– ¿Quién ha entrado?
– Tres tíos de los bomberos. El DIC en pleno.
– ¿La policía científica?
– Sólo el fotógrafo y el patólogo. Pensé que sería mejor dejar al resto fuera hasta que usted echara un vistazo.
Condujo a Isabelle hasta el comedor. Dos agentes en período de pruebas se encontraban ante los restos de un sillón de orejas, colocado en ángulo al pie de la escalera. Lo contemplaban con el entrecejo fruncido, la viva imagen de la perplejidad. Uno parecía muy interesado. El otro daba la impresión de sentirse molesto por el olor acre del tapizado incinerado. Ninguno de los dos tendría más de veintitrés años.
– Inspectora Ardery -dijo Coffman para presentar a Isabelle-. Experta en casos difíciles de la comisaría de Maidstone. Vosotros dos, echaos atrás y dejadle espacio. Aprovechad para ir tomando notas.
Isabelle saludó con un cabeceo a los dos jóvenes y dedicó su atención al objeto origen del incendio.
Dejó su maletín sobre la mesa, guardó la cinta métrica en el bolsillo de la chaqueta, junto con las pinzas y las tenazas, extrajo su libreta y dibujó un boceto preliminar de la sala.
– ¿Han movido algo? -preguntó.
– Ni un pelo -confirmó Coffman-. Por eso llamé al jefe después de echar un vistazo. Es esa butaca junto a la escalera. Mire. No parece lógico.
Isabelle no dio la razón a la sargento enseguida. Sabía que la otra mujer apuntaba a una pregunta lógica: ¿qué hacía la butaca colocada en aquel ángulo, al pie de la escalera? Habría que esquivarla para subir al primer piso. Su posición sugería que la habían trasladado allí.
Pero, por otra parte, la sala estaba llena de otros muebles, ninguno quemado, pero todos desteñidos por el humo o cubiertos de hollín. Además de la mesa y sus cuatro sillas, una mecedora pasada de moda y un segundo sillón de orejas estaban situados a cada lado de la chimenea. Un aparador que contenía la vajilla estaba apoyado contra una pared, contra otra una mesa cubierta de jarras, contra una tercera una vitrina con porcelanas. En todas las paredes colgaban cuadros y grabados. Por lo visto, las paredes habían sido blancas. Una estaba ennegrecida, y las demás habían adoptado diversos tonos de gris, al igual que las cortinas, que colgaban flaccidas de sus barras, incrustadas de suciedad.
– ¿Ha examinado la alfombra? -preguntó Isabelle a la sargento-. Si movieron ese sillón, encontraremos su rastro en algún sitio. Tal vez en otra habitación.
– Exacto -dijo Coffman-. Eche un vistazo aquí.
– Un momento -contestó Isabelle, y terminó el boceto, tras añadir el dibujo que el fuego había dejado en la pared. Al lado, trazó un plano de la planta y apuntó el nombre de sus componentes (muebles, chimenea, ventanas, puertas y escalera). Solo entonces se acercó al origen del incendio. Efectuó un tercer dibujo, el de la butaca, y copió el dibujo de la quemadura en la tapicería. La rutina habitual.
Un fuego localizado como aquel se propagaba en forma de V, y el origen del fuego era el extremo de la V. El fuego se había comportado de una forma normal. Las quemaduras eran más intensas en el lado derecho de la butaca, que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto a la escalera. Al principio, el fuego había ardido con lentitud, tal vez unas cuantas horas, prendido después en la tapicería y el relleno, y ascendido por el lado derecho del marco de la butaca antes de apagarse. En el mismo lado derecho, el dibujo de la quemadura se elevaba en dos ángulos desde el origen de las llamas, uno oblicuo y otro agudo, y formaba una tosca V. Después de la inspección preliminar de Isabelle, nada sugería que el incendio hubiera sido intencionado.
– A mí me parece la quemadura de un cigarrillo, si quiere saber mi opinión -dijo uno de los detectives novatos. Parecía inquieto. Era más de mediodía. Tenía hambre. Isabelle vio que la sargento Coffman lanzaba una mirada al joven con los ojos entornados, con el claro mensaje de «Nadie te lo ha preguntado, ¿verdad, jovencito?»-. Lo que no entiendo -se apresuró a añadir- es por qué no ardió toda la casa hasta los cimientos.
