Yo me quedaba boquiabierta. Me daban ganas de rebatirle, pero es imposible luchar con un hombre desarmado.
Chris vuelve con mi bote de lápices. También trae una taza de té.
– Félix ha empezado a devorar el listín telefónico -dice.
– Menos mal que no he de llamar a nadie -contesto.
Me toca la mejilla.
– Te vas a enfriar. Iré a buscar una manta.
– No hace falta. Bajaré dentro de un rato.
– Pero hasta entonces…
Y se marcha. Traerá la manta. Me envolverá con ella. Me apretará el hombro, o tal vez me dará un beso en la cabeza. Indicará a los perros que se tiendan uno a-cada lado de mi silla. Después, preparará la cena. Y cuando esté preparada, vendrá a buscarme. Dirá, «¿Me permite mademoiselle que la escolte hasta su mesa…?», porque «escoltar» es otra palabra que forma parte de nuestra taquigrafía.
A medida que el sol se aleja, la luz se atenúa y veo reflejos en el agua del canal de las lámparas encendidas en otras barcazas. Proyectan haces rectangulares del color de uvas pasas, sobre los cuales resbalan sombras en ocasiones.
Reina el silencio. Siempre lo he considerado extraño, porque lo normal sería oír los ruidos procedentes de Warwick Avenue, Harrow Road o de ambos puentes, pero por algún motivo no se perciben si estás debajo de las carreteras. Se desvían en otra dirección. Chris sabría explicármelo. He de recordar preguntárselo. Si considera rara la pregunta, no lo dice. Compone una expresión pensativa, acaricia con un dedo el mechón de pelo que se riza detrás de su oreja y dice: «Depende de las ondas sonoras, los edificios circundantes y el efecto de los árboles», y si parezco interesada, saca papel y lápiz (o me coge los míos), y dice: «Te demostraré lo que quiero decir», y empieza a bosquejar. Antes, pensaba que inventaba todas esas explicaciones. ¿Quién es, a fin de cuentas? Un tipo flacucho, con las mejillas picadas de viruela, que dejó la universidad para «dar el cambio auténtico, Livie. Solo hay una forma de hacerlo, y es independiente de estar integrado en la estructura o infraestructura que mantiene viva a la bestia». Yo pensaba que alguien capaz de mezclar las metáforas de esa manera, como sin darse cuenta, carecía de educación suficiente para saber nada, y de capacidad para participar en algún cambio social importante en el futuro. Le decía, con expresión de supremo aburrimiento: «Creo que quieres decir "mantener sanos los cimientos del edificio"», en un esfuerzo por ponerle en un aprieto, pero la que hablaba, dejando aparte una necesidad evidente de menospreciar, era la hija de mi madre. Mi madre, la profesora de inglés, la iluminadora de mentes.
Ese es el papel que jugó Miriam Whitelaw en la vida de Kenneth Fleming, al principio, pero supongo que ya lo sabréis, porque forma parte de la leyenda de Ken-neth Fleming.
Kenneth y yo somos de la misma edad, aunque yo parezco unos años mayor, pero solo nos llevamos una semana, un dato, entre otros muchos, que descubrí en casa a la hora de cenar, entre la sopa y el pudín. Oí hablar por primera vez de él cuando teníamos quince años. Era un alumno de la clase de inglés de mamá en la Isla de los Perros. En aquellos tiempos, vivía en Cubitt Town con sus padres, y solo demostraba sus supuestas facultades atléticas en los campos, húmedos a causa de la proximidad del río, de Millwall Park. Ignoro si la clase tenía un equipo de criquet. Es probable, y puede que Kenneth jugara en el primer equipo, pero si lo hizo, pertenecía a la parte de su leyenda que yo jamás supe. Y la fui averiguando de pe a pa, noche tras noche, hubiera rosbif, pollo, platija o cerdo.
Yo nunca he sido maestra, y no sé lo que es tener a un alumno estrella. Como siempre carecí de la disciplina o el interés necesarios para dedicarme a los estudios, ignoro lo que es ser un alumno estrella o encontrar un mentor entre los docentes que haraganeaban sin cesar al fondo de la clase. No obstante, eso fueron Kenneth Fleming y mi madre el uno para el otro desde el principio.
