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– Aprenda -murmuró él-. Sea útil.

Ella rechinó los dientes. ¿Útil? ¿Qué creía que había estado haciendo mientras él haraganeaba inconsciente? ¿Pensaba que había logrado salir del avión por sí solo? Estaba empapada y congelándose porque había tenido que echarse sobre la nieve y tirar de él para sacarlo del avión. Sus manos se estaban volviendo azules y temblaba tanto que se merecería que le hiciese daño si intentaba coserlo.

El frío la hizo pensar: la chaqueta. Se había olvidado de la chaqueta, lo que significaba que la conmoción o el frío -o ambas cosas- habían ralentizado su claridad mental. Se la puso, agradecida de protegerse contra la intemperie, aunque fuera con una prenda tan fina, pero se encontraba tan mojada que no estaba segura de que la hiciera entrar en calor a menos que se secara primero.

Silenciosamente abrió un paquete de gasas estériles y colocó dos sobre la herida de la cabeza de Justice, utilizando las manos para sujetarlas y hacer presión. Un áspero gemido de dolor sacudió la garganta del piloto, después lo contuvo y se quedó completamente quieto.

Probablemente debería hablarle, pensó ella, ayudarle a mantenerse consciente y concentrado.

– No sé qué hacer primero -confesó. La acometió un temblor convulsivo que la obligó a callarse, aunque sus dientes castañeteaban tan fuerte que, de todos modos, no habría podido pronunciar ni una palabra. Cuando cesó el temblor, se concentró vehementemente en mantener las gasas en su lugar-. Tengo que detener esta nemorragia. Pero estamos en medio de la nieve… -otro estremecimiento la interrumpió- y tengo tanto frío y estoy tan mojada que casi no puedo moverme. Usted perderá el conocimiento…

Él respiró unas cuantas veces, como preparándose para la difícil prueba de hablar.

– Equipo -logró decir finalmente-. Manta… al fondo del equipo.

El único equipo a mano era el de primeros auxilios. Dejando las gasas sobre su cabeza, empezó a sacar cosas del botiquín y a ponerlas sobre la tapa abierta. Debajo de todo, cuidadosamente doblada en una bolsa sellada, había una de esas mantas térmicas de emergencia. Abrió la bolsa y desplegó la manta. No sabía si serviría de mucho, ya que jamás las había utilizado, pero no se encontraba en situación de cuestionar nada que pudiera usar como barrera entre ellos y el frío. Estuvo tentada de arroparse con la manta y acurrucarse lo más posible hasta sentir que entraba un poco en calor, pero él había perdido mucha sangre y la necesitaba más que ella.

¿Qué debía hacer, poner la manta debajo de él para protegerlo de la nieve, o sobre él para ayudarle a conservar el calor corporal que tuviera? ¿Podía calentarse algo acostado sobre la nieve? ¡Maldición, no podía pensar! Tendría que actuar por instinto.

– Voy a extender la manta a su lado -dijo-. Ahora voy a ayudarle a moverse hacia ella, para que no esté sobre la nieve. Tendrá que colaborar. ¿Puede hacerlo?

– Sí -contestó él con esfuerzo.

– Bueno, allá vamos. -Se arrodilló sobre la manta y deslizó el brazo derecho bajo el cuello de él, le agarró la parte delantera del cinturón con la mano izquierda y lo levantó. Él la ayudaba lo que podía, utilizando los pies y el brazo derecho; le costaba menos trabajo que antes moverlo, porque no era un peso muerto. Tensando todos los músculos, lo deslizó hasta colocarle casi todo el torso sobre la manta, y decidió que ya estaba bastante bien. Rápidamente dobló el resto de la manta sobre él y la sujetó donde pudo.

Sintiéndose de repente mareada y con náuseas, se dejó caer al suelo a su lado. «Mal de altura», pensó. Estaba casi al límite de sus fuerzas. Si hacía un esfuerzo más acabaría tirada en la nieve, incapaz de levantarse, y moriría antes del amanecer, o probablemente antes del atardecer de aquel día.

Por tanto, tenía que llegar a sus maletas, ponerse ropa seca. De inmediato. Tenía que funcionar, o los dos morirían.

