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Poco después de mediodía, la inspectora detective Isabelle Ardery vio por primera vez Celandine Cottage. El sol ya estaba alto en el cielo y proyectaba pequeñas sombras hacia la base de los abetos que bordeaban el camino, cuyo acceso estaba cortado mediante una cinta amarilla. Un coche policial, un Sierra rojo y una camioneta de reparto de leche azul y blanca se alineaban en el camino particular.

Aparcó detrás de la camioneta y examinó la zona. Se sintió decepcionada, pese a su placer inicial al ser llamada para otro caso tan pronto. El lugar no parecía prometedor para recoger información. Había varias casas a lo largo del camino, de madera y techo de tablas, como la casa donde se había declarado el incendio, pero todas estaban rodeadas de terreno suficiente para proporcionarles silencio y privacidad. Por lo tanto, si el fuego en cuestión resultaba ser intencionado, como sugerían las palabras «causa dudosa», garrapateadas al final de la nota que Ardery había recibido de su jefe menos de una hora antes, sería improbable que los vecinos hubieran visto u oído algo sospechoso.

Con su equipo de recogida en la mano, pasó bajo la cinta y abrió la puerta situada al final del camino particular. Al otro lado de una dehesa que se extendía hacia el este, donde pacía una yegua baya, media docena de mirones estaban apoyados contra una valla de castaño partida. Oyó sus murmullos especuladores mientras subía por el camino particular. Sí, les dijo mentalmente cuando entró por una puerta más pequeña al jardín, un detective femenino, hasta para un incendio. Bienvenidos a los años decadentes de nuestro siglo.

– ¿Inspectora Ardery?

Era una voz femenina. Isabelle se volvió y vio a otra mujer que esperaba en el sendero de ladrillo bifurcado. Un ramal se dirigía a la puerta principal, y el otro hacia la parte posterior de la casa. Por lo visto, la mujer venía de aquella última dirección.

– Sargento detective Coffman -dijo con aire risueño-. DIC * de Greater Springburn.

Isabelle se acercó y extendió su mano.

– El jefe no está en este momento -dijo Coffman-. Ha ido con el cadáver al hospital de Pembury.

Isabelle frunció el entrecejo. El superintendente jefe de Greater Springburn había solicitado su presencia. Era una violación de la etiqueta policial abandonar el lugar de los hechos antes de su llegada.

– ¿Al hospital? -preguntó-. ¿No tienen un médico forense que acompañe al cadáver?

Coffman alzó los ojos hacia el cielo.

– Oh, también estuvo aquí, para confirmarnos que la víctima estaba muerta, pero habrá una conferencia de prensa cuando identifiquen el cadáver, y al jefe le encantan esas cosas. Dele un micrófono, cinco minutos de su tiempo y se convierte en un John Thaw * muy decente.

– ¿Quién se ha quedado aquí, pues?

– Un par de agentes en período de pruebas, que tienen su primera oportunidad de practicar, y el tipo que descubrió el lío. Se llama Snell.

– ¿Y los bomberos?

– Ya se han marchado. Snell llamó a emergencias desde la casa vecina, la que está frente a la fuente. Emergencias envió a los bomberos.

– ¿Y?

Coffman sonrió.

– Un golpe de suerte para ustedes. En cuanto entraron, vieron que el fuego estaba apagado desde hacía horas. No tocaron nada. Telefonearon al DIC y esperaron a que llegáramos.

Al menos, el detalle era una bendición. Una de las mayores dificultades con que tropezaban las investigaciones de incendios intencionados era la necesaria existencia de los bomberos. Estaban entrenados para dos tareas: salvar vidas y apagar incendios. Impulsados por su celo, solían derribar puertas a hachazos, inundar habitaciones, derrumbar techos y, de paso, destruir pruebas.

Isabelle paseó la mirada por el edificio.

– Muy bien -dijo-. Entraré un momento.

– ¿Quiere que…?

– Sola, por favor.

– Comprendo -dijo Coffman-. La dejaré tranquila. -Se encaminó hacia la parte posterior de la casa. Se detuvo en la esquina nordeste del edificio, se volvió y apartó un rizo de cabello color roble de su cara-. Cuando esté dispuesta, el lugar de los hechos está por aquí -explicó. Hizo ademán de levantar el índice en un saludo, se lo pensó mejor y desapareció por la esquina de la casa.

