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Bailey tomó un sorbo con mucha cautela. Esperaba que la infusión supiera a algo verde con aroma de pino, ligeramente amargo. No le importó. Un calor estupendo, maravilloso, se extendió por sus entrañas a medida que tragaba y cerró los ojos llena de felicidad.

– Ah, Dios mío, esto sienta bien -gimió. Tomó otro sorbo y después le tendió la taza a él-. Pruébalo.

– Ya me doy cuenta de que has dicho «sienta bien», no que sabe bien -dijo él mientras cogía la taza y bebía. La misma expresión de placer que ella se imaginaba que había mostrado apareció en el rostro de Cam. Colocó los dedos en torno al plástico caliente y suspiró-. Has acertado.

Volvió a llenarla y compartieron de nuevo la taza.

– Por los boy-scouts -dijo ella, levantando un poco la taza en un pequeño brindis antes de pasársela a él.

Entraron en calor más rápido que en los últimos cuatro días, manteniendo también a raya momentáneamente el hambre, y se quedaron sentados mirando el sol del ocaso. Bailey se dio cuenta de que nada de esto le resultaba sorprendente. Se había aclimatado, no sólo a la altura sino a él. La televisión, las compras, analizar las tendencias del mercado de valores en su ordenador…, todo aquello parecía pertenecer a otro mundo, a otra vida. La vida se había reducido rápidamente a las necesidades básicas: comida y refugio.

– Me atrevería a decir que puedo acostumbrarme a esto -comentó-, pero estaría mintiendo.

Una sonrisa apareció en los labios de Cam.

– ¿No crees que puedas convertirte en alguien que disfruta con la naturaleza?

– Está bien en pequeñas dosis, como hacer rafting durante las vacaciones. Pero quiero comida en abundancia, una tienda, un saco de dormir. Quiero un medio de transporte para salir cuando me canso de ello. Este asunto de la supervivencia es para los pájaros.

– Resultaba divertido cuando era niño, pero no estaba helándome de frío, no tenía una conmoción y nadie hacía prácticas de costura en mi cabeza… sin anestesia.

Ella le lanzó una mirada rápida.

– No te quejaste -señaló.

– Eso no significa que sea algo que yo recomiende a nadie.

La venda que tenía enrollada en la cabeza estaba sucia, pero con suerte eso significaba que había evitado que la suciedad llegara a la herida. No había tenido fiebre, lo que parecía ser un síntoma de que no había infección. En conjunto, se sentía orgullosa del trabajo que había hecho cuidándolo.

Él levantó la mano y se tocó la venda.

– ¿Crees que podría prescindir de esto ahora?

Ella se encogió de hombros.

– Te mantiene caliente la cabeza.

– También me está molestando enormemente. Puedo atar otra cosa en torno a mi cabeza. De momento serviría una venda más pequeña.

Ella aceptó, y le quitó la venda y las gasas que cubrían la herida. Ya había desaparecido la inflamación, y aunque lucía un cardenal enorme en la frente y la herida suturada recordaba al monstruo de Frankenstein, parecía estar cicatrizando bastante bien. Sacó una de las toallitas de aloe del paquete y fue limpiando cuidadosamente la herida, tratando de quitar algo de la sangre seca. Él soportó su ayuda un minuto más o menos.

– Dame eso -dijo por fin con un gruñido de impaciencia, quitándole la toallita y frotándola vigorosamente a través del pelo.

– Pica, ¿eh?

– Como un demonio.

La toallita salió manchada de color óxido por la sangre que se había secado en su pelo: la mayor parte la había limpiado con el colutorio bucal que le había echado en la cabeza, pero, obviamente, no toda. Usó otra toallita para quitar el resto, lo que significaba que cuando terminó tenía la cabeza húmeda, por lo que tuvo que usar una camisa de franela para secarse el pelo antes de que se congelara. Bailey le alcanzó los productos de primeros auxilios, pero él negó con la cabeza.

– Deja eso hasta mañana. Estará bien esta noche.

Cuando terminaron la infusión de agujas de pino, él usó un palo para sacar la caja de las brasas. A ella la asaltó otra idea. Cogió otra camisa y envolvió con ella rápidamente la caja.

