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Le asaltó un súbito sentimiento de afecto por Mc-Vey. McVey le había enseñado la cinta con la esperanza de que aquello acabara con los demonios y que su alma descansara. Darle un sentido real y comprensible de lo que había sucedido donde antes sólo había fragmentos. Era un gesto generoso y decente, y Osborn habría querido decírselo, deseando que hubiera un modo de agradecérselo y hasta de quererlo, si era posible. Como un hijo podía amar al padre, aunque hubiesen estado reñidos durante gran parte de sus vidas.

Pero entonces sus pensamientos se fragmentaron en el torbellino de emociones que lo había embargado mientras miraba el vídeo y que lo arrastraba hacia el límite.

Era algo que había quedado fuera del mensaje de Salettl y que lo obligaba a confrontar realidades que no quería tocar. Era algo que McVey no sabría nunca. Ni Noble, ni Remmer, ni Vera, ni nadie, porque para Osborn no había manera racional de hablar de ello. Tal vez Salettl no lo había mencionado porque pensaba que ya había tomado las disposiciones necesarias, como había pasado con todo lo demás.

De pronto cayó en la cuenta de que los coches se habían detenido y tuvo que frenar bruscamente para no incrustarse en el de delante. Pasó un coche de policía seguido de dos camiones grúa por el carril del centro. Seguro que más adelante había un accidente y se bloquearía el tráfico durante horas. No podía quedarse allí sentado tanto tiempo, porque lo único que podía escuchar en ese momento era su discurso interior o se volvería loco. Tenía que salir de allí. Avanzar y no dejar de avanzar.

Miró por encima del hombro y vio que el carril del centro estaba vacío. Aceleró de golpe, adelantó al coche que tenía delante, giró en redondo y regresó por donde había venido. Al cabo de un rato giró a la derecha y entró en un aparcamiento frente a la playa. Se quedó mirando el océano un rato largo.

Bajó, con las muletas por delante, y luego se incorporo hasta que se sostuvo de pie. Dejó la puerta abierta y las llaves en el contacto y descendió a la playa. Las muletas se hundieron y le costó avanzar. No importaba. Sólo importaba el movimiento y siguió caminando por la playa hacia las rocas. Se le llenaron los zapatos de arena, se los arrancó y los dejó caer. Tocó la arena dura y húmeda de la orilla y luego el agua. Se dejó caer de rodillas apoyándose en las muletas y la espuma leve le empapó los pantalones.

La audacia de todo el asunto era que alguien pudiera llegar a concebir todo aquello y luego llevarlo a cabo.

Habían pasado treinta años y la muerte de su padre dejaba de ser un misterio. No se trataba, desde luego, de un final que él hubiera imaginado o previsto, ni siquiera en sus momentos más sombríos. Si no hubiera sido por el vídeo de Salettl, todo habría seguido siendo una extensión de lo que había vivido en el Jungfrau y que había aceptado como un sueño, una alucinación gestada en los horrores de su imaginación.

Ahora, después de haber visto aquello, no cabía duda de que lo suyo no era ningún sueño. Era algo real. Y no sólo aclaraba la razón oculta de la muerte de su padre sino que también explicaba el viaje de Von Holden al glaciar y la guarida en la profundidad del hielo.

Oyó la voz de Salettl.

– Habíamos criado a dos jóvenes… producto de la ingeniería genética, arios puros de nacimiento… veinticuatro años… entre los más finos especimenes vivos de la raza… que sería elegido… preparado para la intervención quirúrgica…' el Mesías del nuevo Reich…

– ¡Oiga, señor, se está mojando! -gritó un chico cerca de la orilla. Pero Osborn no oía nada. Ahora estaba en el Jungfrau y Von Holden caía hacia él, y en los brazos aún sostenía la caja que había traído desde Berlín.

– Für Übermorgen! ¡Por la Aurora del Nuevo Día! -había gritado Von Holden, y la caja se le había escapado cuando su guardián caía por la pendiente, tragado por los hielos del glaciar como si un soplo de aire lo hubiera borrado de la existencia. La caja aterrizó cerca de donde Osborn yacía, sobre la nieve, y siguió dando tumbos impulsada por su propio peso. De pronto, se abrió y Osborn pudo ver lo que había en el interior. Antes de que cayera al abismo, Osborn vio con claridad qué era lo que Salettl no había mencionado. Osborn pensó que jamás podría contárselo a nadie porque no le creerían. Era la razón de ser de Übermorgen. Era la esencia que le insuflaba vida, su núcleo vital. Era la cabeza cercenada y totalmente congelada de Adolf Hitler.

Allan Folsom

Allan Folsom nació en 1941, creció en Boston. En 1963, llegó a California donde trabajó como camarografo, redactor, escritor y productor. Escribió guiones para series de televisión y películas.

Folsom es un escritor que encabeza las listas de los más vendidos en el New York Times, y también es guionista de Hollywood. Su primera novela, The Day After Tomorrow, fue un explosivo betseller encabezando las listas del The New York Times, del Wall Street Journal, del Times de Los Angeles, del Washington Post, y Entertainment Weekly. Ha sido traducido a veinticinco idiomas. Sus dos novelas siguientes: el Día de la Confesión y El Exilio, fueron también betsellers reconocidos en el New York Times. Actualmente vive en Santa Barbara, California, con su esposa que es artista y su hija.

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