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– No estás haciéndolo fácil -dijo.

Vera sintió que el corazón le daba un leve vuelco. Cuando se volvió, sus miradas se encontraron y se mantuvieron fijas, como aquella primera noche en Ginebra, o como se habían mirado en Londres cuando él la dejaba en el tren a Dover. Como se habían mirado en su habitación del hotel de la avenida Kléber cuando él abrió la puerta y se quedó parado solamente con una toalla alrededor de la cintura.

– ¿Qué es lo que no estoy haciendo fácil?

La respuesta de Osborn la sorprendió.

– Necesito tu ayuda y me está costando bastante encontrar un modo de pedírtela.

Ella no entendió, y se lo dijo.

Bajo el paraguas que él sostenía para los dos, la luz era suave y delicada. Osborn lograba distinguir el cuello de su bata blanca de hospital sobresaliendo bajo su anorak azul. Parecía más un miembro de un equipo de salvamento de alta montaña que una médica residente en un hospital urbano. Unos pequeños pendientes de oro caían del lóbulo de cada oreja como diminutas gotas de lluvia, acentuando su rostro delgado y convirtiendo sus ojos en dos enormes fuentes de esmeralda,

– Realmente es estúpido. Y ni siquiera sé si es ilegal. Todo el mundo actúa como si lo fuera.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Vera. ¿De qué estaba hablando? La quería despistar. ¿Qué tenía que ver eso con ellos?

– Tengo una receta para una droga y ahora me dicen que sólo se puede conseguir en las farmacias de los hospitales y que necesito la autorización de un médico establecido aquí. No conozco a ningún médico aquí

– ¿Qué droga es? -Preguntó ella, con visible expresión de inquietud-. ¿Estás enfermo?

– No -sonrió Osborn.

– Y entonces, ¿qué pasa?

– Ya te he dicho… que era una tontería -dijo, mirándola cohibido-. Tengo que presentar una ponencia cuando vuelva. Y digo bien, nada más volver. Debido a un motivo que se llama Vera, me he tomado una semana y debería haber vuelto al trabajo…

– Di lo que tengas que decir, ¿vale? -dijo ella, sonriendo, tranquila. Todo lo que habían hecho juntos era enriquecedor y romántico y profundamente personal, hasta la ayuda que se habían prestado mutuamente con las íntimas y engorrosas funciones fisiológicas durante la gripe de veinticuatro horas en Londres.

Salvo su primera conversación exploratoria en Ginebra, habían hablado muy poco, si no nada, de sus vidas profesionales, y ahora él estaba haciendo una pregunta cualquiera que tenía que ver precisamente con ese aspecto.

– Tengo que presentar una ponencia ante un grupo de anestesistas un día después de volver a Los Angeles. En un principio, tenía que hablar al tercer día, pero lo han cambiado y ahora soy el primero en la lista. La ponencia versa sobre los preparativos anestésicos antes de la cirugía, incluyendo las dosis de sucinilcolina y su efectividad bajo condiciones de urgencia. He hecho la mayor parte de mi experimentación en laboratorio. Y no tendré tiempo cuando vuelva, pero aún me quedan dos días aquí. Y, al parecer, si quiero conseguir sucinilcolina en París, necesito la autorización de un médico francés para que me la den. Y, como he dicho, no conozco a ningún médico.

– ¿Te vas a automedicar? -Vera estaba sorprendida. Había sabido de médicos que lo hacían de vez en cuando, y casi lo había intentado en sus años de estudiante, pero se había acobardado y se había limitado a copiar de una investigación publicada.

– He hecho diversos experimentos desde los años de la facultad -dijo Osborn, con una gran sonrisa cruzándole el rostro-. Por eso soy un poco raro -advirtió, y bruscamente sacó la lengua, hinchó los ojos y se retorció una oreja.

Vera rió. Era un aspecto de él que no había visto, un humor tonto cuya existencia desconocía.

Osborn se soltó la oreja y se desvaneció el payaso.

– Vera, necesito la sucinilcolina, y no sé cómo conseguirla. ¿Me puedes ayudar?

