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– ¿Cuántos días estuvo allí?

Osborn vaciló. ¿A dónde lo llevaba todo aquello? ¿Qué andaba buscando?

– No entiendo qué tiene que ver esto -dijo, intentando no dar la impresión de estar demasiado a la defensiva.

– Sólo es un pregunta, doctor. Es parte de mi trabajo. Hacer preguntas. -McVey no pensaba dejarlo hasta que le diera una respuesta.

Osborn decidió ceder.

– Alrededor de un día y medio.

– ¿Se hospedó en el hotel Connaught?

– Sí.

Osborn sintió un hilillo de sudor que le resbalaba por la axila derecha. De pronto, McVey había dejado de tener aspecto de abuelo.

– ¿Qué hizo mientras estuvo allí?

Osborn sintió que el rostro le enrojecía de ira. Lo estaban arrinconando en una situación que ni entendía ni le agradaba. «Tal vez sepan lo de Kanarack», pensó. Y eso podría ser una manera de engañarlo para que hablara de ello. Pero no haría tal cosa. Si McVey sabía algo de Kanarack, sería él quien hablara, no Osborn.

– Inspector, lo que hice en Londres es asunto personal, y dejémoslo ahí.

– Mire, Paul. -McVey habló suavemente-. No tengo la intención de entrometerme en sus asuntos privados. Estoy hablando de unos individuos que han desaparecido. Usted no es la única persona con que he hablado. Sólo quisiera que me explicara qué hizo con su tiempo mientras estuvo en Londres.

– Tal vez debería llamar a un abogado.

– Si cree que necesita uno, no hay problemas. Ahí tiene el teléfono.

– Llegué el sábado por la tarde, y fui a ver una obra de teatro el sábado por la noche -dijo, desviando la mirada, con voz monótona-. Empecé a sentirme mal. Volví a la habitación de mi hotel y no me moví hasta el lunes por la mañana.

– Toda la noche del sábado y el domingo todo el día.

– Así es.

– No salió en ningún momento de su habitación.

– No.

– ¿Pidió servicio de habitación?

– ¿No ha tenido nunca uno de esos virus que duran veinticuatro horas? Estuve tumbado por los escalofríos y la fiebre, con una diarrea que se alternaba con antiperistalsis, lo que vulgarmente se conoce como vómitos. ¿Quién tendría ganas de comer?

– ¿Estaba solo?

– Sí. -La respuesta de Osborn fue rápida, tajante.

– ¿Y nadie más lo vio?

– No que yo sepa.

McVey esperó un momento y luego habló con voz suave.

– Doctor Osborn, ¿por qué me miente?

Hoy era jueves por la noche. Antes de partir de Londres a París, el miércoles por la tarde, McVey le había pedido al Comandante Noble que verificara la estancia de Osborn en el hotel Connaught.

Poco después de las siete de la mañana del jueves, llamó Noble. Osborn se había registrado en el Connaught el sábado por la tarde y se había marchado el lunes por la mañana. Había firmado con el nombre de Paul Osborn, Dr., de Los Ángeles y había subido solo a su habitación. Un rato después, se había reunido con él una mujer.

– ¡Qué dice usted! -exclamó Osborn, intentando disimular su asombro con la irritación.

– Usted no estaba solo -dijo McVey, sin darle la oportunidad de negarlo por segunda vez-. Mujer joven, pelo oscuro, veinticinco, veintiséis años. Se llama Vera Monneray, y tuvo relaciones sexuales con ella en el taxi que los llevó desde Leicester Square hasta el hotel Connaught el sábado por la noche.

– ¡Dios mío! -Osborn estaba fuera de sí. Cómo I trabajaba la policía, qué cosas sabían y cómo lo sabían, F era algo verdaderamente insospechable. Al final, asintió.

– ¿Fue por ella por lo que vino a París?

– Sí.

– Supongo que habrá estado enferma todo el tiempo que lo estuvo usted.

– Sí, estuvo enferma…

– ¿La conoce desde hace tiempo?

– La conocí en Ginebra a finales de la semana pasada. Vino conmigo a Londres. Luego volvió a París. Es residente en un hospital de París.

– ¿Residente?

– Es médica. Será médica pronto.

¿Médica? McVey miró a Osborn. Es asombroso lo que se puede encontrar cuando uno escarba un poco. A él le importaban un comino los «límites» que fijaba Lebrun.

