Osborn sentía ansiedad, y tuvo que esforzarse para no mostrarlo. Después de todo, él no había hecho nada, al menos hasta ahora. Incluso pedirle a Vera que le consiguiera la sucinilcolina no era, en realidad, ilegal. Tal vez jugaba un poco con la ley, pero no había cometido ningún crimen. Además, este McVey era del Cuerpo de Policía de Los Ángeles, y en París estaba fuera de su jurisdicción. «Tienes que estar tranquilo -pensó-. Ser correcto, y averiguar qué quiere. Puede que no sea nada.»
– Aquí está bien -dijo Osborn. Abrió la puerta y entraron.
– Por favor, siéntese -dijo, cerrando la puerta. Dejó las llaves y el periódico en una pequeña mesa-. Si no le importa, me lavaré las manos.
– No me importa. -McVey se sentó en el extremo de la cama y miró a su alrededor, mientras Osborn iba al baño. Todo estaba como lo había dejado por la tarde, cuando después de mostrarle la placa a un ama de llaves, le había dado doscientos francos para que lo dejara entrar.
– ¿Quiere tomar algo?-preguntó Osborn, mientras se secaba las manos.
– Si usted me acompaña.
– Yo sólo bebo whisky.
– Vale.
Osborn volvió con una botella de Johnnie Walker etiqueta negra a medio vaciar. Cogió dos vasos sellados en celofán de una bandeja esmaltada que se encontraba sobre un escritorio francés de imitación, sacó el plástico y sirvió para ambos.
– Por cierto, no tengo hielo -se excusó.
– Me da igual -dijo McVey, y miró las zapatillas deportivas de Osborn, recubiertas con el lodo seco-. ¿Andaba haciendo deporte?
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Osborn, y le pasó un vaso a McVey.
– Como tiene el calzado con lodo… -dijo McVey, señalando con la cabeza.
– Yo… -vaciló Osborn, y lo disimuló con una sonrisa- salí a dar un paseo. Están plantando en los jardines frente a la torre Eiffel. Con la lluvia, no se puede caminar por ninguna parte sin pisar el lodo.
McVey bebió un trago de su whisky. Le dio a Osborn un respiro para preguntarse si se habría tragado la mentira. En realidad, no era mentira. Recordaba que el día anterior había visto cómo trabajaban en los jardines de la torre Eiffel. Había que distraerlo de aquello con rapidez.
– ¿Y bien? -dijo.
– Pues bien -vaciló McVey-. Estaba en la recepción cuando usted entró en la tienda de regalos. Vi su reacción cuando leyó el periódico -dijo, señalando con un gesto de la cabeza el periódico sobre la mesa.
Osborn bebió un trago. Bebía rara vez. Sólo después de esa primera noche en que había descubierto y perseguido a Kanarack y luego lo había detenido la policía de París, había llamado al servicio de habitaciones para pedir el whisky. Ahora, al beberlo, se alegraba de haberlo hecho.
– Por eso está aquí… -dijo, clavándole la mirada a McVey. «Vale, ya están enterados. Sé frío, no emocional. Averigua qué más saben.»
– Como usted sabe, el señor Packard -y McVey pronunciaba «Packard» como la marca de coche, no Packkard, como los franceses-, trabajaba para una empresa internacional. Yo había venido a París por otro asunto de trabajo con la policía francesa cuando ha sucedido esto. Ya que usted fue uno de los últimos clientes del señor Packard… -dijo McVey, sonriendo, y bebió otro trago de whisky-. En todo caso, la policía de París me ha pedido que viniera a verlo y que conversara con usted. Los dos somos americanos. Quieren saber si usted tenía idea de quién lo habría hecho. Como entenderá, no tengo ninguna autoridad aquí, sólo estoy ayudando.
– Ya lo entiendo. Pero no creo que yo sea la persona indicada para ayudarle.
– ¿Le pareció preocupado por algo el señor Packard?
– Si estaba preocupado, no me lo comentó.
– ¿Le importa que le pregunte por qué lo contrató?
– No lo contraté. Yo contraté a Kolb International. Lo mandaron a él.
– Eso no es lo que le he preguntado.
