Al llegar abajo, la inclinación disminuía. Osborn divisó una pila de troncos pudriéndose al borde del agua y supuso que el sitio había servido para embarcaciones mayores años atrás. Cuándo, y para qué fines, no podía saberlo. ¿Cuántos ejércitos, durante siglos, habrían pasado por aquí? ¿Cuántos hombres habían pisado donde él pisaba ahora?
A unos cinco metros de la orilla, la gravilla se convertía en una arenilla gris, y luego, al llegar al agua, en un lodo rojizo. Osborn quiso probar la firmeza del terreno y avanzó. La arena lo sostenía, pero no bien hubo pisado el lodo, sus pies se hundieron. Retrocedió, sacudiendo el lodo enganchado al calzado, y volvió a mirar el agua. Frente a él, el Sena fluía perezosamente, dejando atrás pequeñas olas que morían en la orilla. Más abajo, a menos de treinta metros, un promontorio de roca y árboles sobresalía abruptamente, cambiando el curso del agua y devolviéndolo a la corriente.
Osborn observó un rato largo, muy consciente de lo que estaba haciendo. Luego volvió sobre sus pasos, cruzó el descampado hasta llegar a unos árboles en la base de la colina que bajaba hacia el río. Cogió una rama larga, volvió al primer lugar y la lanzó al agua. Durante un momento, no sucedió nada, y la rama flotó sin moverse. Y luego, lentamente, la corriente la impulsó hacia delante, y en pocos segundos fue arrastrada en dirección a los árboles y hacia la corriente central. Osborn miró su reloj. La rama había tardado diez segundos en alejarse y luego ser arrastrada por la corriente. Otros veinte segundos, y ya se había perdido de vista, más allá del saliente de rocas y árboles. En total, cerca de treinta segundos desde que había lanzado la rama hasta perderla de vista.
Volvió sobre sus pasos y cruzó el descampado hasta el bosque en el otro extremo. Buscaba algo más pesado, algo que se pareciera al peso de un hombre. Al cabo de un rato, encontró el tronco sin raíces de un árbol muerto. Buscó un asidero, lo levantó y lo llevó a la orilla, volvió a hundirse en el lodo y lo lanzó al agua. Permaneció inmóvil un momento, al igual que la rama, y luego la corriente lo cogió y lo impulsó paralelo a la orilla. Cuando llegó a la curva del promontorio, se desvió hacia el centro de la corriente. Osborn volvió a mirar su reloj. Había tardado treinta y dos segundos en perderse y ser arrastrado por la corriente principal. El tronco pesaría unos veinticinco kilos. Calculó que Kanarack pesaba unos ochenta y cinco kilos. La relación entre la rama y el tronco era mucho mayor que la de éste con el peso de Kanarack, pero ambos habían tardado casi el mismo tiempo en alejarse y desaparecer del todo en la corriente.
Osborn sentía cómo le aumentaban las pulsaciones y le sudaban las axilas, ahora que todo cobraba visos de realidad. Funcionaría, ¡de eso estaba seguro! Comenzó a caminar, primero de lado, volviéndose, y luego corriendo, corriendo a todo correr por la orilla, más allá de los árboles, donde la tierra sobresalía hasta casi la mitad del río. Descubrió que allí el agua fluía, profunda y sin obstáculos. Sin nada que lo detuviera, físicamente incapacitado por los efectos de la sucinilcolina, Kanarack flotaría como un tronco, aumentando la velocidad al llegar a la corriente principal. Menos de sesenta segundos después de que empujara el cuerpo desde la orilla, flotaría hasta el centro y sería arrastrado por la corriente del Sena.
Ahora tenía que asegurarse. Avanzando entre la hierba crecida, siguió la orilla entre arbustos y matorrales durante casi un kilómetro. Cuanto más avanzaba, más profundos se volvían los bancos del río y aumentaba la fuerza de la corriente. Al llegar a lo alto de un monte, se detuvo. El río seguía su curso ininterrumpido hasta perderse de vista. No había islotes ni bancos de arena ni árboles muertos. Sólo el agua que discurría veloz y sin obstáculos cortando el agreste paisaje. Además, no había pueblos, fábricas, casas ni puentes. No había nada, hasta donde alcanzaba su vista, desde donde pudiera verse un objeto flotando en la corriente.
Sobre todo si se deslizaba en medio de la lluvia y la oscuridad.
Capítulo 21
Lebrun y McVey siguieron a Osborn y Vera hasta los jardines del Museo Nacional de Historia Natural. Desde allí, un segundo coche de policía camuflado los siguió hasta el piso de Vera en la isla Saint Louis.
