Lo mismo que «sobrio», pero la añadió esa noche. Necesitaba desesperadamente un trago, o un poco de droga -algo-, pero no se atrevió a tomar ni siquiera un sorbo para que no embotara sus sentidos. Si las autoridades, las que se encargaran de este caso, venían a llamar a su puerta con cualquier pregunta acerca de su madrastra y del accidente de avión, necesitaba estar despejado. Había dejado que su temperamento y la bebida lo impulsaran a hacer algo estúpido. Ahora tenía que caminar por una línea muy fina, o se encontraría con la mierda hasta el cuello.
Seth paseó nervioso toda la noche por su grande y costoso apartamento, mirando detenidamente todo como si perteneciera a un extraño. Vagaba como un fantasma buscando su alma, entrando y saliendo de las habitaciones, luchando contra el fuerte deseo de beber algo de licor y, al mismo tiempo, enfrentándose a la oscuridad de sus propias profundidades.
Cuando llegó la mañana, se sentía débil e inconsistente, como si fuera realmente un fantasma. Nunca se había sentido menos capaz de lograr nada que aquella mañana, pero tampoco jamás la necesidad había sido más urgente. Sentía un abismo sin retorno abriéndose a sus pies. Si no actuaba ahora, no sabía si volvería a tener una oportunidad de hacerlo, o el valor para intervenir de alguna manera.
Cuando finalmente el cielo se aclaró, y se iluminó el hermoso pico nevado de Mount Rainier hacia el sureste, ya sabía cómo debía actuar.
Primero se dirigió a la cocina para ver qué podía encontrar de desayuno. Casi nunca comía en casa, así que no tenía demasiados alimentos en la nevera. Encontró un poco de queso mohoso en lonchas que nunca había sido abierto; lo tiró a la basura. No tenía pan para hacer tostadas. Había algo de café, así que preparó una cafetera. También aparecieron media caja de galletas saladas ya rancias en la alacena y una manzana, que no se había podrido del todo, en un cuenco. La manzana y las galletas llenaron un poco su estómago revuelto e incluso lo asentaron. El café consiguió que se sintiera menos adormilado, aunque no completamente alerta y despierto; pero eso tendría que ser suficiente.
Se duchó, se afeitó y se puso el traje más clásico de los tres que tenía. Contaba con un auténtico arsenal de ropa deportiva, para ir a discotecas y clubes, para navegar, pero había pasado la mayor parte de su vida evitando aquellas situaciones que requerían un traje de negocios serio, así que su selección era limitada. Su padre había poseído en vida al menos cincuenta trajes. Se preguntó qué habría hecho con ellos la zorra de Bailey. Tirarlos a la basura, probablemente.
Se miró una vez más en el espejo, como había hecho el día anterior. Tenía ojeras y su expresión era… extraña. Era la única manera de describirla. Ante sus ojos, no parecía el mismo.
Después subió a su coche e hizo algo que había jurado que nunca haría: condujo hasta las oficinas centrales del Grupo Wingate, como el resto de los empleados.
Se sintió más bien sorprendido, y molesto, al descubrir que no podía pasar por el control de seguridad porque no tenía la tarjeta de identificación de empleado. Aquél era un edificio de oficinas, por el amor de Dios, no la Casa Blanca o una oficina de correos. Cuando su padre vivía, Seth podía entrar y salir cuando quería, aunque en realidad no había querido nunca. No había estado allí en los últimos… cinco o seis años, quizá más. Ciertamente, no reconocía a ninguno de los guardias de seguridad.
Miró a su alrededor mientras esperaba que uno de los vigilantes llamara a W. Grant Siebold, el presidente ejecutivo. Cuando Seth era niño, Siebold era el «tío Grant» para él; pero eso había cambiado. No había vuelto a ver ni oído hablar de Grant desde el funeral de su padre, y en esa ocasión el muy hijo de puta había estado prácticamente pegado al culo de Bailey, de cerca que había estado de ella; así que ni siquiera se había molestado en hablarle. Con una especie de humor sombrío, Seth pensó para sus adentros que la actitud de Grant probablemente sufriría una transformación abismal ahora que Bailey ya no estaba en la sombra, o controlando todos esos millones de dólares.
