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Jean Packard tampoco había podido explicarlo.

Había resultado fácil descubrir dónde vivía el detective, a pesar de que su teléfono y su dirección no estaban registrados. Hablando un inglés americano inconfundible, Kanarack había fingido una llamada desesperada a la sede de Kolb International en Nueva York al final de la jornada. Había dicho que llamaba desde el teléfono de su coche en Fort Wayne, Indiana, y que intentaba desesperadamente ponerse en contacto con su hermanastro, Jean Packard, un empleado de Kolb International, con el que había perdido contacto desde que Packard se había trasladado a París. La madre de Packard, una señora de ochenta años, decía, estaba sumamente enferma en un hospital de Fort Wayne y pensaban que no viviría más allá de aquella misma noche. ¿Había alguna manera de ponerse en contacto con su hermanastro?

Había una diferencia de seis horas. Las seis de la tarde en Nueva York era medianoche en París, y las oficinas de París estaban cerradas. El operador de Nueva York consultó con su supervisor. Se trataba de una urgencia legítima familiar. Si las oficinas en Francia estaban cerradas, ¿qué podía hacer? Al final del día, como todos los demás, el supervisor tenía prisa por partir. Después de un momento de vacilación, el código informático internacional dio luz verde y autorizó que le informaran al hermanastro de Jean Packard en Indiana su número de teléfono en París.

Un primo de Agnés Demblon trabajaba como operador en el parque de bomberos del Distrito Uno, París centro. Un número de teléfono se convertía en dirección. Era así de fácil.

Dos horas más tarde, a la una y cuarto de la noche del jueves, Henri Kanarack se encontraba frente al edificio de apartamentos de Jean Packard en Porte de la Chapelle, el sector norte de la ciudad. Unos veinte sangrientos minutos más tarde, Kanarack bajaba por la escalera de servicio, dejando atrás lo que quedaba de Jean Packard tirado en el suelo del salón.

Al final, Packard le había dado a Kanarack el nombre de Paul Osborn y el nombre del hotel donde se hospedaba en París. Pero eso fue todo. A las otras preguntas, por qué Osborn había atacado a Kanarack en la cervecería, por qué había contratado a Kolb International para encontrarlo, si Osborn representaba o trabajaba para alguien, Packard no supo responder. Y Kanarack estaba seguro de que decía la verdad. Jean Packard se había portado como un duro, pero no era tan duro. Kanarack había aprendido bien su oficio en los años sesenta, lo habían entrenado con orgullo y rigor en las Fuerzas Especiales de Estados Unidos. Al frente de un pelotón de reconocimiento de largo alcance durante la primera época de Vietnam, le habían enseñado todos los métodos para obtener la información más delicada de boca del más testarudo de los adversarios.

El problema era que de Jean Packard sólo había obtenido un nombre y una dirección, la misma información que Packard le había dado a Osborn sobre él. De modo que, pensó Kanarack, Osborn sólo podía ser una cosa, un representante que la Organización había enviado para liquidarlo. Aunque el primer intento hubiese estado tan mal montado, no había otra razón posible. Nadie más podía reconocerlo o tener un motivo para matarlo.

Lo fastidioso era que, habiendo matado a Osborn, ellos enviarían a un segundo hombre. Es decir, si llegaban a saberlo. Su única esperanza era que Osborn trabajara por cuenta propia, que fuera un cazador de recompensas con una lista de nombres y rostros que cobraba una fortuna si entregaba a uno de ellos. Si Osborn había dado con él por casualidad y había contratado a Jean Packard, las cosas podían seguir funcionando igual.

De pronto, sintió una ráfaga de aire del exterior y levantó la mirada. La puerta de Le Bois se había abierto y había un hombre parado en la entrada. Era alto, llevaba sombrero y miraba a su alrededor. Al principio, barrió la terraza del café con la mirada, y luego la barra. Vio a Henri Kanarack y, con la misma rapidez, desvió la mirada. Un momento después, empujó la puerta y salió. Kanarack se calmó. El hombre alto no era un poli ni era Osborn. No era nadie.

