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– Oh, cielos -fue la respuesta de papá-. Qué horrible para todo el mundo.

Mi respuesta fue presuntuosa.

– Final del reinado de otro dios de hojalata.

Hablé al techo. Mi madre me lanzó una mirada y dijo que ya veríamos quién era de hojalata y quién no.

Fue a ver a Jean el lunes siguiente, y se tomó un día de permiso para ello. No quería ir a su casa, y deseaba aprovechar la ventaja de la sorpresa. Fue al antiguo mercado de Billingsgate, donde Jean trabajaba en una especie de café.

Mi madre estaba muy convencida de que su entrevista con Jean Cooper daría frutos. Ya había celebrado muchas entrevistas con futuras madres solteras en ocasiones anteriores, y su récord de manipular dichas entrevistas para llegar a un resultado positivo era estelar. La mayoría de las chicas que habían caído en las garras de mi madre habían visto la luz al final. Mi madre era una experta en el arte de la persuasión sutil, con su interés siempre concentrado en el futuro del niño, el futuro de la madre y una delicada división entre los dos. No existían motivos para suponer que Jean Cooper le planteara dificultades, pues era inferior mental, emocional y socialmente.

No encontró a Jean en el café, sino en el lavabo de señoras, donde se estaba tomando un descanso. Fumaba un cigarrillo y tiraba la ceniza al retrete. Llevaba un delantal blanco sembrado de manchas de grasa. Tenía el cabello recogido de cualquier manera bajo un gorro. Una carrera en la media derecha surgía de su zapato. Si las apariencias servían para algo, mi madre tenía ventaja desde el primer momento.

Jean no había sido alumna suya. Agrupar a los niños por sus capacidades teóricas estaba muy de moda en aquel tiempo, y Jean había pasado años en la escuela secundaria nadando entre los peces inferiores. Pero mi madre sabía quién era. No se podía conocer a Kenneth Fleming sin saber quién era Jean Cooper. Y Jean también sabía quién era mi madre. No cabía duda de qué Kenneth le había hablado lo bastante de su profesora para estar harta de la señora Whitelaw mucho antes de su encuentro en el mercado de Billingsgate.

– Kenny parecía muy triste cuando le vi el viernes por la noche -fue lo primero que dijo Jean-. No habló. Volvió al colegio el sábado en lugar del domingo por la noche. Supongo que usted tuvo algo que ver con eso, ¿no?

Mi madre empezó con su frase favorita.

– Me gustaría hablar sobre el futuro.

– ¿De quién? ¿De mí, del niño, o de Kenny?

– De los tres.

Jean asintió.

– Apuesto a que está muy preocupada por mi futuro, ¿eh, señora Whitelaw? Apuesto a que mi futuro le roba el sueño. Apuesto a que ya tiene mi futuro planificado, y lo único que debo hacer es escuchar mientras usted explica cómo va a ser.

Tiró el cigarrillo al suelo de linóleo agrietado, lo aplastó con el zapato y encendió otro al instante.

– Eso no es bueno para el niño, Jean -dijo mi madre.

– Yo decidiré lo que es bueno para él, muchas gracias. Yo y Kenny lo decidiremos. Solitos.

– ¿Estáis en situación de decidir? Solitos, quiero decir.

– Sabemos lo que sabemos.

– Ken es un estudiante, Jean. No sabe lo que es trabajar. Si deja el colegio ahora, os veréis atrapados en una vida sin futuro ni promesas. Has de comprenderlo.

– Comprendo muchas cosas. Comprendo que le quiero y que él me quiere y que queremos vivir juntos y lo vamos a hacer.

– Lo vais a hacer. Tú, Jean. Ken no quiere eso. Ningún chico quiere eso a los dieciséis años. Ken acaba de cumplir diecisiete. Es poco más que un niño. Y tú eres… Jean, ¿quieres dar este paso, el matrimonio y después el niño, uno tras otro, siendo tan joven? ¿Con unos recursos tan escasos? Cuando tendréis que contar con la ayuda de vuestras familias, y vuestras familias apenas ganan lo justo para vivir. ¿Es eso lo que consideras mejor para los tres? ¿Para Ken, para el niño, para ti?

– Comprendo muchas cosas -dijo Jeannie-. Comprendo que hemos estado juntos desde hace años, y lo que tenemos es bueno y siempre ha sido bueno, y que él vaya a un colegio elegante no cambiará eso. Pese a lo que usted desee.

