– Ni de broma, es imposible sin una sierra para cortar metal. Pero si consigo meter la mano aquí sin rebanarme los dedos…
– Déjame hacerlo a mí -dijo ella rápidamente, poniéndose a su lado-. Mis manos son más pequeñas que las tuyas.
– Y no tan fuertes -señaló él, mientras apoyaba el hombro contra un árbol y se estiraba todo lo que podía con la mano derecha. Mientras lo observaba ella se dio cuenta de que tenía los dedos azules de frío e hizo una mueca de dolor. Sabía por experiencia lo doloroso que era tener las manos al aire con ese frío y ese viento.
– Tienes que calentarte las manos antes de que sufras una congelación -dijo.
El soltó otro de esos gruñidos de macho que podía significar desde «Estoy de acuerdo» hasta «Deja de dar la lata», y aparte de eso no le prestó la menor atención. No podía obligarlo a calentarse las manos, así que se cruzó de brazos y se calló. No tenía objeto malgastar energía en hablarle. Cuanto antes fracasara o triunfase, antes pasaría a preocuparse de sí mismo.
Ella lo soportó durante unos tres segundos.
– Un caso claro de envenenamiento por testosterona, por lo que veo -comentó.
Su cabeza estaba parcialmente girada hacia otro lado, pero vio arrugarse su mejilla en una sonrisa.
– ¿Hablas conmigo?
– No, hablo con este árbol, más o menos con el mismo resultado.
– Estoy bien. Si puedo encender fuego me calentaré entonces.
Algún diablillo satánico la incitó a decir:
– Bien, si estás seguro.
– Estoy seguro.
– Porque creía que podría calentarte las manos de la misma forma que te calenté los pies, pero ya que estás bien… no importa.
Sus palabras flotaron en el aire helado. Una parte de ella se preguntaba si se había vuelto loca, pero ya no podía retirarlas, así que hizo lo posible por parecer despreocupada.
Él se quedó muy quieto, después retrocedió lentamente, se enderezó y volvió el rostro hacia ella.
– Quizá me he apresurado al hablar. Es cierto que me duelen los dedos.
– Entonces es mejor que te apresures para hacer ese fuego -dijo ella alegremente, haciendo un gesto con las manos-. ¡Ale, ale!
Cam la miró con cara de querer decir: «Ya te pillaré», y después volvió a meterse en los entresijos del avión. El ángulo en el que había caído hacía incómoda cualquier actividad, y los árboles estorbaban.
– Bien, ahora vamos a cortar cable -dijo finalmente-. Necesitamos tenerlo todo preparado antes de intentar esto, porque si hay líquido ahí puede que no sea mucho, y a lo mejor sólo tenemos una oportunidad.
– ¿Qué tenemos que hacer?
– Primero, buscar un lugar tan protegido del viento como podamos y hacer un círculo con piedras. Después, buscar madera seca para usarla como combustible. Probablemente algunos de los trozos más pequeños que utilizaste en el refugio para tapar los huecos se habrán secado un poco. Dudo que encontremos algo más seco. Si tú haces eso, yo empezaré a sacar la parte interior de la corteza de estos árboles.
El viento era un problema; se arremolinaba entre las montañas, lo que significaba que en realidad no había ninguna zona abrigada. Al cabo de un rato, frustrada, abrió sus maletas y las puso de pie, alineándolas y formando un parapeto levemente curvado frente al refugio. Era una solución chapucera, porque las maletas no podían estar demasiado cerca del fuego, ya que se quemarían; así que sólo proporcionaban una protección parcial contra el viento.
Sacó la nieve de la zona cercada, después Cam utilizó el destornillador del equipo de herramientas para cavar repetidamente en la tierra helada, hasta que consiguió horadarla. Usó la punta del martillo para sacar la tierra suelta. El hueco para el fuego sólo tenía unos centímetros de profundidad cuando encontró piedra, pero tendría que servir así.
Había un montón de piedras sueltas para hacer un círculo alrededor de la hoguera. Cam las recogió mientras Bailey buscaba leña seca. Como él había predicho, la más seca que encontró estaba en el refugio. Cada vez que sacaba un palo de su sitio, llenaba el espacio que quedaba con una rama nueva que arrancaba de un árbol. Todavía tenían que dormir en ese refugio una noche más, así que quería que fuera lo más cómodo posible.