– ¿Estaban todas las ventanas cerradas? -preguntó Isabelle a la sargento.
– Sí.
– El fuego de la butaca consumió todo el oxígeno de la casa -explicó Isabelle a la sargento sin volverse-. Después, se extinguió.
La sargento Coffman se acuclilló junto a la butaca carbonizada. Isabelle la imitó. La alfombra hecha a medida había sido de un color fuerte, beige. Debajo de la butaca se había acumulado un montículo de polvillo negro. Coffman indicó tres depresiones poco profundas. Cada una debía encontrarse a unos siete centímetros de la pata correspondiente de la silla.
– Esto es lo que quería enseñarle -dijo.
Isabelle buscó un cepillo en su maletín.
– Es una posibilidad -admitió. Quitó con delicadeza el hollín de la cavidad más próxima, y después de otra. Cuando hubo terminado con las tres, observó que estaban perfectamente alineadas entre sí, como si fueran las impresiones dejadas por las patas de la butaca en su posición originaclass="underline"
– Ya lo ve. La han movido, girado sobre una pata.
Isabelle estudió la posición de la butaca en relación con el resto de la sala.
– Puede que alguien tropezara con ella.
– Pero ¿no cree…?
– Necesitamos más.
Se acercó más a la butaca. Examinó la punta del origen del fuego, una cicatriz carbonizada irregular de la que brotaban filamentos de relleno. Como en muchos incendios lentos, la butaca había proyectado poco a poco un chorro de humo constante y tóxico como vehículo primordial de la ignición (una especie de ascua), y devorado la tapicería hasta alcanzar el relleno. Pero como también ocurre en ese tipo de incendios, la butaca solo había quedado destruida en parte, pues una vez desencadenada la ignición, el oxígeno disponible se había consumido, con la consiguiente extinción del fuego.
Gracias a ello, Isabelle pudo examinar la parte carbonizada. Apartó con delicadeza la tela quemada para seguir el descenso del ascua por el lado derecho de la silla. Fue un trabajo penoso, un escrutinio silencioso de cada centímetro a la luz de la linterna, que Coffman sostenía por encima de su hombro. Transcurrió más de un cuarto de hora antes de que Isabelle encontrara lo que buscaba.
Utilizó las pinzas para extraer el botín. Le dedicó un escrutinio satisfecho antes de alzarlo.
– Un cigarrillo, al fin y al cabo -comentó Coffman en tono de decepción.
– No. -Al contrario que la sargento, Isabelle parecía decididamente complacida-. Es un artilugio incendiario. -Miró a los detectives, cuya expresión delataba el interés que habían despertado sus palabras-. Será preciso llevar a cabo un registro completo del perímetro exterior -les dijo-. Llévenlo a cabo en espiral. Busquen pisadas, huellas de neumáticos, cajas de cerillas, herramientas, contenedores de todo tipo, cualquier cosa anormal. Primero, indiquen su situación en un plano. Después, fotografíenla y cójanla. ¿Comprendido?
– Sí, señora -contestó uno.
– De acuerdo -dijo el otro.
Los dos se encaminaron a la cocina para salir.
Coffman contemplaba con el entrecejo fruncido la colilla de cigarrillo que Isabelle aún sostenía.
– No lo entiendo-dijo.
Isabelle señaló el festoneado del envoltorio del cigarrillo.
– ¿Y qué? -dijo Coffman-. A mí me sigue pareciendo un cigarrillo.
– Esa era la intención. Acerque más la luz. Aléjese tanto de la butaca como pueda. Eso es. Ahí.
– ¿Quiere decir que no es un cigarrillo? -preguntó Coffman, mientras Isabelle continuaba palpando-. ¿No es un cigarrillo auténtico?
– Sí y no.
No lo entiendo.
– Ahí reside la esperanza del pirómano.
– Pero…
– Si no me equivoco, y lo sabremos dentro de pocos minutos, porque esta butaca nos lo dirá, esto es un artilugio muy antiguo. Concede al pirómano entre cuatro y siete minutos para largarse antes de que las llamas se desencadenen.