– Solo deseo lo mejor para ambos.

Jean resopló y dio una calada al cigarrillo, sin dejar de observar a mi madre a través del humo.

– Comprendo muchas cosas -repitió-. Comprendo que habló con Kenny, le comió el tarro y le deprimió.

– Ya estaba deprimido. Santo Dios, no pretenderás que haya recibido esa noticia -señaló el estómago de Jean- con alegría. Ha complicado su vida hasta extremos indecibles.

– Comprendo que le obligó a mirarme con ojos dudosos. Adivino las preguntas que le obligó a formular. Le veo pensando, y si Jeannie se está tirando a tres o cuatro tíos más aparte de mí, y ya veo de dónde extrajo la idea, porque la tengo delante de mí, en persona.

Jean tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó al lado del otro.

– He de volver al trabajo. Con su permiso.

Agachó la cabeza y se secó las mejillas cuando pasó al lado de mi madre..

– Estás disgustada -dijo mi madre-. Es lógico, pero las preguntas de Ken son legítimas. Si vas a pedirle que eche su futuro por la borda, has de comprender que antes tal vez quiera asegurarse…

Jean se volvió con tal rapidez que mi madre retrocedió.

– No pido nada. El niño es suyo y se lo dije, porque pensé que tenía derecho a saberlo. Si decide que quiere dejar el colegio y quedarse con nosotros, estupendo. Si no, saldremos adelante sin él.

– Pero hay otras alternativas. No es preciso que tengas el niño, para empezar. Y aunque lo tengas, no es preciso que te lo quedes. Hay miles de hombres y mujeres ansiosos por adoptar un hijo. Es absurdo traer al mundo un niño indeseado.

Jeannie agarró a mi madre con tal fuerza que más tarde (aquella noche, a la hora de la cena, cuando nos los enseñó) le salieron morados en los lugares donde le había clavado los dedos.

– No le llame indeseado, escoria repugnante. Ni se atreva.

Fue entonces cuando vio a la auténtica Jean Cooper, nos informó mi madre con voz temblorosa. Una chica que haría cualquier cosa por conseguir lo que deseaba. Una chica capaz de todo, incluso de acudir a la violencia. Y deseaba acudir a la violencia, no cabía duda. Quería pegar a mi madre y lo habría hecho si una de las secretarias del mercado no hubiera entrado en aquel momento, contoneándose sobre sus zapatos de tacón alto, que se engancharon en una grieta del linóleo.

– ¡Maldita sea! Oh, lo siento. ¿Os interrumpo?

– No -contestó Jean. Apartó el brazo de mi madre y salió.

Mi madre la siguió.

– No saldréis adelante. Jean, no le hagas esto, o al menos espera a…

– ¿A que haya encontrado la oportunidad de quedárselo para usted? -terminó Jean.

Mi madre se detuvo a unos pasos de distancia, los suficientes para que Jean no pudiera alcanzarla.

– No seas ridicula. No seas absurda.

Pero Jean Cooper no era ninguna de ambas cosas. Tenía dieciséis años y adivinaba el futuro, aunque en aquel momento no lo supiera. En aquel tiempo debió pensar tan solo, he ganado, porque Kenneth abandonó el colegio al finalizar el trimestre. No se casaron enseguida. Sorprendieron a todo el mundo porque esperaron, trabajaron y ahorraron dinero, y por fin se casaron seis meses después de que naciera Jimmy, su primogénito.

Después de eso, pudimos comer en paz en Kensington. No supimos nada más de Kenneth Fleming. No sé qué pensó papá sobre la repentina desaparición de la conversación que tenía lugar durante la cena, pero yo me tomé unas copas para celebrar que el chico-dios de la Isla de los Perros hubiera demostrado ser otro mortal más con pies de barro. Por su parte, mi madre no abandonó por completo a Ken. No era su estilo. Convenció a papá de que le encontrara un hueco en la imprenta, para que tuviera un empleo fijo y pudiera cuidar de su familia. Sin embargo, Kenneth Fleming ya no era el ejemplo auténtico de promesa juvenil cumplida que ella había esperado. Por tanto, ya no tenía sentido ofrecer cada noche a nuestra admiración su personalidad y triunfales consecuciones.