– Nuestro peso estará mejor equilibrado si se sienta en el otro lado.
Silenciosamente ella se pasó al asiento derecho y se abrochó el cinturón. Abrió el bolso, sacó un grueso libro encuadernado en piel y se concentró de inmediato en él, aunque sus gafas eran tan oscuras que él dudaba que pudiera leer una sola palabra. Aun así recibió el mensaje, alto y claro: «No me hables». Bien. No quería hablar con ella más de lo que ella quería hablar con él.
Se subió a su puesto, cerró la puerta y se puso el auricular. Karen los despidió con la mano antes de volver al interior del edificio. Después de arrancar el motor y revisar automáticamente que todas las lecturas de datos fueran normales, se deslizó desde la rampa hasta la pista. Ni una sola vez, incluso durante el despegue, levantó ella la vista del libro.
Sí, pensó él irónicamente, iban a ser cinco horas muy largas.
Capítulo 4
«Estupendo», pensó Bailey en cuanto vio al capitán Justice saltar de la cabina del piloto del Cessna y caminar hacia la puerta. Era imposible confundir su figura, más alta, más esbelta, de hombros anchos, con la de Bret Larsen, el piloto que habitualmente la llevaba en sus viajes. Bret era alegre y sociable, mientras que el capitán Justice era sombrío y mostraba una desaprobación silenciosa. Desde que se había casado con Jim Wingate, se daba cuenta de forma inmediata de cuándo esa actitud iba dirigida contra ella, y aunque nunca se definiría como susceptible, tenía que reconocer que todavía la cabreaba.
Estaba harta de que la consideraran una caza-fortunas de corazón frío que se había aprovechado de un hombre enfermo. Toda aquella situación había sido idea de Jim, no suya. Sí, ella lo hacía por el dinero, pero, maldita sea, se ganaba el sueldo que le pagaban cada mes. Las herencias de Seth y Tamzin no sólo estaban seguras bajo su dirección, sino que aumentaban a buen ritmo. No era un genio de las finanzas en modo alguno, pero tenía intuición a la hora de invertir y conocía perfectamente los mercados. Jim siempre la había considerado demasiado cautelosa en sus inversiones personales, pero eso era exactamente lo que él quería para gestionar los fideicomisos.
Podía poner un anuncio en el periódico explicando todo eso, pero ¿por qué tenía que justificarse ante la gente? Que se fueran al diablo.
Esa era una filosofía fácil de adoptar con los antiguos amigos de Jim, que ahora eran demasiado importantes como para codearse con ella; es más, se sentía feliz de no tener que pasar tiempo con ellos. De todos modos, nunca los había considerado sus amigos. A pesar de ello, tenía que pasar varias horas encerrada en un pequeño avión con el Señor Amargado, a menos que decidiera anular el vuelo y esperar hasta que Bret estuviera bien de nuevo, o comprar un billete en un vuelo comercial a Denver.
La idea era tentadora. Pero tal vez no pudiera salir en el siguiente vuelo, suponiendo que lograra llegar al aeropuerto a tiempo para alcanzarlo, y su hermano y su cuñada ya iban de camino hacia Denver desde Maine. Logan había alquilado un cuatro por cuatro y lo tenía preparado para esperarla cuando aterrizara su avión. Hacia las ocho de la noche tenían que estar en el puesto avanzado que habían elegido para disfrutar de dos semanas de rafting. Todo ello le sonaba a gloria a Bailey: dos semanas sin móvil, sin miradas frías o desaprobadoras y, sobre todo, sin Seth ni Tamzin.
El rafting era la debilidad de Logan; él y Peaches, su esposa, se habían conocido cuando lo practicaban. Bailey lo había probado en sus años de universidad y le había gustado, así que le había parecido una forma ideal de compartir algunos días con ellos. Su familia estaba dispersa, nunca habían sido aficionados a las reuniones, de modo que no los veía a menudo. Su padre vivía en Ohio con su segunda esposa; su madre, cuyo tercer esposo había muerto hacía casi cuatro años, vivía en Florida con la hermana de su segundo ex esposo, que también era viuda. La hermana mayor de Bailey, Kennedy, estaba establecida en Nuevo México. Bailey tenía más relación con Logan, que era dos años más joven, pero no lo había visto desde el funeral de Jim; él y Peaches habían sido los únicos miembros de su familia que habían asistido. Peaches era un encanto y la favorita de Bailey entre todos sus parientes políticos.