Utilizando su navaja, Cam peló una parte de la corteza exterior de un árbol y después hizo lo mismo con la parte interior, hasta que tuvo un puñado de algo que se parecía a un nido de pájaro. Dispuso cuidadosamente la corteza raspada y unas cuartillas de papel enrollado arrancadas del cuaderno de Bailey encima, y después unos trozos más grandes de madera sobre todo ello.
– Es madera verde, así que no va a dar mucho calor, pero la ventaja es que tampoco se quemará rápidamente -anunció.
Siempre y cuando consiguieran encenderla, pensó ella, pero no dijo nada.
Si funcionaba la batería, tendrían que ingeniárselas para llevar la llama desde el avión hasta el pequeño hoyo. El viento continuaba soplando, lo que significaba que no podían simplemente enrollar una hoja de papel, encenderla y trasladarla hasta allí. Bailey vació el contenido del botiquín de metal color aceituna y se lo dio a él. Usando de nuevo él útil destornillador, le hizo agujeros en una de las caras, cubrió el fondo con un poco de tierra de la que había sacado cavando el hoyo para la hoguera, después arrancó unas agujas de un pino y las puso sobre la tierra. Enrolló otra hoja de papel, cortó una tira de gasa y la metió suelta dentro del rollo de papel.
Bailey lo miraba sin hacer ningún comentario. Había guardado silencio durante la última media hora, porque los preparativos eran muy importantes. Tener una hoguera era imprescindible. Se sentía casi mareada al pensar en ello.
Todo lo que faltaba era el cable. Le quitó el aislante a un pedazo corto, peló los dos extremos de dos pedazos mucho más largos, y conectó rápidamente un extremo de cada uno de los trozos más largos al trozo corto, retorciendo los brillantes hilos de cobre para unirlos.
Se acercaron al avión uno al lado del otro. Ella sostenía la caja y él el cable.
– Si funciona, cuando se encienda el papel tú cierra la tapa y lleva la caja a la hoguera -le ordenó-. Yo tendré que soltar los cables de la batería para que no se desperdicie nada de energía; podríamos tener que volver a intentarlo. El papel enrollado se quemará más lentamente, así tendrás suficiente tiempo para llevar la llama a la hoguera. En cuanto llegues, no me esperes, ve encendiendo el fuego.
Ella asintió. El corazón le latía tan fuerte que se sentía casi enferma. «Por favor, funciona», rogaba en silencio. Necesitaban aquello.
Se quedó de pie junto a él, sosteniendo uno de los cables aislados en posición, de modo que el que no estaba aislado tocara la punta del rollo de papel. Cam tuvo que meterse literalmente a presión entre uno de los árboles y los restos del avión, a unos treinta centímetros del suelo, para poder alcanzar la batería con las dos manos y conectar los cables largos, uno al polo positivo y otro al negativo. Cuando terminó se quedó en la misma postura, con sus agudos ojos clavados en la caja que sostenía Bailey.
Ella trataba de no temblar mientras sujetaba el cable pelado contra el papel.
– ¿Cuánto tardará?
– Dale unos cuantos minutos.
Parecía que había pasado una hora. El tiempo se arrastraba mientras ellos miraban angustiados al papel con expectación, deseando ver una espiral de humo, una señal de quemadura, rogando que pasara algo.
– Por favor, por favor, por favor -recitaba ella en voz baja. No sucedía nada. Cerró los ojos porque no podía soportar seguir mirando. A lo mejor si dejaba de mirar, el papel empezaría a echar humo. Era una esperanza infantil, un pensamiento estúpido, como si con su mirada, ella impidiera que se encendiera.
– ¡Bailey! -La voz de él sonó cortante. Sobresaltada, abrió los ojos. Lo primero que vio fue la espiral de humo, delgada y delicada, tan transparente como un espejismo. Se retorcía hacia arriba casi titubeante, para ser arrebatada por el viento. Con cautela cambió un poco de postura, acercando la caja a la protección de su cuerpo.