Al otro lado de la calle, Osborn estaba sentado al volante del Peugeot y vio salir al hombre, que miró una vez más por la puerta y se alejó. Osborn se encogió de hombros. No lo conocía, no era Kanarack.

El panadero había entrado en Le Bois a las cinco y cuarto. Ahora eran casi las seis menos cuarto. Osborn había vuelto del parque junto al río a la hora punta en menos de veinticinco minutos y había aparcado delante de la panadería justo después de las cuatro. Le había dado tiempo para estudiar el barrio y volver al coche antes de que saliera Kanarack.

Al caminar una media docena de manzanas en ambas direcciones, Osborn vio tres callejones y dos entradas de descarga de unos almacenes cerrados. Cualquiera de los.cinco puntos serviría. Y si mañana por la noche Kanarack cogía el mismo camino que hoy, el mejor de los cinco puntos quedaría en su ruta, un callejón estrecho al que no daba ninguna puerta, sin iluminación, a menos de media manzana de la panadería.

Vestido con los mismos vaqueros y zapatillas deportivas que llevaba ahora, se colocaría una gorra y esperaría en la oscuridad a que pasara Kanarack. Entonces, con una jeringa llena de sucinilcolina en una mano, y otra en el bolsillo como precaución, atacaría a Kanarack por detrás.

Le cogería la garganta con el brazo izquierdo y lo tiraría hacia el callejón y, al mismo tiempo, le pincharía certeramente en las nalgas, a través de la ropa. Kanarack reaccionaría con violencia, y Osborn sólo necesitaría cuatro segundos, para inyectar la dosis. Luego lo soltaría y le bastaría apartarse, y Kanarack podría hacer lo que quisiera. Atacarlo o escapar, daba igual. En menos de veinte segundos las piernas comenzarían a flaquearle, y veinte segundos más tarde, ya no podría sostenerse en pie. Cuando se desplomara, Osborn actuaría. Si veía a alguien, le diría que su amigo era americano y se sentía mal, y que lo llevaba hasta el Peugeot de la esquina para conducirlo a un hospital. Y Kanarack, víctima de la parálisis muscular, sería incapaz de oponerse. En el coche en movimiento, Kanarack estaría impotente y aterrorizado. Todo su ser estaría concentrado en un solo objetivo, respirar.

Al cabo de un rato, cuando cruzaran París y llegaran al camino del río y al parque, los efectos de la sucinilcolina comenzarían a disiparse, y Kanarack volvería lentamente a respirar. Y cuando comenzara a sentirse mejor, Osborn cogería la segunda jeringa y le diría quién era él, y lo amenazaría con una dosis mucho más potente, una dosis que no olvidaría. Sólo entonces podría relajarse y preguntarle a Kanarack por qué había asesinado a su padre. Y no cabía ninguna duda de que Kanarack se lo confesaría.

Capítulo 23

A las seis y cinco minutos, Henri Kanarack salió de Le Bois y, sin prisa, caminó dos manzanas y entró en la estación de metro frente a la estación del Este.

Osborn lo vio partir, encendió la luz del interior y miró el mapa que tenía en el asiento. Quince kilómetros y casi treinta y cinco minutos más tarde, pasó junto al apartamento de Kanarack en Montrouge. Dejó el coche en una calle lateral, caminó una manzana y media y se detuvo en la sombra frente al edificio de Kanarack. Quince minutos más tarde, Kanarack llegó caminando por la acera y entró. Desde el comienzo hasta el final, desde la panadería hasta la casa, no había indicios de que pensara que lo seguían, o que corría peligro. Sólo la rutina de todos los días. Osborn sonrió. Todo marchaba sobre ruedas y según lo previsto.

A las siete cuarenta, estacionó el Peugeot frente a su hotel, le entregó las llaves a un botones y entró. Cruzó el salón de recepción y se acercó al mostrador para ver si había algún recado.