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– Entonces tú… -Su garganta se cerró, sintió náuseas. Tragó saliva, tratando de controlar la voz-. Así que tú eres el…

– Yo soy el infeliz hijo de puta que tenía que morir contigo, sí.

Ella retrocedió ante esas palabras, las lágrimas le quemaban los ojos. No iba a llorar, no iba a hacerlo.

– Demonios -dijo él con aspereza, tomándole la barbilla con la mano fría y levantándola-. Quería decir que él me consideraría así, no que yo lo piense.

Bailey logró esbozar una tensa sonrisa que no duró mucho, aunque el sentimiento herido se había congelado en ella como una bola gigante. Lo encajó como hacía siempre, rechazándolo.

– Tienes que verlo así, al menos yo lo haría: tuviste la mala suerte de reemplazar a un amigo y casi mueres por ello.

– Hay otro punto de vista.

– ¿Ah, sí? No lo creo.

No estaba en absoluto preparada para el cambio que se produjo en su expresión, la ira fría y tensa de los últimos minutos se metamorfoseó en algo que le pareció casi más alarmante. Su mirada se hizo más intensa, la curva de su boca se convirtió en la de un depredador que acorrala a su presa. Corrigió la forma de agarrarle la barbilla de modo que el pulgar se apoyó en su labio inferior, abriéndolo un poco.

– Si no hubiera estado a punto de morir -dijo arrastrando las palabras-, puede que nunca hubiera descubierto que esa actitud de bruja fría que pretendes mostrar es sólo una actuación. Pero ahora estás desenmascarada, cariño, y no hay forma de retroceder.

Capítulo 21

Bailey resopló, contenta con la distracción momentánea, que sospechaba era la razón de su cambio de tema de conversación.

– Por mi parte, yo creía que eras un reprimido. -Sabía que el tema de que alguien hubiera tratado de matarla no se había terminado, pero necesitaba tiempo para asimilar los detalles, tiempo para que se asentaran las emociones.

– ¿Ah, sí? -Le pellizcó el labio inferior; después la soltó-. Ya hablaremos de eso. Dios sabe que tendremos mucho tiempo, porque no saldremos de aquí en un día ni en dos.

Ella echó una mirada a su alrededor; era extraño lo familiar que se había vuelto aquel lugar, lo segura que se sentía allí comparado con el enorme esfuerzo que se imaginaba que iba a suponer salir por su cuenta. Y se debía a una cosa: al refugio. No se lo podía llevar, y pensar en construir otro todos los días era desalentador. Por otra parte, allí no tenían comida. Si nadie iba a buscarlos, tenían que rescatarse ellos mismos, y eso significaba salir de esa ladera helada antes de que su propia debilidad les impidiera intentarlo.

– Muy bien -dijo, encogiéndose de hombros-. Vamos a hacer las maletas.

Él curvó los labios en una ligera sonrisa, con aquella manera tan especial que tenía de hacerlo.

– No tan deprisa. No creo que pudiéramos llegar muy lejos hoy, y probablemente a los dos nos vendría bien otro día para aclimatarnos a la altura.

– Si esperamos un día más, nos quedaremos sin comida incluso antes de empezar -observó ella.

– Quizá no. Si pudiéramos encontrar mi chaqueta… Puse un par de barritas de cereales en el bolsillo. No lo he mencionado antes porque ninguno de los dos era capaz de buscarla además esperaba que nos rescataran y no las necesitáramos.

Un par de barritas energéticas duplicaría su reserva de comida, y podía significar la diferencia entre vivir o morir. Además, él necesitaba una chaqueta antes de empezar el viaje. Pensar en la ropa hizo que fijara su atención en otro problema.

– No puedes andar por ahí con esos zapatos.

Él se encogió de hombros.

– Tengo que hacerlo. Son todo lo que tengo.

– Quizá no. Tenemos el cuero que corté de los asientos, además de mucho cable que podemos usar como cordón. No creo que sea tan difícil hacer una especie de forro tipo mocasín para tus zapatos.

