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Pero ¿por qué cono estaba pensando en eso?

De pronto levantó la mirada y se encontró escudriñando el interior a través de las filigranas del hierro forjado de la puerta de seguridad del edificio principal. Desde adentro, un vigilante uniformado lo miró, y McVey supo que la única manera de entrar allí sería con una orden judicial. Y aunque no la tuviera, y suponiendo que pudiera entrar, ¿qué esperaba encontrar? ¿A Osborn y Monneray en plena faena? ¿Y qué le hacía pensar que cualquiera de los dos estaba aún allí dentro? Habían pasado casi dos horas desde que Lebrun y sus hombres se habían largado.

McVey dio media vuelta y se dirigió al coche. Cinco minutos más tarde, al volante del Opel, seguía intentando dar con la salida de la isla Saint Louis para volver a su hotel. Se encontraba frente a una señal de stop y había tomado la última y definitiva decisión de girar a la derecha cuando vio una cabina telefónica en la esquina. La idea fue fulminante. Le cerró el paso a un taxi y se estacionó junto a la acera. Entró a la cabina, buscó V. Monneray y llamó a su piso. El teléfono sonó durante un rato largo. McVey estaba a punto de desistir cuando contestó una mujer.

– ¿Vera Monneray? -preguntó.

Hubo una pausa.

– Oui -contestó ella.

McVey colgó. Al menos uno de ellos aún estaba allí dentro.

– ¿Vera Monneray, 18 Quai de Bethune? ¿Un número y una dirección? -McVey cerró la carpeta abierta y se quedó mirando a Lebrun-. ¿Eso es toda la ficha?

Lebrun apagó un cigarrillo y asintió con un gesto de cabeza. Pasaban unos minutos de las seis de la tarde y se encontraban en el cubículo que Lebrun ocupaba como despacho en la cuarta planta de la Prefectura de Policía.

– Un chico de diez años escribiendo guiones para la tele se inventaría algo mejor -alegó McVey, con un tono de irritación poco habitual en él. Había pasado gran parte de la tarde, ilegalmente, en la habitación del hotel de Paul Osborn, sin encontrar nada más que ropa sucia, cheques de viaje, vitaminas, antihistamínicos, píldoras para el dolor de cabeza y condones. Con la excepción de los condones, no había nada que él mismo no tuviera en su habitación del hotel. No era que estuviera contra las gomas, era que el sexo había dejado de interesarle desde la muerte de Judy, cuatro años antes. Durante todos los años que estuvieron casados, McVey había cultivado fantasías sensacionales sobre cómo hacérselo con todo tipo de mujeres, desde las adolescentes púberes hasta mujeres estilo perfumes Avon de mediana edad, y había conocido a muchas que estaban dispuestas a bajarse las bragas sin chistar delante de un inspector de Homicidios, pero él nunca se había prestado a ello. Y luego, cuando Judy se fue, nada de nada, ni siquiera las fantasías, parecían valer la pena. Era como un hombre que se había estado muriendo de hambre y que de pronto perdía el apetito.

Los únicos objetos de relativo interés entre las pertenencias de Osborn eran las facturas de restaurantes que había guardado en la sección de «actividades del día» de su agenda. Tenían la fecha de viernes, 30 de septiembre y sábado, 1 de octubre. El viernes correspondía a Ginebra y el sábado, a Londres. Las facturas eran de dos personas. Pero no había nada más. Así, Osborn había invitado a comer a alguien en las dos ciudades. Y lo mismo habían hecho cientos de miles de personas. McVey le había dicho a la policía de París que había estado solo en el hotel en Londres. Probablemente no le habían preguntado por la cena, sobre todo porque no tenían ningún motivo para preguntárselo. No más de los que ahora tenía McVey para relacionarlo a él con los crímenes de las decapitaciones.

Lebrun sonrió ante la consternación profunda de McVey.

– Amigo mío, se olvida usted de que está en París.

– ¿Qué significa eso?

– Significa, mon ami, que un chico de diez años que escriba un guión de teleserie… -dijo Lebrun, e hizo una pausa muy efectista- probablemente no estará acostándose con el Primer Ministro.

A McVey se le desencajó la mandíbula.

– ¿Está bromeando?

– No estoy bromeando -dijo Lebrun, y encendió otro cigarrillo.

– ¿Osborn lo sabe?

Lebrun se encogió de hombros.

McVey le lanzó una mirada furibunda.

– O sea que no la podemos tocar, ¿no es así?

– Oui -dijo Lebrun, con una leve sonrisa en los labios-. Los inspectores de Homicidios veteranos, aunque sean americanos, deberían conocer las sorpresas que depara «l'amour». O saber que sus ramificaciones pueden ser sumamente complicadas.

McVey se levantó.

– Si me lo permite, vuelvo a mi hotel y me voy a Londres -advirtió-. Y si tiene usted otros sospechosos tan importantes, verifíquelos personalmente, ¿vale?

– Recuerdo habérselo ofrecido en esta ocasión -dijo Lebrun, con un amago de sonrisa-. Pero puede que recuerde que la idea de venir a París fue suya.

– La próxima vez, convénzame de lo contrario -dijo McVey, y se dirigió a la puerta.

– McVey -dijo Lebrun, y se inclinó para apagar el cigarrillo-. No pude ponerme en contacto con usted esta tarde.

McVey no dijo nada. Sus métodos de investigación eran muy particulares, y no siempre eran cabalmente legales, ni solían implicar a sus compañeros, incluyendo la Prefectura de Policía de París, Interpol, la Policía Metropolitana de Londres y el Cuerpo de Policía de Los Angeles.

– Querría haber podido dar con usted -dijo Lebrun.

– ¿Por qué? -preguntó McVey, con voz inexpresiva, pensando que tal vez Lebrun sabía algo y lo estaba poniendo a prueba.

Lebrun abrió el cajón de su escritorio y sacó otra carpeta.

– Estábamos investigando esto -dijo, pasándosela a McVey-. Podría habernos servido su experiencia.

McVey lo miró un momento y luego abrió la carpeta.

En sus manos sostenía las fotos de un asesinato encarnizadamente violento. Un hombre yacía muerto en lo que parecía un apartamento. Fotos más detalladas mostraban primeros planos de sus rodillas. Ambas habían sido destrozadas por un solo y potente disparo.

– Es un Colt 38 automático, fabricado en Estados Unidos, con silenciador. Lo encontramos a su lado. La cacha tenía cinta adhesiva. No hay huellas ni número de registro -advirtió Lebrun, con voz queda.

McVey miró las otras dos fotos. La primera era del rostro del hombre. Estaba hinchado hasta tres veces el tamaño normal, y los ojos se le salían del cráneo en una expresión de terror. En torno al cuello tenía enrollado un cable de alambre que podría haber sido un colgador. La segunda foto era de las partes bajas. Los genitales de la víctima habían sido destrozados de un disparo.

– ¡Jooder! -murmuró McVey, por lo bajo.

– Fue la misma arma -dijo Lebrun.

– Alguien quería que hablara -dijo McVey, y lo miró.

– Si hubiera sido yo la víctima, les habría dicho lo que hubieran querido -dijo Lebrun-. Sólo con la esperanza de que me mataran.

– ¿Por qué me enseña esto? -inquirió McVey. La Prefectura Central de la Policía de París tenía un expediente brillante en lo que se refería a las investigaciones de homicidios en la región metropolitana. Era evidente que no necesitaban sus consejos.