– Si no le importa, es un asunto personal.
– Señor Osborn, estamos hablando de un hombre que ha sido asesinado- dijo McVey, y parecía que estuviera hablando ante un jurado.
Osborn dejó su vaso. No había hecho nada y se sentía como si lo estuvieran acusando. Aquello no le gustaba.
– Mire, inspector McVey, Jean Packard trabajaba para mí. Está muerto y lo siento, pero no tengo la menor idea de quién puede haberlo matado o por qué. Y si ése es el motivo por el que ha venido, ¡se equivoca! -Osborn se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta con un gesto de enfado. Al hacerlo, palpó la sucinilcolina y el paquete de jeringuillas que le había dado Vera. Había pensado en dejarlas al volver a cambiarse antes de ir al río, pero lo había olvidado. Al descubrir el paquete, su actitud cambió.
– Oiga… lo siento. No quería reaccionar así. Supongo que el impacto al enterarme de que lo han matado de esa manera… me pone un poco nervioso.
– Sólo permítame preguntarle si el señor Packard terminó el trabajo que le había encargado.
Osborn dudó. ¿Qué diablos quería este tipo? ¿Sabían algo del asunto de Kanarack o no? «Si dices que sí, ¿que sucederá entonces? Si dices que no, lo dejarás abierto.»
– ¿Lo terminó, doctor Osborn?
– Sí -dijo él, finalmente.
McVey lo miró un momento, y luego inclinó el vaso y acabó el whisky. Sostuvo el vaso vacío en la mano como si no supiera qué hacer con él. Luego pareció recuperar el hilo de su pensamiento y volvió a mirar a Osborn.
– ¿Conoce a un tal Peter Hossbach?
– No.
– ¿John Cordell?
– No. -Osborn estaba totalmente intrigado. No tenía la menor idea de qué hablaba McVey.
– ¿Friedrich Rustow? -preguntó McVey, cruzándose de piernas. Entre el borde de los calcetines y el pantalón aparecieron unas espinillas blancas y lampiñas.
– No -repitió Osborn-. ¿Son sospechosos?
– Son personas desaparecidas, doctor Osborn.
– Jamás he oído ninguno de esos nombres -dijo Osborn.
– ¿Ni uno solo?
– No.
Hossbach era alemán, Cordell era inglés y Rustow, belga, y eran tres de los decapitados. McVey registró en alguna parte de su disco duro mental que Osborn no había movido ni un pelo al escuchar los nombres. Un factor de reconocimiento cero. Era evidente que podía tratarse de un actor consumado que mentía. Los médicos lo hacían a menudo cuando pensaban que era preferible que el paciente no supiera nada.
– Y bien, el mundo es ancho y pasan muchas cosas -dijo McVey-. Mi trabajo consiste en encontrar el cabo donde todo se junta e intentar aislarlo.
Se inclinó hacia la pequeña mesa y dejó el vaso junto a las llaves de Osborn y se incorporó. Había dos juegos de llaves. Uno era de la habitación del hotel y el otro era un juego de llaves de coche con el dibujo de un león medieval en el llavero. Las llaves de un Peugeot.
– Gracias por su tiempo, doctor. Siento haberlo molestado.
– No se preocupe -dijo Osborn, intentando que no se hiciera patente su alivio. Aquello no era nada más que preguntas rutinarias de la policía. McVey sólo estaba ayudando a los polis franceses, y no había nada más.
McVey estaba junto a la puerta, y tenía la mano en el pomo cuando se volvió.
– Usted estaba en Londres el día 3 de octubre, ¿no es así?
– ¿Qué? -La reacción de Osborn fue de sorpresa.
– Eso fue… -y McVey sacó una pequeña tarjeta plástica de su cartera y la miró-, el lunes pasado.
– No entiendo qué quiere decir.
– Estaba en Londres, ¿no?
– Sí.
– ¿Porqué?
– Yo… volvía a casa después de un congreso médico en Ginebra -dijo Osborn, y se percató de que tartamudeaba. ¿Cómo lo sabía McVey? ¿Y qué tenía que ver eso con Jean Packard y las personas desaparecidas?