Justo antes del mediodía se rompió una de las tiras de su raqueta derecha. Se soltó a la mitad del paso y ella se tambaleó hacia delante, con una raqueta puesta y la otra no. El grueso bastón hundido en el suelo evitó que se cayera de bruces. Sólo dobló una rodilla, pero rápidamente se levantó. Bajó el pasamontañas y respiró profundamente.
– Estoy bien -dijo, mientras Cam la alcanzaba y la examinaba con atención en busca de algún daño, antes de inclinarse a recoger la raqueta.
– Puedo arreglarla -aseguró, después de echar una ojeada a la tira rota-. De todas formas, necesitamos un descanso.
Se sentaron en el trineo y se tomaron un respiro mientras se pasaban la botella de agua. Él quitó la tira rota y la reemplazó con otra de tela cortada de alguna prenda. A ese paso, pensó ella con humor, si no los rescataban pronto, no le quedaría ropa para taparse por la noche.
– Hemos avanzado bastante -dijo él, mirando a su alrededor-. Probablemente estamos ciento cincuenta metros más abajo que esta mañana.
– Ciento cincuenta metros -murmuró ella-. Estoy segura de que hemos caminado por lo menos ocho kilómetros.
Los dientes de él asomaron en una amplia sonrisa.
– No tanto, pero esos ciento cincuenta metros son significativos. ¿No notas la diferencia en el viento?
Ella levantó la cabeza. Ahora que lo mencionaba, sí. Los árboles no se zarandeaban tanto, y aunque notaba el aire frío, ya no tenía la punzante gelidez que habían estado soportando desde el accidente. Además, como no habían podido bajar en línea recta, sino que se habían visto forzados a cruzar la montaña de través, ahora parecían dirigirse en dirección este, alejándose de la ladera en que azotaba el viento. La temperatura probablemente había ascendido sólo uno o dos grados, pero la diferencia en la velocidad del viento hacía que pareciera casi agradable, en comparación.
Su ánimo, que hasta entonces había sido bueno, se volvió entusiasta. Le miró y sonrió.
– A lo mejor, después de todo, puedes encender esa señal de humo esta tarde, tonto.
El resopló y le dio un ligero pellizco en la pierna, después terminó de ponerle la nueva tira a la raqueta.
– Como nueva -dijo, y se acuclilló a su lado para atársela a la bota-. ¿Preparada para continuar?
– Preparada. -Tenía hambre y estaba cansada, pero no más que él, quizá menos, porque, con mayor masa muscular Cam debería quemar más calorías que ella incluso estando quieto. Aquél era su quinto día y suponía que había perdido casi cinco kilos por el frío y la falta de comida, pero él probablemente había perdido siete por lo menos. Se les había terminado toda la comida y empezarían a tener menos fuerzas, así que el tiempo jugaba en su contra para llegar a una zona más templada. Al esforzarse tanto estaban quemando más calorías, en efecto, pero si el resultado final era lograr que los rescataran esa misma tarde o a primera hora de la mañana, el esfuerzo merecía la pena.
Cuando se pusieron de pie, Cam flexionó los hombros y los brazos, estirando los músculos contraídos antes de ponerse el arnés. Bailey sólo podía imaginarse el esfuerzo que estaba haciendo al tirar del pesado trineo por el escarpado terreno. Podía ver la tensión de su rostro, las arrugas de cansancio. ¿Cuánto tiempo más podría continuar?
Se pusieron de nuevo en marcha, utilizando el mismo método que antes. A pesar del breve descanso, e incluso con todo el ejercicio que ella hacía normalmente, le quemaban los músculos. Pero si Cam podía continuar, ella también.
