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Moviéndose por el borde, Osborn pensó que sería posible bajar por la roca deslizándose por la pared. No era demasiado alto. Unos siete metros cuanto más. Pero podía ser peligroso. El terreno estaba formado por rocas, hielo y nieve. Ni árboles, ni raíces ni ramas, nada de qué sujetarse. No se sabía lo que había más allá, ni contar con la velocidad previendo el riesgo de seguir de largo y caer al vacío rodando a lo largo de miles de metros como una piedra.

Osborn estaba dispuesto a intentarlo de todos modos, cuando de pronto vio un saliente de roca que caía directamente sobre el sendero más abajo. Estaba cubierto de carámbanos debido a la descongelación constante y al hielo del glaciar. Parecían lo bastante sólidos como para agarrarse a ellos. Osborn llegó hasta el borde y empezó a deslizarse por el lado. El sendero a esa altura no estaba a más de cinco metros más abajo. Si los carámbanos no se rompían, llegaría enseguida. Estiró la mano y se agarró a un carámbano de unos ocho a diez centímetros de grueso y lo probó. Podía aguantar su peso y Osborn se dejó oscilar para bajar. Buscó un apoyo para el pie, hizo contacto con la punta y quiso soltar la mano para coger el carámbano de más abajo. Pero su mano no se movió. El calor de su piel se había fundido con el hielo del carámbano. Estaba atascado, con la mano derecha por encima de la cabeza y el pie izquierdo extendido para alcanzar un asidero más abajo. La única solución era tirar de su mano, lo cual significaba arrancarse la piel. Pero no tenía alternativa. Si seguía inmovilizado, moriría de frío.

Respiró profundo, contó hasta tres y dio un tirón. Sintió un dolor cortante y la mano se liberó. Pero el movimiento le hizo perder el asidero del pie izquierdo. Cayó, la espalda contra la roca. Un segundo más tarde se deslizó sobre el hielo y cobró velocidad. Utilizó desesperadamente las manos, los pies, los codos, todo lo que podía para disminuir la velocidad, sin resultados. Bajaba cada vez más rápido. De pronto vio que ante sus ojos se abría la oscuridad y supo que caería al vacío. En un último intento desesperado quiso agarrarse con la mano izquierda a la última roca que vio. La mano resbaló, pero el brazo se enganchó y lo hizo detenerse a escasos centímetros del suelo.

Sintió que se le estremecía el cuerpo entero y empezó a temblar. De espaldas a la pared enterró un tacón en un resquicio de la roca. Luego el otro. Se desató una ventolera que barrió la nieve en todas direcciones. Osborn cerró los ojos y rogó para que, habiendo llegado a ese punto, después de tantos años, no fuera a morir congelado en la cima de un glaciar. Su vida no habría tenido sentido. ¡Y él se negaba a que su vida no tuviera sentido! A su lado vio una ancha hendidura en la pared rocosa. Se incorporó sobre el lado, hizo oscilar un pie sobre el otro y lo hundió en la nieve. Luego rodó sobre el vientre, se apoyó y alcanzó la hendidura con las dos manos y se impulsó. Un poco más y pudo meter la rodilla en la hendidura y luego un pie. Finalmente logró sostenerse.

Von Holden estaba por encima de él. A unos treinta metros directamente más arriba, de espaldas a la roca. Estaba en el sendero cuando Osborn pasó a su lado deslizándose. Si hubiera estado a menos de dos metros, Osborn lo habría arrastrado en su caída. Miró hacia abajo y vio al americano agarrado a la roca por encima de un vacío de más de seiscientos metros. Si su intención era volver a escalar, tendría que hacerlo sobre una pendiente de hielo y roca azotados por el viento y la nieve. En ese punto, Von Holden se encontraba a menos de trescientos metros de la entrada de aire por el sendero escarpado y serpenteante. Era un paso peligroso, pero a pesar de la nieve, tardaría entre diez y quince minutos en llegar. Osborn no podría escalar -si es que era capaz de moverse- desde donde estaba hasta el punto en que se encontrara Von Holden en ese lapso de tiempo, y mucho menos seguirlo hasta su destino final. Una vez dentro del túnel, Von Holden desaparecería.