Isabelle salió del sendero de ladrillo, cruzó el jardín y se dirigió a la esquina más alejada de la propiedad. Al llegar, se volvió, miró hacia la casa, y después al terreno circundante.

Si el fuego había sido intencionado, encontrar pruebas fuera del edificio no iba a ser fácil. El registro del terreno llevaría horas, porque Celandine Cottage era el sueño del jardinero aficionado. Vistarias recién floridas lo bordeaban por el extremo sur, y estaba rodeado por macizos de flores, de los cuales brotaba de todo, desde nomeolvides hasta brezo, desde violetas blancas a lavanda, desde pensamientos a tulipanes. Donde no había macizos de flores, había césped, espeso y exuberante. Donde no había jardín, había arbustos floridos. Donde no había arbustos, había árboles. Estos últimos ocultaban en parte la casa al sendero y al vecino más próximo. Si había pisadas, huellas de neumáticos, herramientas desechadas, contenedores de combustible o cajas de cerillas, sería bastante difícil encontrarlos.

Isabelle dio la vuelta a la casa con suma atención, moviéndose de este a noroeste. Examinó las ventanas. Escudriñó el suelo. Dedicó su atención al tejado y las puertas. Por fin, se encaminó a la parte trasera, donde la puerta de la cocina estaba abierta, y donde, bajo un emparrado en que la enredadera empezaba a desplegar sus hojas, estaba sentado un hombre de edad madura frente a una mesa de mimbre, con la cabeza hundida en el pecho y las manos enlazadas entre las rodillas. Ante él tenía un vaso de agua, que no había tocado.

– ¿Señor Snell?

El hombre levantó la cabeza.

– Se han llevado el cuerpo -dijo-. Estaba cubierta de pies a cabeza. La envolvieron y ataron. Parecía que la hubieran metido en una especie de bolsa. Eso no es correcto, ¿verdad? No es decente. Ni siquiera respetuoso.

Isabelle acercó una silla y dejó su maletín sobre el hormigón. Experimentó la necesidad instantánea de consolarle, pero esforzarse en ser compasiva se le antojó inútil. La muerte era la muerte, por más que uno dijera. Nada cambiaba ese hecho para los vivos.

– Señor Snell, cuando llegó, ¿las puertas estaban cerradas con llave o no?

– Intenté entrar cuando ella no contestó, pero no pude, así que miré por la ventana. -Se estrujó las manos y respiró hondo-. No debió sufrir, ¿verdad? Oí a alguien decir que el cuerpo ni siquiera estaba quemado, por eso supieron al instante quién era. ¿Murió a causa del humo?

– No sabremos nada con seguridad hasta después de la autopsia -contestó Coffman. Se había acercado a la puerta. Su respuesta pareció cautelosamente profesional.

Dio la impresión de que se conformaba.

– ¿Y los gatitos? -preguntó.

– ¿Gatitos? -repitió Isabelle.

– Los gatitos de la señorita Gabriella. ¿Dónde están? Nadie los ha sacado.

– Estarán por ahí fuera -dijo Coffman-. No les hemos encontrado en la casa.

– Pero la semana pasada encontró dos cachorrillos. Junto a la fuente. Alguien los dejó en una caja de cartón, al lado del sendero peatonal. Se los trajo. Los cuidó. Dormían en la cocina en una cestita y… -Snell se pasó la mano sobre los ojos-. He de entregar la leche. Antes de que se estropee.

– ¿Le ha tomado declaración? -preguntó Isabelle a Coffman, mientras se agachaba para no golpearse con el dintel de la puerta y la seguía hasta la cocina.

– Por si acaso. Pensé que querría hablar con él en persona. ¿Le digo que se marche?

– Siempre que tengamos su dirección.

– De acuerdo. Me ocuparé de eso. Estamos en plena faena.

Indicó una puerta interior. Al otro lado, Isabelle vio la curva de una mesa de comedor y el final de una chimenea del tamaño de una pared.

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* Departamento de investigación criminal.

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* Actor británico muy popular en su país por su papel televisivo del inspector Morse. (N. del E.)