Linda Howard
Cercano Y Peligroso
© 2007, Linda Howington
Título originaclass="underline" Up Close and Dangerous
© De la traducción: 2008, Rosaura Fernández
Capítulo 1
Bailey Wingate se despertó llorando. De nuevo. Detestaba que ocurriera eso, porque no veía ninguna razón para estar tan decaída. Si fuera desesperadamente infeliz, si se sintiera sola o estuviera de duelo, llorar mientras dormía podría tener sentido, pero no se encontraba en ninguna de esas situaciones. Como mucho, estaba cabreada.
E incluso el cabreo no era un estado de ánimo constante; sólo aparecía cuando tenía que tratar con sus hijastros, Seth y Tamzin, lo que, gracias a Dios, ocurría habitualmente sólo una vez al mes, cuando autorizaba la entrega de los fondos asignados que recibían de la herencia de su difunto esposo. Casi siempre se ponían en contacto con ella, ya fuese antes para pedir más dinero, lo que ella tenía que aprobar, o después para hacerle saber, en su particular estilo, la clase de bruja asquerosa que creían que era.
Seth era, con mucho, el más cruel, y la había dejado emocionalmente herida en innumerables ocasiones, pero por lo menos era franco en su hostilidad. A pesar de lo duro que era de aceptar, Bailey prefería lidiar con él que tener que abrirse camino a través de toda la mierda agresiva y al mismo tiempo pasiva de Tamzin.
Aquél era el día en que se transferían sus asignaciones mensuales a sus cuentas bancarias, lo cual significaba que tendría que aguantar sus llamadas o sus visitas. Ay, Dios. Uno de los castigos favoritos de Tamzin era aparecer con sus dos hijos. Tamzin sola la resultaba suficientemente difícil, pero cuando sus dos hijos llorones, malcriados y exigentes la acompañaban, Bailey se subía por las paredes.
– Debería haber pedido un sueldo por pelear -refunfuñó en voz alta, mientras salía de la cama.
Después rezongó en silencio contra sí misma. No tenía motivos para quejarse, y mucho menos para llorar en sueños. Había aceptado casarse con James Wingate sabiendo cómo eran sus hijos y cómo reaccionarían ante las decisiones financieras que su padre tomara con respecto a ellos. De hecho, él había contado con esas reacciones y consecuentemente había hecho sus planes. Ella se había metido en aquella situación conscientemente, así que no tenía razones para lamentarse ahora. Incluso desde la tumba, Jim le estaba pagando bien desempeñando esa tarea.
Al entrar en el lujoso baño examinó su reflejo, algo imposible de evitar, ya que lo primero que te encontrabas era un enorme espejo del techo al suelo. A veces, al mirarse, experimentaba por un instante una desconexión casi total entre la imagen reflejada y lo que sentía en su interior.
El dinero la había transformado, aunque más por fuera que por dentro. Estaba más delgada, más atlética, porque ahora tenía tiempo y dinero para un entrenador personal que venía a casa y le hacía pasar las de Caín en el gimnasio privado. Su cabello, antes siempre de un color rubio sucio, ahora estaba tan hábilmente matizado con diferentes tonos de rubio que parecía completamente natural. Un estupendo corte favorecía sus facciones, cayendo en mechones tan graciosos que incluso ahora, recién salida de la cama, presentaba un aspecto increíble.
Siempre había sido detallista, y se había vestido tan bien como su sueldo se lo permitía, pero era abismal la diferencia entre detallista y refinada. Nunca había sido hermosa y ciertamente tampoco ahora alcanzaba semejante calificativo, pero a veces resultaba bonita, e incluso llamativa. La hábil aplicación de los mejores cosméticos hacía más intenso, más vibrante, el verde de sus ojos. Sus vestidos estaban confeccionados a medida para que le sentaran a la perfección sólo a ella, en vez de a millones de mujeres que tenían su misma talla.
Como viuda de Jim, podía utilizar de pleno derecho aquella casa en Seattle, una en Palm Beach y otra en Maine. No tenía que volar nunca en aerolíneas comerciales si no lo deseaba; la corporación Wingate alquilaba jets privados y había siempre un avión disponible para ella. Pagaba únicamente por sus posesiones personales, lo que significaba que no tenía que preocuparse por las cuentas. Ese era, sin lugar a dudas, el punto magistral del trato que había hecho con el hombre que se había casado con ella y que la había convertido en viuda en menos de un año.
