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Al principio, Vera dijo que no, que Inglaterra era demasiado caro, que todo era demasiado impulsivo. Pero entonces él le había cogido la mano, la atrajo hacia sí y la besó intensamente. Nada, le dijo, era más caro y más impulsivo que la vida misma. Y nada era tan importante para él como pasar con ella todo el tiempo que fuera posible, y eso podían hacerlo mejor si viajaban a Londres juntos ese mismo día. Hablaba en serio. Vera lo notó en sus ojos cuando se apartó para mirarlo, y lo sintió en su contacto, cuando él sonrió y le acarició suavemente una mejilla.

– Sí -dijo, sonriendo-. Vamos a Inglaterra. Pero después, se acabó, ¿vale? -La sonrisa había desaparecido, y por primera vez desde que la conocía, Osborn vio una expresión de inquietud-. Tienes tu carrera, Paul. Yo tengo la mía y quiero que las cosas sigan así.

– Vale -dijo él, y asintió con una sonrisa. Pero cuando se inclinó para besarla ella se apartó.

– No, primero tienes que decir que estás de acuerdo. Después de Londres no volveremos a vernos.

– ¿Tanto significa tu trabajo para ti?

– Lo que he tenido que hacer para terminar mis estudios de medicina… Y lo que aún me queda por hacer. Sí, significa mucho para mí. Y no pediré perdón por decirlo o por ser tan franca.

– Entonces -dijo Osborn-, vale, estoy de acuerdo.

Londres había sido un tiro al aire. Vera quería hospedarse en algún lugar discreto, donde no existiera la posibilidad de encontrarse con un antiguo amigo de la facultad -«¿o con algún profesor o novio?», -preguntó Paul, provocador- y tener que rechazar una invitación a tomar té o a cenar. Osborn se registró en el Connaught, uno de los hoteles más selectos, más pequeños, mejor vigilados y más «ingleses» de Londres.

No tendrían para qué haberse molestado. El sábado por la noche fueron al teatro Ambassadors y vieron Liaisons dangereuses, a lo cual siguió una cena en el Ivy, frente al cine, y luego un paseo, los dos solos cogidos de la mano por el barrio de los grandes teatros, un paseo interrumpido por varias y divertidas copas de champán en los pubs en el camino, hasta terminar en un largo trayecto en taxi de regreso al hotel. En el asiento trasero se propusieron, entre murmullos sensuales y conspiratorios, hacer el amor sin que el chofer se diera cuenta. Y lo lograron. O al menos eso pensaban.

El resto del viaje de treinta y seis horas a Londres lo pasaron en la cama. Y no fue ni por el sexo ni por una decisión voluntaria. Primero Paul, y poco después Vera, cayeron víctimas de una comida en mal estado, tal vez de un violento ataque de gripe. Lo único que esperaban era que se tratara de una de esas gripes que duran sólo veinticuatro horas. Y así fue. El lunes por la mañana fueron en taxi hasta la estación Victoria. A pesar de sentirse débiles y víctimas de los temblores, ambos estaban casi en plena forma.

– Vaya manera de pasar un fin de semana en Londres -dijo él, mientras la cogía del brazo y caminaban juntos hasta su tren.

– En la enfermedad y en la salud -aclaró Vera, y lo miró sonriendo.

Más tarde, Vera se preguntó por qué había dicho eso, ya que sabía que esas palabras tenían un significado. Fue una inflexión de la voz que le salió naturalmente. Había intentado que todo fuera ligero y divertido, pero sabía que sus palabras no tenían ese tono. No estaba segura de lo que quería decir, y tampoco quería pensar en ello. Sólo recordaba que después Paul la había cogido en sus brazos y la había besado. Era un beso que recordaría toda la vida, un beso lleno de fuerza y entusiasmo, y al mismo tiempo rebosante de una energía y confianza en sí mismo que ella no había sentido en ningún hombre.

Recordaba haberlo observado desde la ventana de su compartimiento cuando el tren partió. Sin moverse, en medio de la enorme estación, rodeado de trenes, vías y gente, Osborn miraba, los brazos cruzados sobre el pecho, siguiéndola con unos ojos tristes, desconcertados, haciéndose cada vez más pequeño con cada vuelta del eje, hasta que, al final, salieron de la estación y Vera lo perdió de vista.

