Habían estado muy ocupados todo el día, pero, curiosamente, no les había resultado demasiado arduo. Se habían sentado uno junto al otro en la bolsa de basura llena de ropa delante del fuego, ella trabajando en su calzado, él haciendo un trineo rudimentario para transportar las escasas pertenencias valiosas que tenían, así como unas toscas raquetas de nieve para ambos. A medida que se derretía la nieve en la botella, se la bebían. Como ahora, que tenían la hoguera, se derretía mucho más rápidamente, por primera vez desde el accidente podían beber lo suficiente para que la sed no fuera un problema constante.
Ella estaba contenta y, sentada a su lado, guardaba un extraño silencio mientras trabajaban. Eso no significaba que no estuviera preocupada, ¿cómo podía no estarlo? Se enfrentaban a una prueba larga y peligrosa, a la cual podrían no sobrevivir. Las montañas eran traicioneras e increíblemente accidentadas, y no perdonaban errores. Y aunque consiguieran salir, aún quedaba por resolver el hecho de que alguien hubiera tratado deliberadamente de matarlos, y todos los indicios señalaban a Seth.
Probar que él estaba detrás de todo aquello podría ser difícil. Por una parte, todas las evidencias estaban allí, diseminadas por la ladera de la montaña. Y si, por casualidad, pudieran recuperarse los restos, había muchas posibilidades de que cualquier prueba forense hubiera sido destruida por los elementos. Aunque, por otra parte, el frío podría conservar esas mismas pruebas; sencillamente no lo sabía. Tenía que enfrentarse a la posibilidad, muy real, de que, a pesar de que Cam y ella sabían que alguien había intentado matarlos, seguramente nunca podrían probar quién lo hizo. Sabiendo eso, ¿cómo podía actuar igual que antes? ¿Cómo iba a comportarse con Seth? No podía. Tendría que faltar a su palabra dada a Jim, e incluso en estas circunstancias no le gustaba hacer eso.
Pero todo eso sucedería en el futuro, suponiendo que lo tuviera. Se dio cuenta de que todo lo que tenía seguro era el momento presente. Esa idea era liberadora y reconfortante al mismo tiempo. Ya no estaba en vilo, esperando un rescate que ahora sabía que no llegaría. Tenían un plan, y estaban poniéndolo en práctica, confiando en sí mismos y en su creatividad, su determinación y su fuerza personal. Y, en eso, ella era buena.
Cuando finalizó el calzado de Cam, empezó a trabajar para solucionar el problema de su ropa. Tomando dos de sus camisas de franela -y afortunadamente había traído muchas, preparada para dos semanas de rafting-, las abrochó juntas y quedó una prenda grande y desgarbada. Era un arreglo extraño, pero de otra manera no había forma de que algo suyo le sirviera. Las mangas eran demasiado cortas y las dos que no se usaban le colgaban a la espalda, pero era una prenda que le daría calor y que no tendría que ser retocada y arreglada constantemente. Se la puso de inmediato. Las dos camisas no hacían juego, así que su aspecto era raro, pero a ninguno de los dos le importaba. Lo único que buscaban era el calor.
Decidieron que ella se pondría el chaleco de plumas. Por una razón: le quedaba bien. Él se pondría su poncho nuevo para la lluvia, que no era muy aislante, pero por lo menos lo protegería del viento. Tenía otras ideas para añadir un par de capas adicionales, si podía solucionar los detalles.
Mantener calientes las piernas de él era un problema. Mientras ella podía ponerse dos pares de pantalones de chándal, todo lo que él tenía eran los que llevaba puestos. Aunque los pantalones de chándal tenían cintura elástica, no había forma de que le sirvieran. Era demasiado alto y ella estaba delgada por todo el ejercicio que practicaba.
Finalmente tuvo una idea.
– Creo que puedo hacer una especie de zahones -le dijo.
Él levantó la vista de las raquetas de nieve que estaba haciendo con ramas y cable, con las cejas enarcadas y mostrando asombro fingido.
– No me digas que también metiste en tu maleta la piel de una vaca.
– Listillo. Sólo por ese comentario, bien puedes helarte.
Él se inclinó sobre ella y le golpeó suavemente el hombro con el suyo.
– Me disculpo. ¿Qué ha salido de la fábrica de ideas esta vez?
– Tengo cuatro toallas de microfibra.
Él pensó un instante y asintió con la cabeza.
– Bien, puedo considerar normal llevar toallas durante una acampada de dos semanas. Tiene sentido.
– Gracias, Señor Escéptico -dijo ella con ironía, y después explicó-: Si corto pequeñas hendiduras a lo largo del borde, no en el mismo borde, sino a unos centímetros, después podría pasar una tira de tela por las hendiduras para hacer una especie de cinturón y atar ese extremo en torno a tu cintura, luego atamos el otro extremo de la misma forma en la parte baja de tus piernas, y listo, ahí tienes los zahones.
– Para no saber coser, eres de mucha utilidad.
Ella tuvo que reírse.
– Qué ironía. Siempre he odiado todo lo relacionado con agujas e hilo y ahora no sólo tengo que confeccionar prendas, sino que tuve que coserte la cabeza, literalmente. Todo al revés.
Él miró la raqueta que tenía en las manos y se rió.
– Dímelo a mí. Siempre he odiado la nieve y el frío. y mírame ahora.
– Si odias la nieve, ¿cómo sabes hacer raquetas para caminar por ella?
– El principio es simple: debes distribuir el peso sobre una superficie amplia, así que todo lo que tienes que hacer es un diseño sencillo de rejilla que te puedas atar a los pies.
Ella lo miraba mientras se afanaba en la raqueta doblegando las ramas más pequeñas y flexibles de pino, con sus grandes manos ágiles y seguras, como si lo hubiera hecho mil veces. Fue consciente de nuevo de una fuerte sensación de felicidad, el sentimiento de que estaba justamente donde le correspondía, no atrapada en esa montaña, sino allí, en aquel preciso instante.
La lucha por sobrevivir, tan agotadora y terrible, había sido externa. En su interior se había sentido extrañamente liberada de estrés, porque sus alternativas eran simples: hacer lo que había que hacer o morir. Hacer un refugio. Mantenerse tan caliente como fuera posible. Derretir nieve para beber. Eso era todo. No había nada complicado en la supervivencia, mientras que la vida no suponía más que complicaciones.
Pero, al mismo tiempo, estaba impaciente porque terminara todo aquello. Quería una ducha caliente. Quería un inodoro. Quería un supermercado.
– ¿Sabes lo que me encantaría comerme ahora mismo? -dijo con tono melancólico.
Él soltó un sonido ahogado, después estalló en carcajadas. La mente de Bailey vagaba por el pasillo del supermercado, tan lejos del sexo que lo miró sin comprender por un momento antes de darse cuenta de lo que había dicho. Su rostro empezó a encenderse.
– Eso no. -Le dio un manotazo-. Cállate. Estaba pensando en un gran bote de sopa de maíz y patatas, humeante, con cortezas de beicon y queso rallado encima. -La boca empezó a hacérsele agua como si estuviera saboreando el plato.
Él se limpió las lágrimas de los ojos con el pulgar.
– Yo soy más aficionado a la carne -afirmó. La mirada centelleante que le dirigió le decía que no estaba pensando en costillas y su cara se puso más colorada.
Le dio un empujón, tratando de echarlo de la bolsa.
– ¡Lárgate! Apártate de mí, mente obscena.
– Soy culpable de los cargos -admitió arrastrando la voz, sin ceder un centímetro-. De todos los cargos.