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– No lo hice.

¿Lo había hecho?

– Sí lo hiciste.

Quizá sí.

– No me acuerdo -gruñó ella-. Pero si lo hice fue porque estaba agradecida.

– Y una mierda. Por agradecimiento me habrías sacado del avión. No hubieras arriesgado tu vida tratando de cuidarme. No me habrías dado tu prenda de vestir más abrigada cuando te estabas congelando y obviamente la necesitabas.

Ella resopló.

– Me tomo en serio la gratitud.

– Ja, ja. Creo que eres un auténtico merengue. -Volvió a la carga deslizando la mano por el brazo de ella y en torno a su cintura para meterla bajo las camisas y apoyarla en su vientre. La ligera aspereza de las yemas de sus dedos raspó su suave piel cuando empezó a hacer círculos con ellos-. Pero a mí me gustan los merengues. Me gusta cómo saben, su tacto. -Los labios de él pasaron de su nuca al punto donde empieza la curva del hombro, y cerró delicadamente los dientes sobre ese músculo, mordiendo con extrema suavidad.

Todo el cuerpo de Bailey se puso tenso. La oleada de deseo fue tan repentina e intensa que su cabeza cayó hacia atrás y su columna se arqueó.

– Me gusta saborear un merengue. -Su lengua le produjo un ligero cosquilleo, después mordisqueó el músculo de nuevo con los dientes mientras su mano subía a sus senos y repetía la acción con sus pezones.

De repente, su corazón empezó a latir alocadamente y su respiración se volvió entrecortada y jadeante mientras entre las piernas comenzó un profundo latido. Nunca antes se había excitado tan rápida e intensamente, pero su cuerpo estaba acostumbrado ya a su contacto. Esta era la cuarta noche que dormía en sus brazos. La había besado, la había tocado. Su cuerpo estaba preparado mucho tiempo antes de que su mente se diera cuenta.

En una larga caricia, él deslizó la mano hasta su vientre de nuevo y metió los dedos bajo la cinturilla elástica de su chándal. El calor de su piel quemó el frío de su nalga cuando su mano se movió hacia abajo y después hacia arriba. Cuando volvió a hacer el movimiento, sintió el tirón en sus pantalones, y se dio cuenta de que tiraba de ellos para desnudarla.

Se encontraba tan tensa que temblaba, pero era una tensión muy diferente a la que había sufrido antes. Aunque estaba todavía completamente vestida excepto las nalgas, y aún cubierta con sus capas protectoras, aquella parte de ella se sentía angustiosamente desnuda, con los pliegues húmedos entre sus piernas, expuestos y vulnerables.

Él fue directo allí, a su corazón. Sus dedos delgados y duros cavaron en los pliegues, la encontraron, la abrieron.

– También me gustan los melocotones -susurró mientras metía dos dedos profundamente en ella-. Jugosos y tibios por el sol. Levanta un poco las piernas, cariño. ¡Qué rico!

Jugaba con ella, el suave movimiento de su mano pasaba sobre terminaciones nerviosas exquisitamente sensibles, haciéndolas dolorosamente vivas. Ella ahogó un gemido mientras la mano seguía y seguía, enloqueciéndola y complaciéndola a la vez. Entonces sus dedos abandonaron su cuerpo, dejándola jadeando, temblando, anhelante. Se quedó quieta, paralizada por el deseo. Cerró los ojos con fuerza mientras oía que se bajaba la cremallera, un ligero ruido cuando abrió un condón y se lo puso, después corrigió un poco su posición y se apretó contra ella.

Su respiración se agitó, atrapada en un sufrimiento de suspenso mientras esperaba. Levantó la mano para tocar su cara y, deslizársela por la nuca.

Lentamente, muy lentamente, él empujó… sólo un poco, después retrocedió. La carne de ella sólo había empezado a ceder, a abrirse a él. Esperó y él volvió, con un placentero movimiento balanceante que aplicaba sólo la presión suficiente para empezar a entrar antes de retirarse de nuevo.

