Escuchaba las historias que contaba mi madre sobre Jean Cooper con interés considerable. Sabía que si alguien iba a sembrar de obstáculos la imparable ascensión de Kenneth Fleming hacia la gloria, sería Jean.
Por lo que deducía en la mesa del comedor, Jean sabía lo que quería, y no tenía nada que ver con aprobar exámenes y llegar a la universidad. Sí tenía que ver, no obstante, con Kenneth Fleming. Al menos, así lo exponía mi madre.
Kenneth y Jean se presentaron a los exámenes. Kenneth los superó con brillantez. Jean suspendió. El resultado no supuso una sorpresa para nadie, pero satisfizo a mi madre, pues sin duda creía que el muchacho se daría cuenta por fin del desequilibrio intelectual entre su novia y él. En cuanto se diera cuenta, Kenneth apartaría a Jean de su vida para proseguir su educación. Una idea bastante divertida, ¿no? Aún no estoy segura de cómo llegó mi madre a la conclusión de que las relaciones entre adolescentes se basan en el equilibrio intelectual.
Jean dejó la escuela para ir a trabajar al viejo mercado de Billingsgate. Kenneth obtuvo una beca para ir a un pequeño colegio público de West Sussex. Jugó al criquet en el primer equipo y destacó hasta tal punto que informadores de uno u otro condado acudían a partidos del colegio para verle conseguir puntos sin aparente esfuerzo.
Volvía a casa los fines de semana. Papá y yo nos enteramos también de esto porque Kenneth pasaba siempre por la escuela para poner a mamá al corriente de sus progresos en el colegio. Por lo visto, practicaba todos los deportes, pertenecía a todas las sociedades, se distinguía en todas y cada una de las asignaturas, era adorado por el director, los docentes, sus compañeros, el director de la residencia, el ama de llaves y cada hoja de hierba que pisaba. Cuando no se dedicaba a adquirir grandeza o a recibirla, estaba en casa los fines de semana, ayudando a cuidar a sus hermanos y hermanas. Y cuando no ayudaba a cuidar a sus hermanos y hermanas, iba a la escuela a charlar con mi madre y a dar ejemplo a los alumnos de quinto de lo que alguien podía conseguir cuando se fijaba un objetivo. El objetivo de Kenneth era Oxford, un azul en criquet, sus buenos quince años en el equipo inglés si era posible, y todas las ventajas inherentes: los viajes, la fama, los contratos publicitarios, el dinero.
Con todo esto en juego, mi madre concluyó alegremente que Kenneth ya no tendría tiempo para «esa Cooper», como llamaba a Jean con el labio fruncido. No podía estar más equivocada.
Kenneth continuó viendo a Jean de la misma forma que los últimos años. La única diferencia fue que trasladaron sus encuentros a los fines de semana, cada sábado por la noche. Hacían lo que habían hecho desde los catorce años, más otros dos años de conocimiento previo: iban al cine, o a una fiesta, o escuchaban música con amigos, o daban un largo paseo, o cenaban con una de las dos familias, o iban en autobús a Trafalgar Square y deambulaban entre las multitudes y contemplaban el chorro de agua de las fuentes. El preludio nunca cambiaba lo que seguía, porque lo que seguía siempre era lo mismo: sexo.
Cuando Kenneth fue al aula de mi madre aquel viernes de mayo de su sexto curso, el error de mi madre consistió en no concederse tiempo para reflexionar sobre la situación después de que él le dijera que Jean estaba embarazada. Vio la desesperación mezclada con la vergüenza en su cara, y dijo lo primero que le vino a la cabeza.
– ¡No! -seguido de-: No puede ser. Ahora no. No es posible.
El dijo que sí. Era más que posible, de hecho. Después, se disculpó.
Mi madre supo lo que la disculpa presagiaba, y quiso disuadirle.
– Ken, estás disgustado, pero debes escucharme. ¿Sabes con seguridad que está embarazada?
Dijo que Jean se lo había dicho.
– Pero ¿has hablado con su médico? ¿Ha ido a un médico? ¿Ha ido a una clínica? ¿Se ha sometido a la prueba?
Kenneth no contestó. Tenía un aspecto tan afligido que mi madre temió que huyera del aula antes de darle tiempo de aclarar la situación. Se apresuró a continuar.
