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¿Estaba tan desesperada que respondía así de fácilmente al sencillo roce de la mano de un hombre? Y no de cualquier hombre, sino de uno que claramente le desagradaba. De acuerdo, su vida amorosa era inexistente en la actualidad, y así continuaría mientras tuviera que lidiar con los hijos de Jim, porque se negaba a darles municiones para atacarla y convertirse en un blanco fácil. Sí, tenía que reconocer que a veces se ponía increíblemente cachonda, pero esperaba tener el suficiente orgullo para no revelar semejante aspecto a alguien como Justice. No permitiría que él pensara de ella que tenía tan baja opinión de sí misma que cualquier hombre le valdría.

Lo peor era que físicamente él era un hombre atractivo, no podría decirse que fuera apuesto ni un chico guapo, porque sus rasgos eran demasiado duros, pero definitivamente… resultaba tremendamente atractivo.

Había algo irresistible en los ojos grises, y los suyos eran de un tono más claro de lo habitual, con un ligero matiz azulado. La expresión de esos ojos era normalmente fría y lejana, como si careciera de sentimientos.

Él y Bret eran evidentemente buenos amigos, aunque ella no podía imaginar que tuviera una verdadera amistad con nadie. Cuando Bret hablaba de él, sin embargo, sonaba como si realmente estimara y respetara a Justice. «Un piloto de pilotos» era como Bret lo había descrito una vez. «Completamente frío lo juro: no hay un solo nervio en su cuerpo. Podría mantener firme un KG-10 en un huracán y no sudar».

Bailey había sido lo suficientemente curiosa para entrar después en Internet y averiguar qué era un KG-10.

Era fácil ahora imaginarlo en la cabina de la gran nave nodriza, manteniéndola firme mientras un avión tras otro subían hacia su cola a repostar combustible. No había leído cómo funcionaba eso exactamente, pero no le parecía que fuese una tarea fácil, y mucho menos a cientos de kilómetros por hora, azotado por fuertes vientos.

Emergió de sus pensamientos para darse cuenta de que había dejado de mirar su libro y que ahora sus ojos se dirigían a las manos de él, tan seguras y firmes sobre los mandos del avión. Mortificada, volvió a bajar la mirada de nuevo. Gracias a Dios, llevaba puestas las gafas de sol, así que él no podía darse cuenta de que lo había estado mirando, aunque probablemente se preguntaría cómo podía leer con aquellos cristales oscuros. No podía, pero él no tenía modo de saberlo.

Se sentía cohibida e incómoda, y no le gustaba, pues aquél no era en absoluto su estilo. Tenía que relajarse y pensar en otras cosas. Si no llevara las gafas puestas, podría leer de verdad, y el libro era bueno; pero cuando hizo ademán de quitárselas, cambió de opinión, deslizándolas de nuevo por su nariz. Eran un buen escudo y sentía que lo necesitaba.

Bueno, nada de leer. ¿Una siesta quizá?

Era demasiado pronto, media mañana. Podía fingir que dormía, lo mismo que había aparentado estar leyendo, aunque eso no cambiaría sus pensamientos.

Si hubiera traído su portátil podría concentrarse en algún juego, pero lo había dejado en casa. No tendría acceso a Internet ni a la red eléctrica durante las dos próximas semanas, así que una vez que la batería de su ordenador se hubiera descargado, habría sido un peso inútil que tendría que arrastrar, a menos que también se llevara baterías de repuesto, que no tenía, y ya cargaba con demasiado equipaje. Se suponía que el guía tenía vehículos que llevarían su equipo de camping y sus objetos personales de un lugar a otro, pero había tres botes, cada uno con seis plazas, lo que significaba que había que trasladar el equipo y las pertenencias de dieciocho personas. Esperaba que el guía tuviera vehículos lo suficientemente grandes.

La perspectiva de las próximas dos semanas la llenaba de emoción. El rafting sería divertido, emocionante, e incluso algunas veces francamente peligroso, pero durante dos semanas no tendría que medir cada palabra que dijera y no estaría rodeada de personas que la despreciaban abiertamente o la miraban con recelo. Podría relajarse, reírse y divertirse, ser ella misma. Durante dos semanas era libre.

