailarín del baile?
– ¿Qué?
– Eso dice Yeats. «¿Cómo podemos diferenciar al bailarín del baile?» Muy apropiado, ¿no te parece? -Se agacha junto a mi silla. Observa las páginas que he llenado. Recoge mi lata llena de lápices infantiles y examina los que ya he gastado-. ¿Quieres que te los afile?
Es su forma de preguntar cómo va y si tengo ganas de continuar.
Mi forma de responder positivamente a ambas preguntas es:
– ¿Dónde has dejado a Félix
– De momento, sobre la mesa de la cocina. Está merendando. Quizá debería bajar a echarle un vistazo. ¿Quieres acompañarme?
– Aún no.
Asiente. Se incorpora, y cuando lo hace, mi bote de lápices tintinea.
– Quedaos aquí, Beans, Toast -dice a los perros-. ¿Me habéis oído? Nada de ladridos. Vigilad a Livie.
Menean la cola. Chris baja. Oigo el zumbido del afilador de lápices. «Vigilad a Livie.» Como si fuera a escaparme.
Nos hemos acostumbrado a esta forma taquigráfica de hablar, Chris y yo. Es cómodo expresar las opiniones sin necesidad de tocar el tema. El único problema es que, a veces, no encuentro todas las palabras que quiero, y el mensaje resulta confuso. Por ejemplo, aún no he encontrado la manera de decirle a Chris que le quiero. La situación no cambiaría si se lo dijera. Chris no me quiere, tal como se suele entender, y nunca me ha querido. Tampoco me desea. Nunca me ha deseado. Yo le acusaba de maricón. Sarasa, loca, mariposón, le decía. Se inclinaba hacia delante en su silla, con los codos apoyados sobre las rodillas y las manos enlazadas bajo la barbilla, y decía con suma seriedad:
– Fíjate en las palabras que escoges. Piensa en lo que significan. ¿No te das cuenta de que tu estrecha visión habla de una enfermedad mayor? Lo más fascinante es que tú no tienes la culpa. La culpa es de la sociedad. ¿Dónde se forman nuestras actitudes, sino en la sociedad en que nos movemos?