Creo que él era lo que mi madre siempre había deseado encontrar, cultivar y alentar a huir del lecho húmedo del río y la deprimente comunidad que constituían la vida en la Isla de los Perros. Era el objetivo al que su vida apuntaba. Era la posibilidad personificada.
Una semana del trimestre de otoño, empezó a hablar de «este joven inteligente que tengo en clase», su forma de presentarlo a papá y a mí como tema habitual de las cenas. Era de palabra fácil, nos dijo. Era divertido. Era de una modestia encantadora. Era desenvuelto con los de su edad y con los adultos. En clase, demostraba una perspicacia asombrosa cuando analizaba los temas, motivaciones y personajes de Dickens, Austen, Shakespeare o Brontë. Leía a Sartre y Beckett en sus ratos libres. A la hora de comer, discutía los méritos de Pinter. Y escribía («Gordon, Olivia, esto es lo más encantador de ese chico»), escribía como un auténtico erudito. Tenía una mente inquisitiva y un ingenio veloz. Se comprometía en las discusiones, no se limitaba a brindar ideas que complacieran a su profesor. En suma, era un sueño convertido en realidad. Y no faltaba ni un solo día a clase.
Yo le odiaba. ¿Quién no lo habría hecho? Era todo lo contrario de mí, y lo había conseguido sin contar con ninguna Ventaja Económica o Social.
– Su padre es estibador -nos informó mi madre. Parecía asombrada de que el hijo de un estibador pudiera llegar a ser lo que ella siempre había predicado sobre los hijos de estibadores: un triunfador-. Su madre es ama de casa. El es el mayor de cinco hijos. Se levanta a las cuatro y media para hacer los deberes, porque de noche colabora en el cuidado de los pequeños. Hoy ha hecho una exposición sorprendente, la que os dije que le había asignado a él solo. Está estudiando…, ¿qué es, yudo, kárate?, y se paseaba de un lado a otro de la clase con esa especie de pijama que llevan. Habló sobre arte, disciplina y mente, y luego… ¡Gordon, Olivia, rompió un ladrillo con la mano!
Mi padre sonrió, asintió, y dijo:
– Santo Dios. Un ladrillo. Muy peculiar.
Bostezó. Qué aburridos eran, él y ella. La siguiente noticia sería, sin duda, que el querido Kenneth había cruzado el Támesis sin necesidad de puente.
Era evidente que superaría sus exámenes, o que su nombre brillaría con luz propia. Sería el orgullo de sus padres, mi madre y toda la clase. Y lo haría con una mano atada a la espalda, haciendo la vertical sobre un cubo de vinagre. Después, superaría todos los cursos, y se distinguiría en todas las materias posibles como alumno único. Después, iría a Oxford y sacaría matrícula de honor en alguna especialidad misteriosa. Después, se decantaría por un deber cívico y llegaría a primer ministro. Y durante todo ese tiempo, sin la menor duda, el nombre que acudiría con más frecuencia a sus labios cuando confesara el secreto de su éxito sería el de Miriam Whitelaw, profesora idolatrada. Porque Kenneth idolatraba a mi madre. La había convertido en la guardiana de la llama de sus sueños. Compartía con ella las partes íntimas de su alma.
Por eso averiguó ella la existencia de Jean Cooper antes que nadie. Y nosotros, mi padre y yo, supimos de Jean al mismo tiempo que de Kenneth.
Jean era su chica. Había sido su chica desde que tenían doce años, cuando tener una chica no significaba mucho más que saber quién iba a recostarse contra la pared del patio con quién. Era una belleza escandinava, de cabello claro y ojos azules. Era esbelta como la rama de un sauce y veloz como un potrillo. Miraba al mundo desde una cara adolescente, pero con ojos adultos. Iba al colegio solo cuando le venía en gana. Cuando no, hacía novillos con sus compañeras y se iban a Greenwich por el túnel peatonal. Cuando no hacía eso, robaba a sus hermanas ejemplares de Just 17 y pasaba el día leyendo artículos acerca de música y modas. Se pintaba la cara, acortaba sus faldas y se cepillaba el pelo.