Miró un rato por la ventanilla, observando la vasta extensión de Washington debajo de ellos. Las líneas comerciales eran rápidas, pero prefería volar en aviones más pequeños porque podía ver mucho mejor a alturas más bajas. El sordo zumbido del motor era hipnótico y, de hecho, dormitó un rato, con la cabeza apoyada contra el respaldo de cuero del asiento. El sol de la mañana daba en el parabrisas, calentando el interior del avión, hasta que empezó a sentir demasiado calor y se quitó la ligera chaqueta de seda. No se vestiría de seda durante dos semanas, pensó soñolienta; el saco de dormir de seda que había traído, para el caso de que con el otro más grueso tuviera demasiado calor no contaba.

Cuando miró el reloj vio con sorpresa que llevaban en el aire casi hora y media; el tiempo parecía que había pasado lentamente, pero quizá había dormitado más de lo que creía.

– ¿Dónde estamos? -preguntó levantando la voz para que él pudiera oírla.

Cameron levantó un auricular y la miró por encima del hombro.

– Dígame -contestó; su expresión era fría, pero su tono fue educado.

– ¿Dónde estamos? -repitió ella.

– Llegando a Idaho.

Ella miró a través del parabrisas y vio enormes montañas con las cumbres nevadas cerniéndose delante de ellos. Su corazón dio un brinco y no pudo reprimir un grito ahogado; parecía que estaban a punto de chocar contra aquellos picos a menos que aquel avioncito pudiera elevarse, y elevarse mucho.

El piloto volvió a colocarse el auricular, y a ella le pareció vislumbrar un gesto de satisfacción en su boca. Desde su ángulo de visión no podía asegurarlo, pero si la había oído gritar no le cabía la menor duda de que lo encontraba divertido. «Gilipollas», pensó con irritación.

Se volvió a acomodar en su asiento y miró las montañas. Todavía estaban a gran distancia, pero su tamaño era tan imponente que parecía que estaban agazapadas justamente frente a ella, como enormes bestias prehistóricas, esperando a que se acercara para levantarse y atacar.

¿Qué pasaba con las montañas? Siempre habían espoleado su imaginación. En realidad no eran más que enormes pliegues de tierra. Desde el aire le recordaban una hoja de papel que hubiera sido arrugada y después estirada a medias. Excepto si se trataba de volcanes, las montañas de hecho nunca hacían nada. Entonces, ¿por qué le parecían siempre tan vivas? No se refería a «vivas» en el sentido de que tuvieran árboles o animales de todos los tamaños merodeando en ellas, sino vivas en el sentido de que ellas mismas parecían vivir y respirar, tener personalidad propia, comunicarse unas con otras. Cuando era pequeña pensaba que las colinas eran hijas de las montañas y que cuando crecieran se convertirían en montañas; entonces a medida que fueran aumentando de tamaño, todas las casas construidas sobre ellas resbalarían. Recordaba que se sentía aterrorizada cada vez que iban de visita a una casa que estaba situada sobre el más pequeño desnivel, pues pensaba que en cualquier momento el suelo empezaría a levantarse bajo sus pies y comenzarían a deslizarse hacia la muerte.

Al crecer, sus conocimientos también se ampliaron, pero nunca olvidó completamente la sensación de que las montañas eran seres vivos.

Frente a ellos se estaban formando nubes grises que avanzaban y chocaban contra las cumbres a medida que una tormenta se preparaba para estallar. Las ancianas estaban vistiéndose de gala, pensó ella; las nubes rodeaban los hombros de las montañas como sucias estolas, con las cumbres nevadas destacándose arriba y las amplias bases verdes en la parte inferior.

Cuando se aproximaron más a las montañas, Justice empezó a ascender. El sonido del motor cambió cuando el aire se volvió menos denso. Los jirones de nubes se enroscaron en torno a ellos, y después se dispersaron; el aparato dio unos cuantos botes en el aire que la zarandearon.