Paul Osborn la había dejado a las siete y media de la mañana del lunes, 3 de octubre. Dos horas y media más tarde, estaba en la tienda de «Duty Free» del aeropuerto de Heathrow, dando algunas vueltas antes de abordar el avión que lo llevaría a Los Angeles en doce horas.

Miraba las camisetas y los tazones de café y las pequeñas toallas estampadas con un mapa del metro de Londres cuando de pronto se dio cuenta de que estaba pensando en Vera. Luego anunciaron su vuelo y él caminó entre el tumulto de viajeros hasta la puerta de embarque. A través de la ventana, divisaba el British Airways 747 que en ese momento cargaba combustible y equipaje.

Desvió su atención del avión y miró su reloj. Eran casi las once, y Vera estaría a bordo del transbordador que cruzaba el Canal de la Mancha hacia Caláis. Cuando llegara a casa de su abuela, las dos mujeres estarían juntas algo más de una hora y media y luego Vera tendría que correr a coger el tren de las dos a París.

Sonrió al pensar en Vera ayudando a la vieja de ochenta y un años a abrir los regalos de cumpleaños, contando chistes y riendo mientras comían tarta y bebían café.

Se preguntó si, por casualidad, hablaría de él. Y, si hablaba, cómo reaccionaría la vieja. Desfiló ante su mente la sucesión de abrazos de despedida, los adioses v las recriminaciones por una visita tan breve mientras esperaban el taxi que llevara a Vera a la estación. Osborn no tenía idea de dónde vivía la abuela de Vera en Caláis, y en realidad ni siquiera conocía su apellido. ¿La abuela materna, o la paterna?

De pronto supo que todo daba igual. Lo que en realidad pensaba era que Vera estaría en el tren de las dos de Caláis a París.

En menos de cuarenta minutos, sacaron su equipaje del 747 y Osborn se situó en la fila del vuelo de British Airways a París.

Capítulo 11

Vera miró por la ventanilla del compartimiento de primera clase cuando el tren redujo la marcha y entró en la estación. Había intentado relajarse y leer durante el par de horas de viaje. Pero tenía la cabeza en otro lado, y tuvo que abandonar la lectura. Para empezar, ¿qué la había impulsado a presentarse a Paul Osborn en Ginebra? ¿Y por qué había dormido con él en Ginebra y luego viajado con él a Londres? ¿Tal vez estaba algo agitada y había actuado con un dejo de capricho infantil al sentirse atraída por un hombre guapo? ¿O tal vez había intuido inmediatamente algo más, un alma gemela y rara que en muchos sentidos coincidía con ella en sus nociones sobre la vida tal como era, y de lo que podía ser y a dónde podía conducir si estaban juntos?

De pronto se dio cuenta de que el tren se había detenido. La gente se levantaba, sacaba su equipaje de los maleteros del techo y empezaba a bajar del tren. Había llegado a París. Mañana volvería al trabajo, y Londres y Ginebra y Paul Osborn caerían en el olvido.

Con la maleta en la mano, bajó y caminó por el andén entre la multitud. El aire estaba húmedo y pesado, como si estuviera a punto de llover.

– ¡Vera!

Ella levantó la mirada.

– ¡Paul! -No cabía en sí de asombro.

– En la enfermedad y en la salud -dijo él sonriendo. Se acercó entre los pasajeros y le cogió la maleta para cargarla.

Osborn había cogido el puente aéreo de Londres, y luego un taxi desde el aeropuerto hasta la estación del Norte, donde estaban ahora. Entretanto, había reservado un billete de París a Los Ángeles. Se quedaría en París cinco días, y durante esos cinco días se dedicarían a estar juntos.

Osborn quería acompañarla a casa, a su piso. Sabía que tenía que ir al trabajo, pero deseaba hacer el amor con ella las horas que quedaban hasta entonces. Y luego, cuando ella terminara su turno y volviera a casa, harían otra vez lo mismo. Estar con ella, hacerle el amor, era lo único que importaba.