Empezó a dar bocanadas de aire lentas y profundas, para alimentar su cuerpo hambriento de oxígeno. Lentamente. Esa era la clave. Debía moverse lo más lentamente que pudiera, y no dejar que el pánico la empujara a apresurarse hasta desfallecer. Eso significaba que tenía que planear cada movimiento, pensar detenidamente lo que iba a hacer para no desperdiciar sus fuerzas.

Sus maletas habían sido cargadas en el avión por la portezuela del compartimento del equipaje, y aseguradas con una red que evitaba que se desplazaran por la cabina del piloto cuando había turbulencias, aunque ella creía que las maletas probablemente serían demasiado grandes para caber en el espacio entre el techo y los altos respaldos de los asientos. El problema era que aunque la mayor parte del techo había desaparecido y las maletas cabrían por el hueco, habría que levantarlas casi verticalmente, y eran muy pesadas y ella estaba tan débil y agotada y tenía tanto frío que no creía que pudiera llevar a cabo semejante tarea. Tendría que abrirlas dentro del compartimento y sacar lo que necesitaba.

Habría que soltar la red. Estaba segura de que podía llegar a los cierres, pero no sabía si sería capaz de soltarlos si estaban muy fuertes. Si ése era el caso, debía pensar en otra forma de quitar la red.

– Tenemos que calentarnos. Necesito sacar más ropa de mi maleta -le dijo-. Si por alguna razón no puedo soltar los cierres de la red de carga, ¿tiene una navaja que pueda usar para cortarla?

Él abrió ligeramente los ojos y después volvió a cerrarlos.

– Bolsillo izquierdo.

Arrodillándose, retiró la manta que acababa de echar en torno a él y deslizó la mano derecha en su bolsillo. El calor era sorprendente, y tan delicioso que casi gimió, pero sus dedos estaban tan fríos y entumecidos que no podía saber si estaba tocando o no la navaja. Agarró lo primero que encontró.

– Cuidado -murmuró él-. Charlie Diversión está ahí, y bien sujeto.

Bailey bramó.

– Entonces manténgalo fuera del camino, o podría soltarse. -«Hombres». Estaban al borde de la muerte por hipotermia, y en su caso agravada por una hemorragia, y aún protegía su pene-. Charlie Diversión, y un rábano -murmuró ella, sacando la mano de su bolsillo para ver si había agarrado la navaja.

Una ligera sonrisa apareció en la boca de él un instante y después se desvaneció.

Ella hizo una pausa, con la mirada fija en su cara ensangrentada. Aquél era el primer destello de humor que le había visto, y le llegó al corazón, porque a pesar de todo lo que ella pudiera hacer, probablemente no saldrían vivos de aquella situación. Él no se había dado por vencido, había logrado que aterrizaran vivos. Así que Bailey no podía soportar la idea de que a pesar de ello pudiera morir porque ella tomara una decisión equivocada y no hiciera lo suficiente. Le debía la vida y haría todo lo que estuviera en su mano para salvaguardar la de él, incluso coserle la herida si no le quedaba más remedio, maldita sea.

En la palma de la mano tenía la navaja y unas cuantas monedas. Cogió la navaja y volvió a dejar la calderilla en el bolsillo; después colocó la manta en su sitio.

– Vuelvo enseguida -aseguró, tocándole en el pecho para darle ánimos.

El avión se cernía ante ella como un pájaro mutilado con el ala derecha doblada y con la izquierda arrancada completamente de cuajo. Estaban en la parte baja de la pendiente con respecto al aparato, lo que significaba que no era precisamente el lugar más seguro si empezaba a deslizarse. No creía que lo hiciera tal y como estaba, con el ala torcida clavada en la ladera de la montaña. Además, la rama que empalaba el fuselaje presentaba otro punto de anclaje, pero prefería curarse en salud y apartarse de su camino. Después de cambiarse de ropa y entrar en calor se sentiría más capaz de hacer esfuerzos.

No tenía bolsillos, así que sujetó la navaja entre los dientes mientras trepaba otra vez a la cabina del piloto para arrastrarse después a la parte de atrás. Arrodillada en el asiento corrido, se estiró sobre el compartimento del equipaje y trató de alcanzar los cierres de la red de carga. Para su alivio, la red se soltó fácilmente. La empujó a un lado, tiró de una de las maletas para darle la vuelta y abrió la cremallera; las maletas eran idénticas, así que no sabía lo que había en cada una, pero en realidad no le preocupaba. Quería estar seca y entrar en calor, sin importarle la ropa que iba a ponerse.