– Puede que se haya equivocado. Puede que lo haya calculado mal.
No, dijo Kenneth, no había error. No había calculado mal. Le había dicho dos semanas antes que existía la posibilidad. La posibilidad se había convertido en realidad esta semana.
– ¿Es posible que intente atraparte porque has estado ausente y te echa de menos, Ken? -prosiguió mi madre con cautela-. El cuento del embarazo para sacarte del colegio. Un falso aborto al cabo de uno o dos meses, después de casaros.
No, dijo Kenneth, no era eso. Jean no era así.
– ¿Como lo sabes? Si no has visto a su médico, si aún no has visto los resultados de la prueba, ¿cómo demonios sabes que está diciendo la verdad?
Dijo que había ido a ver al médico. Había visto los resultados de la prueba. Lo sentía muchísimo. Había decepcionado a todo el mundo. Había decepcionado a sus padres. Había decepcionado a la señora Whitelaw y a toda la escuela secundaria. Había decepcionado a la junta de gobierno. Había…
– Oh, Dios, vas a casarte con ella, ¿verdad? Vas a dejar el colegio, tirarlo todo por la borda, para casarte con ella. No debes hacer eso.
No había otra solución, dijo él. Era tan responsable como Jean de lo sucedido.
– ¿Cómo lo sabes?
Porque Jean se había quedado sin pildoras. Se lo había dicho. No había querido… Y fue él, no Jean, quien dijo que no iba a quedarse embarazada la primera vez que lo hicieran, justo después de dejar de tomar las pildoras. No pasará nada, le dijo. Y se equivocó. Y ahora… Alzó las manos y las dejó caer, aquellas manos portentosas que sostenían el bate que golpeaba la bola, aquellas mismas manos que sostenían la pluma que escribía aquellos maravillosos trabajos, aquellas manos que habían partido un ladrillo de un solo golpe mientras hablaba con calma sobre una definición del yo.
– Ken. -Mi madre intentaba conservar la calma, lo cual no era fácil, teniendo en cuenta todo lo que se jugaba en aquella conversación-. Escúchame, querido. Tienes un futuro por delante. Tienes tu educación. Una carrera.
Ya no, dijo él.
– ¡Sí! Todavía sí. Ni siquiera has de pensar en renunciar a ella por una insignificante criatura que no entendería tus posibilidades aunque se lo explicaras punto por punto.
Jean era más que eso, dijo Kenneth. Era estupenda. Se conocían desde hacía una eternidad. Él se encargaría de sacarles adelante. Lo sentía muchísimo. Había decepcionado a todo el mundo. Sobre todo a la señora Whitelaw, que se había portado tan bien con él.
Estaba claro que no quería continuar la conversación. Mi madre utilizó el as guardado en su manga.
– Bien, has de hacer lo que creas, pero… No quiero herirte, pero he de decirlo. Piensa en si existe la absoluta seguridad de que el niño sea tuyo, Ken. -Mamá continuó al ver su expresión apenada-. No lo sabes todo, querido. No puedes saberlo todo. En especial, no puedes saber lo que pasa aquí cuando estás en West Sussex, ¿verdad? -Recogió sus cosas y las guardó con delicadeza en su maletín-. A veces, querido Ken, una joven que se acuesta con un chico es muy propensa a… Ya sabes a qué me refiero.
Lo que ella quería decir era: «Hace años que esa putita se acuesta con el primero que llega. Solo Dios sabe quién la puso en ese aprieto. Pudo ser cualquiera».
Kenneth dijo en voz baja que el niño era suyo, por supuesto. Jeannie no se acostaba con nadie más y no decía mentiras.
– Quizá sea que nunca la has sorprendido -contestó mi madre-. En una cosa u otra. -Siguió con su voz más dulce-. Te has ido al colegio. Te has elevado por encima de ella. Es comprensible que quiera recuperarte como sea. No hay que culparla por ello. -Y terminó con-: Piensa bien las cosas, Ken. No te apresures. Prométemelo. Prométeme que esperarás al menos otra semana a tomar una decisión o a contar a alguien lo ocurrido.
Además de la minuciosa descripción de su entrevista con Kenneth, escuchamos las ideas de mi madre sobre esta nueva Caída del Hombre la mismísima noche que fue a verla, a la hora de cenar.