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– McVey, intento ser amable con usted. Así que no me hable en ese tono. No teníamos ninguna justificación para retenerlo, y hasta ahora la víctima no ha venido a presentar denuncia. Pero tenemos su pasaporte y sabemos dónde se hospeda en París. Estará aquí hasta el fin de semana y luego volverá a Los Ángeles.

Lebrun sabía cumplir con su trabajo. Seguro que no le gustaba cubrir aquel puesto de enlace entre la Prefectura de Policía de París e Interpol, ni trabajar para el capitán Cadoux, el frío y eficiente responsable de la misión. Tampoco le debía de apasionar tener que tratar con un poli de Hollywood, Los Ángeles, o hablar en inglés. Pero era el tipo de cosas que un funcionario debía hacer, y McVey lo sabía de sobras.

– Lebrun -dijo McVey pausadamente-. Mándeme por fax las fotos y luego espere. Por favor…

Una hora y diez minutos más tarde, la Policía Metropolitana de Londres había dado con Mike Fisher y el confundido taxista comparecía ante McVey. Éste le pidió que confirmara si había recogido un pasaje desde Leicester Square el sábado por la noche y lo había dejado en el hotel Connaught.

– Así es, señor. Un hombre y una mujer. Estaban muy enamorados además, se lo digo yo, porque no sé lo que estaban haciendo en el asiento de atrás. En realidad, claro que lo sabía -dijo Fisher, y sonrió.

– ¿Es éste el hombre? -preguntó McVey, y le enseñó las fotos del fichaje de Osborn en Francia.

– Así es, señor. Es él, no cabe duda.

Tres minutos más tarde, sonó el teléfono de la oficina de Lebrun.

– ¿Quiere que vayamos a por él? -preguntó Lebrun.

– No, no haga nada-dijo McVey-. Iré yo.

Capítulo 14

Cuando el avión Fokker en que viajaba aterrizó en el aeropuerto Charles de Gaulle tres horas más tarde, McVey sabía dónde vivía Paul Osborn, dónde trabajaba, las licencias profesionales que llevaba consigo y su ficha en el Departamento de Tráfico. Y sabía que se había divorciado dos veces en el estado de California. También sabía que la policía de Beverly Hills lo había «retenido» y luego soltado por atacar al empleado de un aparcamiento que había destrozado la defensa derecha de su BMW nuevo en el estacionamiento de un restaurante. Era evidente que Paul Osborn tenía carácter. Era igualmente evidente para McVey que el hombre o mujer que buscaba no se había dedicado a cortar cabezas por una cuestión pasional. De todos modos, una cabeza caliente no significaba pasión las veinticuatro horas del día. Había lapsos de tiempo adecuados entre la ira con que se podía matar a un hombre, luego separarle la cabeza y dejar los restos en un callejón, al lado de un camino, flotando en el mar o bien abrigado bajo las mantas en un frío apartamento de una sola habitación. Y Paul Osborn era un cirujano entrenado, absolutamente capaz de separar una cabeza de su cuerpo.

El lado más oscuro de la situación era que, según los sellos de entrada en su pasaporte, Paul Osborn no había estado ni en Inglaterra ni en el continente cuando se habían cometido los demás asesinatos. Eso implicaba diferentes posibilidades: que era inocente; que no era quien decía ser y tal vez tenía más de un pasaporte; incluso que tal vez había sido el culpable en el caso de la cabeza en el callejón, pero no de los otros casos, lo cual, de ser cierto, significaba que McVey se equivocaba con su teoría del asesino solitario.

Así, en ese punto, era apenas algo más que un sospechoso circunstancial relacionado con el último crimen sólo debido a la coincidencia de tiempo, lugar y profesión.

De todos modos, era más que lo que tenían. Porque, hasta ese momento, no tenían nada.

Durante un momento, a Paul Osborn se le perdió la mirada. Y luego volvió a fijarse de inmediato en Jean Packard. Estaban sentados en la sala de la terraza en La Coupole, un animado lugar de reunión en el bulevar de Montparnasse, en la Rive Gauche. Hemingway solía beber allí, al igual que muchos otros escritores. Pasó un camarero y Osborn pidió dos vasos de Bordeaux blanco. Jean Packard negó con la cabeza y llamó al camarero. Jean Packard no bebía jamás alcohol. Pidió un zumo de tomate.