– La gente solía calentar ladrillos y envolverlos en tela que luego ponía entre las sábanas para calentar la cama -dijo mientras se arrastraba dentro del refugio con su calentador de cama rudimentario. Habían tirado toda la ropa que usaban como manta en el refugio y ella arregló rápidamente todo en capas, que funcionaban mejor para mantenerlos calientes; después puso el calentador improvisado en medio.

Había estado durmiendo con las botas puestas, pero ahora se las quitó, y suspiró con alivio mientras flexionaba los pies y los tobillos; después deslizó los pies bajo la caja. El calor empezó a filtrarse inmediatamente a través de los dos pares de calcetines que llevaba puestos.

Cam entró detrás de ella. Viendo lo que había hecho se rió y empezó a desabrocharse los chanclos de cuero, quitándoselos al mismo tiempo que los zapatos. Su hombro tropezó con el de ella al sentarse; se apoyó en la roca que tenían a la espalda, con los pies juntos.

A ella se le aceleró el corazón. Su conversación había sido banal, pero bajo la tranquila apariencia era consciente del constante chisporroteo del deseo. Cuando sus dedos se rozaban al pasarse la taza, o cuando ella tocó su cara al quitarle la venda, se había estremecido por la necesidad de tener más. Había querido que entrelazaran sus dedos, apoyar la mano en su mejilla rasposa por la incipiente barba y sentir la fuerza del hueso bajo la piel. Quería sentir sus brazos rodeándola, estrechándola fuertemente contra él, como lo había hecho durante las últimas noches.

Había pasado la vida sin sentirse nunca completamente segura y no se había dado cuenta hasta que durmió en sus brazos. No tenía lógica semejante atracción por él, porque jamás se había encontrado en una situación tan peligrosa, pero allí estaba. Encajaba con él, como dos piezas de un puzle unidas.

– Deberíamos dormir un poco -dijo Cam, observando fijamente cada expresión de ella-. Hemos tenido un día agotador.

El sol se había puesto y la oscuridad total estaba persiguiendo rápidamente al crepúsculo. «Pronto», pensó ella mientras se tumbaba y se acurrucaba bajo su manta. Él se puso los zapatos para salir a echar leña al fuego, después volvió a acostarse junto a ella. Enrolló su pesado brazo en torno a su cintura y la atrajo hacia él, dándole la vuelta de forma que la cabeza de ella quedara apoyada contra su garganta. Olía a aloe, a madera, a humo… y a hombre.

Puso la mano bajo todas las camisas que llevaba puestas y le acarició los pechos frotando con la parte áspera del pulgar su pezón, lo que provocó en él una erección hormigueante. Ella inhaló bruscamente. Había planeado permanecer tranquila, pero la tranquilidad estaba más allá de su capacidad. Su corazón latía tan fuerte que casi no podía respirar. Aquello no debería importarle tanto. Él no debería importarle tanto. Desgraciadamente, lo que debería o no debería ser no coincidía con la realidad.

La besó, apoyando suavemente su boca sobre la de ella. Estaba tan tensa que por un momento no pudo relajarse, no pudo responder. Justo cuando estaba empezando a abandonarse a él, a devolver la presión de su boca, él deslizó los labios hacia su sien.

– Buenas noches.

¿Buenas noches?

¡Buenas noches! Se quedó rígida de incredulidad. Había llegado a un frenesí de preocupación y expectación, ¿y él quería dormir?

– ¡No! -protestó, con furia en la voz.

– Sí. -La besó de nuevo, con la mano aún apoyada sobre su seno-. Tú estás cansada y yo también. Duérmete.

– ¿Quién demonios te has creído que eres? -preguntó ella furiosa. Ah, estupendo; se rebajaba a hacer sarcasmos de adolescente. Aquélla era la segunda vez en un día que había perdido la compostura, algo significativo en ella, que nunca dejaba que la confusión alterara la lisa superficie de su vida. Siempre había tenido mucho cuidado de no permitir que nadie le importara tanto; por esa misma razón…