Finalmente le dieron acceso con un pase temporal que sujetó en el bolsillo superior de su chaqueta e instrucciones para llegar a la oficina del señor Siebold, como si él necesitara instrucciones, cuando esa oficina había sido la de su padre.
Sin embargo, la distribución del edificio había cambiado; el ascensor se abría a un espacioso vestíbulo que daba a una sala de espera con cómodos sillones, unas plantas exuberantes, un acuario de peces tropicales encastrado en la pared y un variado material de lectura. Se suponía que la gente esperaba mucho tiempo en aquel sitio. A la entrada se hallaba una mujer con aspecto muy profesional, de poco más de cuarenta y cinco años, cuyo escritorio estaba junto a unas puertas talladas. Según la placa que había sobre su mesa, se llamaba Valerie Madison. No la reconoció. La última vez que había visto a la secretaría de Grant era una mujer de pelo gris con gafas, de cincuenta y pico años, que siempre le daba caramelos. Supuso que se habría retirado o habría muerto.
– Por favor, siéntese -dijo Valerie Madison, levantando el teléfono-. Informaré a la asistente del señor Siebold de que está usted aquí.
Ah, ¿entonces ella no era la secretaria de Grant? ¿Ahora la secretaria -perdón, asistente- tenía una secretaria?
Seth no se sentó. Miró cómo se elevaban lentamente las burbujas en el acuario y los peces nadaban sin rumbo. No conseguían nada, no iban a ninguna parte, sino que recorrían el acuario incansablemente como si éste fuera su único objetivo en la vida. Eran demasiado estúpidos para considerarse desgraciados.
Detrás de él, el teléfono de la secretaria de la asistente emitió un discreto pitido. Oyó el murmullo de su voz, demasiado baja para que él pudiera descifrar las palabras. Volvió a colocar el teléfono, se puso de pie y abrió la puerta. Él le hizo una seña con la cabeza silenciosamente, atravesó las puertas y se encontró en otra oficina exterior. Una música suave, una especie de basura new age, invadía las cuatro esquinas de la habitación. Se volvería completamente loco si tuviera que escuchar esa mierda todo el día.
La mujer que ocupaba un escritorio francés antiguo, sobre el que había un pedestal curvo que sostenía un ordenador de pantalla plana, era un poco mayor y algo más robusta que la de fuera, pero igualmente formal. Su pelo entrecano estaba recogido en una especie de ocho en la nuca y sus ojos vividamente azules eran tranquilos y evasivos.
– Por favor, tome asiento -dijo-. El señor Siebold lo atenderá en cuanto finalice una llamada.
Buscó la placa donde estaba grabado su nombre. «Dinah Brown». El nombre era tan serio como su dueña.
– He estado tratando de recordar el nombre de la antigua secretaria de Grant -dijo él.
– Debe referirse a Eleanor Glades.
– ¡La señora Glades! -exclamó él chascando los dedos-. Eso es. Solía darme caramelos. ¿Cuándo se retiró?
– No se retiró -dijo Dinah Brown-. Murió de un infarto hace doce años.
Doce años, y él no se había enterado. ¿Por qué razón? ¿No debería haberlo mencionado su padre, aunque su madre no lo hubiera hecho? Los Siebold habían sido amigos cercanos, y perder a su secretaria debía haber resultado doloroso para Grant.
Pero quizá lo habían mencionado y simplemente él no había escuchado. No se dedicaba a escuchar a sus padres muy a menudo. De hecho, había convertido en un arte el hacer oídos sordos a todo lo que decían.
– Puede entrar ahora -dijo ella, levantándose y abriéndole la puerta-. Señor Siebold, el señor Wingate ha venido a verle.
Seth entró en el despacho que había sido de su padre. Estaba bastante seguro de que era el mismo. Bueno, por lo menos estaba en el mismo sitio. Todo lo demás había cambiado demasiado como para que pudiera afirmar con rotundidad que era el mismo. Su padre había preferido una decoración sencilla, espacios poco recargados, y la utilidad antes que el diseño. Su mobiliario de oficina era de cuero. La oficina de Grant Siebold estaba decorada de la forma más confortable, elegante pero atractiva, que caracterizaba la oficina exterior. Los muebles estaban tapizados. Por lo menos aquí no se oía la música new age.