Osborn vio alejarse al camarero, volvió a mirar la servilleta de papel en que Jean Packard había escrito algo y que luego le había entregado. Había un nombre y una dirección: Sr. Henri Kanarack, 175, avenida Verdier, piso número 6, Montrouge.

El camarero les trajo la bebida y se alejó. Una vez más, Osborn miró la servilleta de papel. La dobló con cuidado y se la metió en el bolsillo de la americana.

– ¿Está seguro? -preguntó, observando al francés.

– Sí -dijo Jean Packard. Se echó hacia atrás y se cruzó de piernas, y le devolvió la mirada a Paul Osborn. Packard era un tipo duro, minucioso y con mullía experiencia, y Osborn se preguntó qué diría si dudaba de su palabra. El no era más que un médico, y su primer intento para matar a Kanarack, aun considerando el impulso del momento y la ira desbocada, había fallado. Jean Packard era un profesional. Eso había dicho cuando se habían conocido. ¿Acaso un asesino profesional, como un mercenario contra un enemigo político o militar en un país del Tercer Mundo, era diferente de un asesino a sueldo en una gran ciudad cosmopolita? Tal vez el ambiente era diferente, pero dudaba de lo demás. El acto era el mismo, desde luego. Los honorarios también. Matabas y luego cobrabas. No existía ningún tipo de diferencias.

– Me pregunto… -dijo Osborn, prudente-, si alguna vez trabaja por cuenta propia.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir, si no trabaja como «free lance», o sea, si acepta tareas fuera de la agencia.

– Depende del tipo de tarea.

– ¿Pero lo consideraría?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Es que entonces ya sabe de qué se trata… -dijo Osborn, y sintió el sudor en las palmas de las manos. Con un gesto delicado dejó su copa en la mesa y recogió la servilleta para frotársela entre las manos.

– Creo, doctor Osborn, que he hecho entrega de lo que había prometido. La factura la enviará la empresa. Ha sido un placer conocerlo y le deseo toda la suerte del mundo -dijo Jean Packard. Dejó un billete de veinte francos sobre la mesa y se levantó-. Au revoir -dijo, y pasando junto a un joven en la mesa de al lado, salió.

Paul Osborn lo vio salir, y luego pasar frente a los anchos ventanales que daban a la acera, hasta desaparecer entre el gentío del atardecer. Se mesó el pelo con gesto inconsciente. Acababa de pedirle a un hombre que matara a otro, y le había dicho que no. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué había hecho? Por un momento deseó no haber venido jamás a París, no haber visto jamás al hombre que ahora conocía como Henri Kanarack.

Cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa, borrarlo todo de un plumazo. En su lugar, vio la tumba de su padre junto a la de su madre. Y dentro de esa imagen se vio a sí mismo de pie ante la ventana de la oficina del director en Hartwick, viendo a su tía Dorothy, con su viejo abrigo de mapache, subirse a un taxi y alejarse en medio de una densa tormenta de nieve. La horrorosa soledad era insufrible. Aún lo era. El dolor profundo era tan intenso ahora como lo había sido entonces.

Salió de su ensimismamiento y levantó la mirada. A su alrededor la gente reía y bebía, gozando de las horas después del trabajo o antes de la cena. Frente a él, una mujer elegante con un traje marrón, formal, tenía la mano puesta sobre la rodilla de un hombre y lo miraba a los ojos mientras le hablaba. Un clamor de risas proveniente de otra mesa le hizo volver la cabeza. Alguien llamó con los nudillos en el ventanal que tenía enfrente. Osborn miró y vio a una muchacha en la acera que observaba a través del vidrio, sonriendo. Por un momento, Osborn creyó que lo miraba a él, y luego un muchacho en la mesa de al lado se levantó de un salto, la saludó y corrió a reunirse con ella.

Cuando tenía diez años, un hombre le había arrancado y apuñalado el corazón. Ahora sabía quién era ese hombre y dónde vivía. No se echaría atrás. Ni ahora ni nunca.