Bailey había sido pobre, y aunque no había ambicionado nunca amasar una gran fortuna, debía admitir que tener dinero volvía mucho más fácil la vida. Todavía tenía problemas, los principales eran Seth y Tamzin, pero las dificultades eran diferentes cuando no implicaban pagar las facturas a tiempo; la sensación de urgencia había desaparecido.
Todo lo que tenía que hacer era supervisar sus fondos del fideicomiso -una tarea que se tomaba muy en serio, aunque no lo creyeran así- y, por otra parte, ocupar sus días.
Caray, estaba aburrida.
Jim había dejado bien atado todo lo referente a sus hijos, pensó mientras entraba en la ducha circular de cristal esmerilado. Había salvaguardado sus herencias; hasta donde era posible, también se había asegurado de que siempre estuvieran protegidos financieramente, y conocía a la perfección la personalidad de cada uno cuando lo planeó. Sin embargo, no había previsto cómo se desarrollaría la vida de su esposa tras su muerte.
Aparentemente no le había preocupado, pensó con tristeza. Bailey había sido el medio para un fin y, a pesar de que él se había encariñado mucho con ella -lo cual, por otra parte, era recíproco-, nunca había aparentado sentir nada más que eso. El suyo había sido un arreglo de negocios iniciado y controlado por él. Aunque lo hubiera sabido de antemano, a Jim no le habría preocupado que sus amigos, que la habían invitado por obligación a sus eventos sociales mientras él estaba todavía vivo, la excluyeran de sus listas de invitados como si fuera una patata caliente tan pronto estuvo bajo tierra. Los amigos de Jim eran, en buena medida, de su edad, y muchos habían sido amigos de su primera esposa, Lena. Algunos conocían también a Bailey de antes, en condición de secretaria personal de Jim. Se sentían incómodos con ella en su papel de esposa. Demonios, incluso ella se había sentido incómoda, así que no podía culparlos por experimentar lo mismo.
Aquélla no era la vida que había imaginado. Sí, el dinero era agradable -muy agradable-, pero no quería pasar el resto de su vida acumulando riqueza para dos personas que la despreciaban. Jim se había convencido de que la humillación que le supondría a Seth tener su herencia controlada por una madrastra tres años más joven que él lo impulsaría a comportarse como un adulto responsable, y no como una versión masculina, con algunos años más, de Paris Hilton; pero hasta el momento eso no había sucedido, y Bailey no tenía ya fe en que fuera a ocurrir alguna vez. Seth había tenido muchas oportunidades de aplicarse, de interesarse por la empresa que financiaba su estilo de vida despilfarrador y perezoso, pero no había aprovechado ninguna. Seth había sido la esperanza de Jim, porque Tamzin no mostraba el más mínimo interés y era absolutamente inepta para el tipo de decisiones que requerían tan enormes cantidades de dinero. En lo único que estaba interesada Tamzin era en el resultado final, es decir, el dinero contante y sonante a su disposición; y quería toda su herencia ahora, para poder gastarla a su gusto.
Bailey no pudo evitar hacer una mueca ante ese pensamiento; si Tamzin tuviera el control de su herencia, despilfarraría todo el dinero en cinco años a lo sumo. Si Bailey no controlara los fondos, alguna otra persona tendría que hacerlo.
Justo cuando cerraba la ducha y estaba cogiendo una toalla color champán para envolverse en ella, sonó el teléfono. Enrollándose otra en torno al pelo mojado, salió de la ducha y descolgó el teléfono inalámbrico del vestidor, miró la identidad de la persona que llamaba y volvió a colgar sin contestar. El número permanecía oculto; ella había registrado todos sus números de teléfono en la lista nacional de llamadas restringidas, así que ese número sin identificador no era probable que fuera el de un vendedor. Eso significaba que Seth se había levantado temprano pensando en los insultos que podía soltarle, pero se negaba a dirigirle la palabra antes de tomarse un café. Su sentido del deber llegaba bastante lejos, pero esto rebasaba esos límites.