Aquel viaje había sido idea de su cuñada y durante varios meses habían intercambiado correos electrónicos para preparar los detalles. Habían decidido alquilar el material más pesado, como las tiendas, los hornillos y las lámparas que necesitarían para acampar durante dos semanas cerca del punto de partida, y la comida y otras cosas esenciales -como papel higiénico- las comprarían en Denver; pero, aun así, las maletas de Bailey estaban atiborradas de trastos que podrían necesitar.
Su limitada experiencia en la práctica del rafting le había enseñado que era mejor llevar algo inútil que necesitarlo y no tenerlo. En la segunda de sus excursiones anteriores le había llegado el periodo con unos días de anticipación y la había pillado totalmente desprevenida. Lo que debía haber sido divertido se había convertido en un auténtico calvario, porque había tenido que usar sus calcetines de reserva como compresas y se había pasado con los pies fríos y húmedos casi todo el viaje. No resultó precisamente divertido. Esta vez había examinado por anticipado con detenimiento catálogos por correo dedicados a viajes, y había pedido todo lo que podía imaginar que usaría, desde un paquete de cepillos de dientes desechables hasta cartas de póquer a prueba de agua o una linterna para leer.
Logan le tomaría el pelo por haber llevado demasiadas cosas, pero ella se reiría la última si resultaba que él necesitaba algo de su equipo. Incluso tenía un rollo pequeño de cinta aislante por si su tienda tenía goteras, lo que también había sucedido en su último y deprimente viaje. Le gustaba el rafting, y cuando estaba en la lancha sentirse mojada y fría era parte de la diversión, pero cuando saliera de ella quería todas las comodidades posibles. Bien, seguramente se estaba comportando como una niña, pero estaba segura de que Peaches también preferiría las cremas corporales de aloe a los placeres de lavarse con un cubo de agua de río y una pastilla de jabón.
Estaba tan entusiasmada con el viaje que no podía soportar la idea de un retraso, aunque llegar a tiempo significara tener que aguantar la compañía del capitán Justice. ¡Por el amor de Dios, sonaba como un personaje de cómic!
Había metido sus tres maletas en el compartimento del equipaje sin un gruñido, pero aunque su expresión parecía tallada en piedra, ella sabía lo que estaba pensando: que se llevaba todo el armario. Si fuera humano, al menos habría mostrado un gesto de incredulidad, o le habría preguntado si llevaba piedras; Bret habría gruñido y habría actuado como si las maletas pesaran todavía más, soltando un chiste. Pero el Señor Cara de Piedra ni hablar; ella nunca lo había visto sonreír.
Cuando la ayudó a subir al avión, el firme apretón de su mano le resultó tan inesperado que casi vaciló. Cayó en la cuenta de que Bret no la ayudaba; a pesar de su cordial camaradería, era muy cuidadoso de no invadir los límites personales de ella, que, había que admitirlo, se habían ampliado mucho desde su matrimonio con Jim. Ahora simplemente no confiaba en la mayoría de las personas, lo que la había convertido en rígida e inalcanzable. El capitán Justice o bien no se había dado cuenta de sus señales de «no tocar» o sencillamente no le importaban. Su apretón era fuerte, sus manos más duras y ásperas que las de los ejecutivos de negocios y agentes de bolsa con los cuales ella trataba habitualmente. La sorpresa cuando sintió el apretón, el calor de la mano de él, realmente hizo que su corazón se estremeciera.
Estaba tan consternada que estuvo a punto de no obedecer su orden de cambiarse al otro asiento. En cuanto se abrochó el cinturón en la plaza que él le había indicado, sacó su libro y aparentó concentrarse en la lectura, pero su mente iba a cien por hora.