– Cam… -Susurró su nombre, el sonido flotó en la oscuridad. El aire era frío, pero en el refugio estaban cómodos, abrazados, el calor ardía entre ellos en los lugares donde su carne desnuda se tocaba. Ella decía su nombre, sólo su nombre, y no necesitaban nada más.

Él vino a ella de nuevo. Con la palma de la mano plana sobre su vientre, la sujetaba, la sostenía mientras aplicaba presión y la agarraba firmemente. Ella sintió que su carne empezaba a humedecerse, a abrirse. El impulso de empujar hacia atrás, de acelerar el proceso, era casi irresistible, pero lo que él estaba haciendo era demasiado delicioso para privarse de ello. Oyó un quejido. Supo que era de él, que, sin embargo, se mantenía firme.

Nunca había sido tan agudamente consciente de su propio cuerpo, ni de la ardiente realidad del acto sexual. La gruesa cabeza bulbosa de su pene apretaba sencillamente, exigiendo entrar, y su cuerpo cedía con lentitud a la exigencia hasta que repentinamente la entrega fue completa y se estiró en torno a él cuando la punta se hundió en ella.

No penetró más, sino que se mantuvo ahí mientras ella temblaba, acostumbrándose al volumen caliente del intruso. Quedó sorprendida por la intensidad de la sensación, que casi le resultó dolorosa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez y esperaba sentirse algo incómoda, pero no aquella conmoción, aquella sensación arrolladura.

Con el mismo movimiento lento y angustiosamente gradual, salió de ella. Su carne soltó la de él con tanta reticencia como la había aceptado; sus músculos internos se contrajeron, tratando de sujetarlo. La respiración de él silbó, mientras se arrastraba hacia fuera.

– ¿Qué haces? -protestó ella.

– Jugar -dijo él; la palabra salió áspera, casi gutural. Una vez más sus caderas empujaron, la carne de ella se abrió y él alojó su glande en su interior antes de retirarse. Una y otra vez ella aceptó esa penetración superficial hasta que él se deslizó fácilmente dentro y fuera de ella, hasta que su cuerpo estuvo ardiendo, y su mente tan nublada que no era consciente de nada más que de él, no quería nada más que a él. Confusamente se dio cuenta de que él también estaba temblando por el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse, de que su respiración era entrecortada y de su garganta salían desgarrados sonidos, bajos y ásperos, cada vez que hundía el pene en su cuerpo. Se alegró de que él también estuviera sufriendo. Ella quería alcanzar el orgasmo, lo necesitaba desesperadamente, pero la postura en la que estaban se lo impedía. Deseaba poner las piernas alrededor de él. Si ella no podía tener lo que quería, era justo que él tampoco lo tuviera.

No supo cuánto tiempo pasó antes de que, de repente, su «juego» alcanzara una intensidad mayor de la que los dos podían soportar. Él salió de ella de un tirón y la hizo girar para que se quedara frente a él, tirando violentamente de sus pantalones en un esfuerzo por quitárselos. Ella trató de ayudar pateando y retorciéndose, intentando bajárselos, y se las arregló para sacar una pierna antes de que él estuviera encima, empujando sus piernas entre las de ella y abriéndolas completamente antes de avanzar a fondo hacia su interior.

Bailey enganchó sus piernas en torno a las de él, le aferró el trasero con las manos lo atrajo hacia ella tan fuerte como pudo, y alcanzó el éxtasis en ese primer golpe, con la espalda arqueada y profiriendo gritos animales. Cam la embistió durante todo el orgasmo y su cuerpo estaba empezando a relajarse cuando él comenzó a sacudirse con su clímax.

Ella sintió casi como si se hubieran estrellado de nuevo.

Quedó a la deriva, despertando a la consciencia antes de hundirse de nuevo. Su corazón martilleaba con un eco extraño que gradualmente reconoció como el galope del latido de él. El pecho de Cam subía y bajaba como un fuelle cuando tragaba aire. El calor subía en oleadas de sus cuerpos, y aunque estaba medio desnuda y destapada en gran parte, no tenía frío. Pensó que tal vez no volviera a tener frío nunca.

– Santo cielo -dijo él finalmente, con voz agotada.