Parecía muy serio. Aquello tenía que ver con su vida y con su profesión. De pronto, Vera se percató de lo poco que sabía de él y, a la vez, de todo lo que deseaba saber. Qué creía y en qué creía. Qué cosas le gustaban, qué le molestaba. Qué cosas amaba, temía, envidiaba. Qué secretos tenía que jamás había compartido con ella o con nadie. Qué era lo que le había hecho fracasar en dos matrimonios.

¿Había sido culpa de Paul, o de las mujeres? ¿O simplemente él no sabía escogerlas? O… tal vez había algo más, algo profundo en él que volvía amarga una relación, hasta destruirla. Desde el comienzo, lo había sentido turbado, pero no conocía la causa. No era algo que pudiera señalar y entender. Era más profundo, y él lo mantenía oculto. Y sin embargo, permanecía. Y ahora, más que en ningún otro momento desde que se conocían, mientras él esperaba bajo el paraguas y le pedía que lo ayudara, lo vio absorto en ello. De pronto se vio sumergida en un deseo de saber y apoyar y entender, más como un sentimiento que como una idea consciente. Era algo peligroso, y ella lo sabía, porque la atraía hacia un lugar al que no la habían invitado, a un lugar, estaba segura, donde nadie había sido invitado.

– Vera. -De pronto se percató de que aún estaban en la esquina y que Osborn le hablaba-. Te he preguntado si me podías ayudar.

– Sí -dijo ella, y lo miró sonriendo-. Déjame intentarlo.

Capítulo 19

Osborn se mantenía cerca del mostrador de la farmacia del hospital intentando leer en francés unos folletos sobre la salud, mientras Vera iba con su receta al laboratorio del fondo. En un momento, levantó la mirada y vio que el farmacéutico hablaba y gesticulaba con ambas manos mientras Vera esperaba, una mano apoyada en la cadera, a que el hombre acabara. Osborn desvió la mirada. Tal vez había cometido un error al implicarla. Si llegaban a descubrirlo y se conocía la verdad, podían acusarla a ella de complicidad. Debería decirle que se olvidara de todo y pensar en algún otro plan para coger a Henri Kanarack. Dejó nerviosamente el folleto que estaba leyendo y se disponía a dirigirse hacia ella cuando la vio venir.

– Más fácil que comprar condones, y más raro, también -dijo cuando pasó junto a él y le lanzó un guiño.

Dos minutos más tarde, caminaban por el bulevar Saint Jacques, y Osborn llevaba ya la sucinilcolina y un paquete de jeringas hipodérmicas en el bolsillo del abrigo.

– Gracias -dijo, suavemente, levantando el paraguas y sosteniéndolo para que ambos pudieran protegerse. Luego cayó una lluvia más gruesa y Osborn sugirió que cogieran un taxi.

– ¿Te parece bien si caminamos, simplemente? -preguntó ella.

– Si a ti no te importa, a mí tampoco.

Él la cogió por el brazo y cruzaron la calle sin esperar el cambio de luz. Al llegar al otro lado, Osborn la soltó deliberadamente. Vera sonrió, y durante los siguientes quince minutos caminaron sin decir nada.

Osborn estaba sumido en sus pensamientos. En cierto modo, podía respirar con alivio. Había sido más fácil conseguir la sucinilcolina de lo que había imaginado. Pero le remordía la conciencia haberle mentido y utilizado, y eso le molestaba mucho más de lo que había pensado. De todas las personas que conocía, Vera sería la última que utilizara, o a quien no le dijera toda la verdad. Pero, recordó, la verdad es que no había tenido otra alternativa.

Hoy no era un día como los demás, ni él estaba dedicado a su quehacer de todos los días. Habían surgido antiguos y oscuros asuntos. Asuntos trágicos, que sólo él y Kanarack conocían. Y que sólo él y Kanarack podían solucionar. Volvió a inquietarle la idea de que si las cosas fallaban, Vera podía verse implicada, y acusada de complicidad involuntaria. Era muy probable que no terminara en la cárcel, pero su carrera y todo aquello por lo cual había trabajado podía verse perdido. Debería haber pensado en eso antes, incluso antes de comentárselo. Debería haberlo hecho, pero no había sido así, y el mal ya estaba hecho. Ahora tenía que pensar en lo que quedaba por hacer. Asegurarse de que las cosas no fallaran, de que él y Vera estuvieran protegidos.