– Probablemente más difícil de lo que crees -dijo él secamente-. Pero es una idea estupenda. Nos tomaremos el día de hoy para prepararnos. Necesitamos beber todo lo que podamos, para hidratarnos antes de ponernos en marcha. Si fuéramos capaces de derretir la nieve más deprisa, podríamos beber más.

– Sería estupendo tener una hoguera -asintió ella con un ligero matiz de sarcasmo.

La única fuente de calor que tenían era su propio cuerpo, que derretía la nieve que metían en la botella de colutorio, pero no muy deprisa.

– Lástima que ninguno de los dos echara una caja de cerillas.

Él levantó la cabeza y aguzó la mirada. Se dio la vuelta y miró hacia el avión. A juzgar por su expresión, había recordado algo.

– ¿Qué? -preguntó Bailey con impaciencia, al ver que Cam permanecía en silencio-. ¿Qué? No me digas que tienes una caja de cerillas escondida en alguna parte en ese avión o juro que te quito la ropa mía que tienes puesta.

Él hizo una pausa y dijo pensativo:

– Ésa es la amenaza más estrambótica que me han lanzado jamás -afirmó, dirigiéndose al avión.

Bailey salió corriendo tras él, y a cada paso se hundía en la nieve.

– ¡Si no me dices…!

– No hay nada que decir todavía. No sé si esto funcionará.

– ¿Qué? -gritó ella a su espalda.

– La batería. Tal vez pueda hacer fuego con la batería, si no se ha descargado del todo, y si el tiempo no es demasiado frío. Por lo que sé, la batería podría estar descargada. O estropeada. -Empezó a apartar las ramas que le impedían llegar a los restos del avión.

Bailey agarró una rama y empezó a tirar de ella también. Las hélices habían dejado de girar cuando se estrellaron, así que los árboles habían sufrido menos destrozos, pero eso significaba que había menos ramas rotas, lo que a su vez implicaba que no era fácil quitarlas del camino. ¿Dónde había un hacha cuando uno la necesitaba?

– ¿Puedes hacer fuego con una batería? -preguntó ella jadeando, mientras la rama salía despedida otra vez a su posición original. Hizo rechinar los dientes y lo intentó de nuevo.

– Claro. Produce electricidad, y la electricidad es calor. Es sencillo, pero sólo si queda suficiente líquido en la batería. -Torció una rama hasta que se rompió, después la arrojó a un lado-. Puedo conectar un trozo de este cable a cada polo, y después a un trozo de cable pelado. Con suerte y bastante líquido, eso calentará el cable pelado lo suficiente para encender un trozo de papel, o algo que prenda, si podemos encontrar madera seca.

– Tenemos papel -dijo ella al instante-. Traje un cuaderno y unos cuantos libros de bolsillo y revistas.

Él hizo una pausa y la miró de reojo.

– ¿Para qué? Puedo entender que trajeras un libro, pero ibas a hacer rafting. Yo lo he hecho, así que sé lo agotador que es. Estarías demasiado agotada para poder leer. ¿Y para qué era el cuaderno?

– A veces me cuesta mucho dormir.

– Podrías haberme contado otro cuento. -Gruñó mientras agarraba otra rama y tiraba de ella-. Te has quedado frita las dos noches.

– Como nos encontramos en unas circunstancias tan normales, ¿verdad? -dijo ella dulcemente-. He estado aburrida como una ostra y por eso me entraba sueño.

Él soltó una risita.

– Si tenemos en cuenta lo que dormimos los dos ayer, lo asombroso es que siguiéramos durmiendo por la noche.

– Ventajas de estar enfermo y conmocionado, supongo.

Cuando se abrieron camino hasta la batería, él soltó un gran suspiro de alivio.

– Parece que está bien. Tenía miedo de que no fuera así, dado el destrozo que hay aquí atrás.

– ¿Puedes sacarla?

Él negó brevemente con la cabeza mientras revisaba el metal torcido y combado que recubría parcialmente la batería.