Al poco rato, Cam gritó, y ella miró hacia atrás y le vio intentando contrarrestar el empuje del trineo; uno de los esquíes había resbalado sobre el borde de una roca y la carga estaba a punto de volcar. La caída no era muy grande, quizá dos metros, pero era suficiente para que hubiera el riesgo de que el trineo se estropeara de tal modo que no pudiera arreglarse. Con mucha dificultad, ella dio la vuelta y corrió con el torpe paso que le imponían las raquetas en dirección al trineo. No tenía un sitio adecuado por donde agarrarlo, así que lo aferró simplemente por el borde del esquí que había resbalado y tiró de él hacia arriba y hacia atrás con todas sus fuerzas. Oyó un chasquido amenazador, pero no se atrevió a soltarlo, y aseguró las piernas y tiró hacia arriba mientras Cam utilizaba toda su fuerza y su peso para empujar hacia delante. Equilibrado otra vez, el trineo avanzó de nuevo mientras ella soltaba de inmediato el esquí antes de que le pillara los dedos.
No pudo evitar que sus pies patinaran hacia delante y con un grito resbaló justo por encima del borde de la roca.
Aterrizó con un golpe seco, lo suficientemente duro como para hacer crujir todos los huesos de su cuerpo, y después se dio la vuelta apoyándose sobre las manos y las rodillas.
– ¡Maldita sea!
– ¡Bailey!
En la voz profunda de Cam había una nota de temor.
– ¡Estoy bien, no me he roto nada! -gritó ella. Pero sin duda había aumentado su ya buena colección de cardenales. Se puso de pie y se sacudió la nieve de las manos y las rodillas; luego miró a su alrededor buscando la mejor manera de subir hasta donde él estaba. Desgraciadamente, tuvo que recorrer a duras penas unos treinta metros en dirección contraria, tras trepar por una cuesta empinada y accidentada llena de piedras sueltas que estaban ocultas bajo la nieve y que hacían traicionera la escalada. Cuando llegó hasta él, jadeaba por el esfuerzo.
Ninguno de los dos dijo nada, porque no tenía sentido desperdiciar su precioso aliento. Tanto él como ella estaban bien, al igual que el trineo. Siguieron adelante.
Poco antes de las cinco, ella se detuvo de repente, mirando con consternación el precipicio semicircular que se abría a sus pies. Las paredes eran losas verticales de roca, salpicadas aquí y allá de parches blancos donde la nieve que caía había encontrado un precario lugar para asentarse. Se habían aproximado desde un lateral del precipicio y durante un buen rato el camino se había vuelto cada vez más pendiente, tanto que en algunos tramos ella había tenido que caminar junto al trineo y empujar para que siguiera avanzando. Ahora no podían continuar, a menos que quisieran hacer los últimos trescientos metros de su viaje a la velocidad que adquiere un cuerpo en caída libre. A la derecha, el terreno descendía tan vertical que no había forma de cruzarlo con el trineo. Para bordear el barranco tendrían que subir, pero había tal pendiente que serían incapaces de hacerlo, al menos en ese momento. La única opción era retroceder.
– Supongo que tendremos que hacer aquí la hoguera -dijo Cam, apuntalando el trineo contra una gran roca para que no se deslizara montaña abajo. Con un gesto de agotamiento, se quitó el arnés y después se enjugó el sudor de la cara.
– ¿Aquí? -Aquello no iba bien. Si no los rescataban, no tendrían un buen emplazamiento para construir ni siquiera un refugio precario. Y para remate, los árboles eran relativamente escasos en esa zona, lo que haría más difícil recoger leña. Suspiró; no tenían muchas opciones. Aquél era el final de la ruta-. Aquí.
Él estiró los músculos de la espalda, giró la cabeza hacia delante y hacia atrás. Después soltó una carcajada y dijo:
– Mira.
Ella miró hacia donde señalaba y vio, no muy lejos, debajo de ellos, la zona donde terminaba la nieve. No había una línea clara de demarcación, sino una disminución gradual de la cantidad de nieve y una mayor concentración de árboles. Desgraciadamente no podían llegar allí en aquel momento.
Bailey levantó la cara hacia el viento y se dio cuenta de que apenas era una brisa. El humo de la hoguera podría mantenerse lo suficientemente compacto para que lo vieran; si no en ese momento, quizá al día siguiente. Harían una hoguera grande y humeante y la mantendrían encendida hasta que alguien la viera y viniera a investigar.