– ¿Por qué no habló de ella?

– Ya le dije que era algo personal.

– Doctor, ella es su coartada. Sólo ella puede confirmar qué hizo usted los días que estuvo en Londres…

– No quiero comprometerla en esto.

– ¿Por qué?

Osborn sintió que se le volvía a calentar la sangre. McVey comenzaba a invadir un terreno personal con sus acusaciones, y la verdad es que a Osborn no le agradaba aquella intromisión en su vida privada.

– Mire, usted dijo que no tenía ninguna autoridad aquí. ¡No tengo por qué estar hablando con usted, en primer lugar!

– No, no tiene por qué. Pero creo que tal vez quisiera hacerlo -dijo McVey, afable-. La policía tiene su pasaporte. Pueden acusarlo de agresión con agravantes, si quieren. Yo sólo les estoy haciendo un favor. Si llegaran a pensar que usted no se ha portado bien conmigo, tal vez se lo pensarían dos veces antes de dejarlo ir. Sobre todo ahora que su nombre ha aparecido en el contexto de una investigación por asesinato.

– ¡Ya le dije que yo no tuve nada que ver con eso!

– Tal vez no -consintió McVey-. Pero podría pasarse un tiempo en una prisión francesa hasta que ellos estuvieran de acuerdo con usted.

De pronto, Osborn se sintió como si acabasen de sacarlo de la máquina de lavar la ropa y estuviesen a punto de lanzarlo a la secadora. No le quedaba más que ceder.

– Puede que si me dijera usted qué es lo que quiere saber, pudiera ayudarle.

– Asesinaron a un hombre en Londres el fin de semana que usted estuvo allí. Necesito que se confirme qué estaba haciendo usted y a qué hora. Y la señorita Monneray parece ser la única que puede hacerlo. Desde luego, tiene muchas reservas para incriminarla, y resulta que con esas reservas ya la está incriminando. Si usted prefiere, puedo pedirle a la policía francesa que la recoja en su domicilio y luego conversamos todos en la Prefectura.

Hasta ese momento, Osborn había hecho todo lo posible por mantener a Vera fuera de todo aquello. Pero si McVey cumplía su amenaza, se enterarían los medios de comunicación. Si eso sucedía, todo el tinglado -su relación con Jean Packard, la estancia clandestina con Vera en Londres, hasta la historia de Vera y de la persona que estaba viendo-, todo se convertiría en comidilla de primera página. Los políticos podían hacer lo que quisieran con las vedetes y las guapetonas del día, y lo peor que podía sucederles era perder una elección o algún alto cargo. Pero su amiga estaría retratada en la portada de la prensa amarilla a disposición en todos los kioscos del mundo, probablemente en bikini. Para una mujer que estaba a punto de licenciarse en medicina era algo completamente diferente. A la gente no le agradaba la idea de que los médicos fueran tan humanos, de modo que si McVey insistía, Vera no sólo perdería su condición de residente sino que tiraría por la borda toda su carrera. Con o sin chantaje, Osborn era la única persona con que McVey había hablado de lo que sabía, y ahora le ofrecía que las cosas siguieran así.

– Es… -empezó a decir Osborn, y carraspeó-. Es… -De pronto se percató de que McVey había abierto una puerta sin proponérselo. No sólo en lo que se refería al asunto Jean Packard sino también para descubrir hasta qué punto estaba enterada la policía.

– ¿Es qué?

– La razón por la que contraté a un detective privado -dijo Osborn. Era un farol pero tenía que correr el riesgo. La policía habría revisado cada uno de los papeles en casa de Jean Packard y en su despacho. Pero él sabía que Packard no escribía nada. De modo que estarían buscando cualquier pista y no les importaba cómo conseguirla, hasta para mandar a un poli americano a darle un susto-. Ella tiene un amante. No quería que yo lo supiera. Y yo no lo habría descubierto si no la hubiera seguido hasta París. Cuando me lo dijo, me enfadé. Le pregunté quién era pero no quiso decírmelo. De modo que me propuse descubrirlo. -Con todo lo listo y duro que era McVey, si se tragaba la historia, significaba que la policía no sabía nada sobre Kanarack. Y si no sabían nada, no había razón para que Osborn no siguiera adelante con su plan.