Sí, llegaría la policía, pero a menos que permanecieran una semana o más hasta que él volviera a salir, lo cual era dudoso, podían suponer que Vera los había conducido hasta allí para cubrir la retirada de Von Holden por otro lado. También podían pensar que había caído en una grieta o desaparecido en una de las miles profundas hondonadas del glaciar Aletsch. Al fin y al cabo se marcharían y acusarían a Vera cómplice del asesinato de los policías en Frankfurt.

En cuanto a Osborn, aunque esa noche lograra sobrevivir donde estaba, su versión no sería más válida que la de ella. Había seguido a un hombre hasta la montaña. ¿Y luego qué? ¿Dónde estaba aquel hombre? ¿Qué iba a contestar? Desde luego, era preferible que estuviera muerto. Von Holden podría asomarse al borde y dispararle en medio de la oscuridad. Pero no serviría de nada. El saliente era demasiado frágil y si resbalaba o no acertaba, no valía la pena intentarlo. Si hería o mataba a Osborn, sabrían que había estado allí, lo cual corroboraría la versión de Vera. Comenzaría la búsqueda. No. Era mejor dejarlo donde estaba y confiar en que cayera al vacío o muriera congelado. Era la manera más razonable de pensar, y por eso Scholl lo había nombrado Leiter der Sicherheit.

Capítulo 151

Osborn tenía la cara y los hombros aplastados contra la roca. Las puntas de las Reebok encontraron asidero en lo que parecía un saliente de algo más de cinco centímetros. Abajo, la oscuridad fría del vacío. No tenía idea de cuánto caería si resbalaba, pero cuando una piedra grande se desprendió por encima de su cabeza y rebotó a su lado en su caída, Osborn se quedó escuchando y no la oyó estrellarse. Miró hacia arriba intentando situar el sendero, pero una masa de hielo que colgaba sobre su cabeza se lo impedía. La hendidura en la que estaba suspendido corría verticalmente a la pared rocosa en que se afirmaba. Podía ir a la izquierda o la derecha, pero no hacia arriba, y después de desplazarse un par de metros en cada una de las direcciones, encontró que era más fácil hacia la derecha. Se volvía más ancha y sobresalían trozos de roca que podía usar para agarrarse con las manos. A pesar del intenso frío, sentía la mano derecha con la piel rasgada por el carámbano como aplastada con una plancha al rojo vivo. Y al querer cerrar los dedos en torno a los trozos de roca, el dolor era insoportable. Sin embargo, en cierta manera, le favorecía porque lo obligaba a concentrarse. Sólo pensaba en el dolor y en cómo agarrarse de un trozo de roca sin perder asidero. Mano derecha. Asirse. Pie derecho deslizándose, encontrar un apoyo, probar el peso. Cambiar de punto de apoyo. Equilibrarse. Mano izquierda, pie izquierdo, repetir la operación. Ahora estaba al borde de la cara rocosa, que se inclinaba hacia dentro en una sima. En esquí se le llamaba «chute» o caída. Pero con la nieve y el viento resultaba imposible decir si la hendidura seguía más allá o se acababa. Si se detenía en el borde, Osborn dudaba que pudiera volver y desandar todo lo que había avanzado. Se llevó una mano a la boca y se la calentó con el aliento. Repitió la operación con la otra. El reloj se le había introducido dentro de la manga y le era imposible sacarlo otra vez sin poner en peligro su equilibrio. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Pero sabía que faltaban aún muchas horas para que llegara la luz del día y que, si se detenía, moriría de hipotermia en cuestión de minutos. De pronto se produjo un claro entre las nubes y la luna brilló unos instantes. Osborn vio a su derecha y unos tres o cuatro metros más abajo un reborde ancho que conducía a la montaña. Parecía helado y resbaladizo, pero lo bastante ancho para caminar. Luego vio un sendero estrecho que serpenteaba hacia el glaciar abajo. Y en el sendero descubrió a un hombre con una bolsa.