No bien entraron, a Lebrun le comunicaron la dirección. Cuarenta segundos más tarde tenían una lista de los habitantes del edificio por intermedio de los buenos oficios de la Oficina de Correos y su búsqueda informática.
Lebrun la leyó por encima y se la entregó a McVey, que tuvo que colocarse las gafas. La lista confirmaba que los seis pisos del 18, Quai de Bethune estaban habitados. Dos de los nombres sólo llevaban las iniciales, lo cual indicaba que probablemente se trataba de mujeres solteras. Una era M. Seyrig, y la segunda una tal V. Monneray. Una búsqueda informática de los permisos de conducir reveló que M. Seyrig era Monique Seyrig, una dama de sesenta años, y que V. Monneray era Vera Monneray, una señorita de veintiséis. Menos de un minuto más tarde, por el fax del Ford de Lebrun llegó una copia del permiso de conducir de Vera Monneray. La foto confirmaba que era la acompañante de Paul Osborn.
En ese momento, desde la Prefectura de Policía llegaron órdenes para poner fin a la vigilancia. El doctor Paul Osborn, según le comunicaban a Lebrun, estaba siendo vigilado por Interpol, no por la Prefectura de Policía de París. Si Interpol quería que alguien mirase desde el otro lado de la calle mientras Osborn mantenía sus amoríos con una dama, que lo pagaran. La policía local no podía correr con esos gastos. McVey sabía perfectamente lo que sucedía con los presupuestos municipales, donde la administración hacía sus recortes y los políticos competían hasta por el último franco de las asignaciones. Así, cuando Lebrun, compungido, lo dejó a las puertas del cuartel general media hora más tarde, lo único que hizo McVey fue encogerse de hombros y dirigirse al Opel beis de dos puertas que Interpol le había dejado, sabiendo que sería él quien haría el trabajo pesado.
McVey tardó más de cuarenta minutos conduciendo en círculos hasta que encontró el camino de vuelta a la isla Saint Louis. Entró en un estacionamiento de la parte posterior del edificio de Vera Monneray. La fachada de piedra estucada que corría a lo largo de toda la manzana estaba bien cuidada y pintada recientemente. Las entradas de servicio, situadas a intervalos regulares, estaban aseguradas por sólidas puertas sin ventanas, lo cual hacía a la primera planta tan impenetrable como un cuartel.
McVey bajó del coche y caminó la media manzana por la calle adoquinada hasta la esquina al final del edificio. La lluvia y el frío no hacían las cosas más fáciles. Tampoco era fácil caminar con aquellos zapatos sobre los adoquines jodidamente resbaladizos. Sacó un pañuelo del pantalón y se sonó. Luego lo dobló con cuidado y lo guardó. Tampoco se le hizo más fácil cuando comenzó a pensar en uno de aquellos días cálidos, envueltos en la bruma de la contaminación, caminando por el campo de golf de Rancho Park, en Pico, justo enfrente de los terrenos de la Twentieth Century Fox. Empezar por el tee ocho cuando el sol comenzaba a calentar el aire, y pasar las horas siguientes con sus tres colegas de la Sección de Homicidios de la oficina del Sheriff, todos ellos escapando de las tareas domésticas de sus días libres.
Al llegar a la esquina, McVey giró a la derecha y caminó hasta llegar frente al edificio. Le sorprendió ver que se encontraba justo encima del Sena. Si estiraba la mano, casi podía tocar las barcazas que pasaban por abajo. Al otro lado del río, toda la Rive Gauche estaba cubierta por un manto de nubes que se extendía hasta perderse de vista, de derecha a izquierda. Miró hacia los apartamentos de arriba y pensó que casi todos debían de gozar de un paisaje similar.
¿Qué diablos podría costar un alquiler en ese sector?, se preguntó, y luego sonrió. Era el tipo de comentario que le habría hecho a su segunda mujer, Judy, la única verdadera compañera que había tenido en su vida. Con Valérie, su primera mujer, se había casado al terminar el Instituto, y eran los dos demasiado jóvenes. Valérie trabajaba como empleada en un supermercado y él luchaba por salir adelante en la Academia durante sus primeros años en el Cuerpo de Policía. A Valérie no le importaba ni el trabajo ni la carrera, sino los niños. Quería tener dos hijos y dos hijas, como en su familia. Y no pedía más. McVey llevaba tres años trabajando en el Cuerpo de Policía de Los Ángeles cuando ella quedó encinta. Cuatro meses más tarde, mientras él investigaba el robo de un coche, ella tuvo un aborto espontáneo y se desangró hasta morir mientras la llevaban al hospital.